Este mes Ucrania
ha abrazado las radicalidades. La antirrusa, prohibiendo el cine ruso. Y la radicalización de la supuesta corrección
política: prohibiendo los símbolos del nazismo y también del comunismo. La
Rada, el Parlamento, es una jaula de grillos, hay matones de ambos bandos
acosando al Gobierno en las mismísimas calles de Kiev. Me dicen que huele a
Maidán otra vez, pero ahora las fuerzas son dispersas. El descontento es
contradictorio, pero el hastío es general.
El consuelo que
les queda a los insensatos del lugar es que en Moscú se han tirado de los pelos
con su última trastada.
El gobierno ruso
había copiado la costumbre estadounidense de dar una lección de democracia cada
ocho horas. Cualquier rueda de prensa del ministro ruso de Asuntos
Exteriores, Serguéi Lavrov, acaba con el mismo 'jingle' de antifascista del
siglo XXI.
Pues zas, toma
dos tazas de borsh. Llega el Parlamento de Ucrania, y adopta una ley
que proscribe los símbolos nazis en el país. Pero también la hoz y el martillo.
Y claro, se escuchan gritos en la élite rusa, aparentemente más contrariada
cuando ven caer una estatua de Lenin que si les hubiesen destrozado el BMW. Lo
que en España llamamos "postureo".
A nadie le
sorprenderá que los mismos que habían fingido arcadas por el supuesto
"derrumbe de la democracia en Ucrania" ahora se den golpes en el
pecho clamando contra la proscripción de unas enseñas, las soviéticas, que
interrumpieron o aplastaron la democracia en Europa Central desde la Segunda
Guerra Mundial.
No he podido
evitar acordarme del polémico libro Koba el
Temible. La risa y los Veinte Millones, que aborda la tolerancia de los
intelectuales occidentales ante el estalinismo. Stalin dijo que una muerte era
un hecho trágico, pero que la muerte de un millón era simple estadística. Koba
el Temible es una refutación del aforismo de Stalin. Y denuncia un
importante punto débil del pensamiento del siglo XX.
Nos estremecemos
ante estas palabras: Dachau, Buchenwald o Auschwitz. Sin embargo, nombres como
Slovki, Vorkutá o Kolymá no nos dicen gran cosa. Seguramente porque la
mayor parte de los intelectuales europeos y norteamericanos no quisieron
señalar las salvajadas soviéticas. Al fin y al cabo, habíamos ganado la guerra
mundial.
Pero cada vez que
destapas el tarro de los productos históricos del estalinismo el hedor no se
puede disimular. En Kiev han fingido ahora haber recuperado el sentido del
olfato, finísimo además. "La normativa está orientada a condenar los
regímenes totalitarios, prohibir la negación pública del carácter criminal de
estas ideologías y proscribir el uso de sus símbolos", remarca una nota
oficial sobre la ley.
El comunismo es
una fuerza extraparlamentaria en Ucrania. Y los partidos de ultraderecha, diga
lo que diga la propaganda rusa y sus envenenados, quedaron marginados en las
últimas elecciones legislativas. Así que la medida es un puñetazo en la mesa
que difícilmente traerá nada bueno.
Todo esto nos
pone delante de la vieja disyuntiva del fundamentalismo democrático: si
cualquier cosa aprobada por la mayoría es democrática. La iniciativa
legislativa, respaldada con 254 votos, mucho más de los 226 necesarios,
establece también que el incumplimiento de la ley conlleva la ilegalización de
partidos políticos y de medios de comunicación. Me suena a noche de los
cristales rotos. ¿Es la democracia un valor o es sólo un sistema deliberativo
que puede parir cualquier cosa?
Muchos condenarán
los propósitos de Ucrania de equiparar el nazismo y el comunismo. En realidad,
prohibir los símbolos es una mala idea. Porque en ocasiones nos aboca a
proscribir banderas rojas que, por ejemplo en el caso español y en parte
gracias el eurocomunismo del bueno de Santiago Carrillo, ya no significan lo
mismo. No creo que haya que prohibir los símbolos, por repugnante que sea
la parafernalia nazi. Lo que no se puede ser es blando con su cantinela
totalitaria, perdonar el encogimiento de hombros ante hechos históricos
probados que le señalan. Si la ultra Marine Le Pen ahora ha "matado al
padre" porque quitó importancia a las cámaras de gas, podríamos nosotros
tomarnos la molestia de desenmascarar a los que nos hablan de la libertad en
Cuba, de la democracia soviética o del progreso en Corea del Norte. Prohibir
los símbolos, además, favorece la selectiva caza de brujas y nos impide usarlos
para reírnos de la torpe propaganda soviética y de cuánto se parecía de joven
Stalin a Sergio Ramos.
El auge de
Podemos, un partido muy respetable en algunos aspectos, ha provocado como daño
colateral esa basura argumental de 'grupie' rojo, el admirador del comunismo
siempre y cuando lo sufran los demás mientras en su país se queja de que no le
dejan bajarse pelis. La charanga bolivariana nos salpica en las pantallas
aprovechando que estamos adormecidos por el 'tardomarianismo'. Un libro de
historia es bueno para calzar el sofá si está cojo, pero además de para leerlo
algún día habrá que metérselo por el culo a algún tertuliano friki que
aprovecha que estamos hartos de que echen a la gente de sus casas para intentar
convencernos de que la tierra no es redonda, que no te puedes duchar con la
regla o que el comunismo es libertad a chorros.
Los historiadores
siempre tuvieron a mano las cifras negras de la utopía roja. Pero no supieron o
no quisieron ponerle nombre como al Holocausto. Para los años más duros del
comunismo algunos rusos usan una palabra: "Stalinschina". Si lo
gritas en alto en un bar de Malasaña o Brooklyn lo más seguro es que te pongan
un vodka. Nadie sabe lo que es. Porque a nadie le interesaba.
¿En qué estábamos
pensando? Es lo que se pregunta Martin Amis.
En 1931 había
protestas públicas en Occidente contra los campos de trabajo soviéticos.
También había informes convincentes sobre el violento caos de la
colectivización y sobre el hambre de 1933 (...) Y los procesos de Moscú de 1936
a 1938 se celebraron delante de periodistas e informadores extranjeros y los
pudo seguir todo el mundo. 'Los Veinte Millones' no tendrán nunca la dignidad
fúnebre del Holocausto
Cuando el libro
fue publicado en 2002, Fernando Palmero escribió en este periódico que resultaba curioso que
un libro que se limita a comentar parte del material ya publicado sobre la
contribución sangrienta que ha significado el comunismo en la historia de la
humanidad hubiese generado tantas controversias ideológicas.
Las polémicas de
salón sirven para volver la cara hacia lo que importa. Hasta la fecha a Kiev no
le ha importado que algunos paramilitares subvencionados en el bando ucraniano
luciesen esvásticas. Ahora los diputados ucranianos, ahogándose en su deuda y
los daños colaterales de su mal llamada 'operación antiterrorista' en el este,
se entregan a un juego que equivale a ilegalizar el cáncer. Sin darse cuenta de
que lo que hay que hacer es paliar sus síntomas y sobre todo combatir los
elementos -y elementas- que lo causan.
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De PUTINISTÁN (blog
del autor en EL MUNDO), 10/04/2015
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