ROSARIO HERRERA GUIDO
He querido
hablar,
y como si las
palabras llevasen el peso de mil sueños,
suavemente,
como fingiendo no ver,
mis ojos se
han cerrado.
Georges Bataille
I
Como se sabe,
durante un tiempo nada despreciable, la vida del filósofo y escritor francés
Georges Bataille oscila entre el horror a la lenta muerte de su invidente padre
y la esporádica demencia de su madre. Un pendular entre la muerte y la locura
cuyos rasgos creen vislumbrar algunos de sus críticos, tanto en sus textos
literarios como en sus escritos filosóficos y científicos.
Al margen de
interpretaciones psicoanalíticas silvestres, la poética deviene de la
imposibilidad del lenguaje de decir el ser, el decir imposible, y lo erótico
desde su libro más sistemático, una violación del yo puro, pues se encuentra
irremediablemente amenazado de muerte (Bataille, El erotismo, Barcelona,
Tusquets, 1982). Una finitud expulsada por la ciencia ilustrada moderna, cuya
luz enceguece o incendia las alas de Ícaro, por un exceso de luz, que impide
ver la oscuridad, donde están las preocupaciones más claves y acuciantes: el
grito, las lágrimas, la angustia y la risa. Y el horror, lo asocia al origen
del arte, a partir de sus reflexiones en torno a la pintura rupestre de la
cueva de Lascaux, que se encuentra en Francia, donde la caza y la agonía de un
bisonte provocan la erección del sexo de su cazador. (Bataille, Las
Lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 1981).
Frente a la
búsqueda hegeliana de la luz vertical, trascendental y homogénea, cual delirio
de la razón, Bataille elige la horizontalidad, que oculta la bajeza material y
heterogénea: la obscenidad para la ficción y las costumbres para la teoría, que
se manifiestan en el sacrificio, la pérdida, el azar y el erotismo. Un goce
concebido como la culminación de la sexualidad humana, que transgrede el tabú,
permitiendo que la infracción y el interdicto vayan de la mano.
En el principio
—para Bataille— todo era continuidad en ser. Pero al individuarnos surge la
pulsión erótica de continuarnos en el ser, hasta en la muerte. El erotismo, que
viola la discontinuidad de cada persona, es el germen principal de la angustia,
la zozobra ante la violación del interdicto, que al desgarrar los límites para
fusionar a los seres, obliga a perder la integridad. El fundamento erótico de
lo sagrado y lo sacro de la experiencia erótica es horizontal, frente a un
sistema vertical de prohibiciones que es a su vez condición de posibilidad del
erotismo.
Ya Michel
Foucault, en su agudo homenaje a Bataille (Foucault, “Prefacio a la
transgresión”, Dits et écrits I, París, Gallimard,
1994:233-250), la eleva a una de las categorías fundamentales: el “interdicto”,
cual experiencia del límite que el sujeto extrae de sí mismo, como la muerte de
Dios en Nietzsche. Transgredir —advierte Bataille— no es oponerse al límite o
negarlo, sino afirmarlo. La transgresión no es del orden de lo subversivo, la
dialéctica o la revolución. La transgresión afirma el límite como ilimitado.
Una desmesura que solo se comprende a partir de la muerte de Dios, donde la
transgresión se lleva a cabo como un gesto poético de profanación, en un mundo
en el que lo sagrado ya no tiene sentido. Porque solo la muerte de Dios suprime
el límite de lo ilimitado.
Pero la supresión
de lo ilimitado no es la supresión del límite, es experiencia del límite, la
finitud, “el reino ilimitado del límite”. En las experiencias poéticas del
límite la existencia finita, que ya no está limitada por el límite de lo
ilimitado, es conducida hacia su propio límite: su desaparición. Porque el
erotismo es la experiencia poética de la disolución del sujeto. La experiencia
erótica del límite en el pensamiento de Bataille es —para Foucault— el principal
motivo por qué hay que alejarse de la fenomenología, la filosofía dialéctica,
el hegelianismo y el marxismo, que pretenden recuperar la función fundadora del
sujeto, por la que encontró la posibilidad de otro pensamiento: una poética del
erotismo del lenguaje, un lenguaje sin sujeto.
II
Georges Bataille
es un incendio de poéticos excesos en cuya escritura se puede desbordar lo que
la modernidad ilustrada calificó de locura, en franca dicotomía con la luz de
la razón moderna. Su exuberancia incandescente que aspira a mantener y superar
un deseo insatisfecho, una tensión que llega al colmo de la risa, cuando decide
prenderse fuego junto con su obra, acompañado de todos los santos.
La obra de
Bataille es una lúcida y poética reflexión sobre la cascada de pesadillas que
tortura a las inteligencias más penetrantes, que termina por develar al hombre,
asomado al abismo, imponiéndose las más grandes empresas sin que ninguna arda a
la temperatura de su fiebre. Sus textos desnudan una inquietud ética, una Ética
de la Inquietud, que se impone un objeto ilimitado, restando cualquier fin
moral que destiña al ser: “Si hago un último esfuerzo, y voy hasta el límite de
la posibilidad humana, arrojo a la noche los que, por una cobardía
inconfesable, se han detenido a medio camino” (Bataille, La experiencia
interior, Madrid, Taurus, 1984:207-208).
El pensamiento de
Bataille es una exigencia vital en la que ni todo lo sagrado excede a lo que se
busca, pues el resultado nunca se encuentra en el mismo nivel, pues el querer
jamás coincide con el ser: esta es la ética del héroe, una voluntad poética
que, como diría Nietzsche, “a más bebe más sed le da”. No es necesario llagar
hasta el corazón del universo para darse cuenta que en todo exceso hay una
falla, que lejos de mostrar que la búsqueda es nimia muestra el sentido del
juego, en el que se tiran los dados solo por el placer y el dolor de jugar, sin
que Dios esconda los dados cargados que cuiden nuestro andar por la tierra,
pues eso significaría abandonar el oscuro objeto del deseo, o esperar
soluciones del cielo para no actuar en consecuencia.
Ni la condena a
muerte —dice Bataille— consigue que renuncie al deseo de arder, porque se
encuentra comprometido con la violencia, la autonomía y la libertad,
experiencias por las que todavía se puede arriesgar la vida, soportar la
soledad, después de haber abandonado a Dios y al bien (¿o la conveniencia?),
hasta descubrir la verdad más grande: evitar la servidumbre, el estatismo y el
familiarismo.
Con Bataille
estamos ante una filosofía que se excede y que coloca su objeto más allá de la
razón, sin temor a extraviarse por el sendero poético del lenguaje y sabiendo
que es necesario perderse para encontrarse, dado que el poder de la voluntad
está en seguir escalando la cima, aunque la cumbre sea infinita; una exigencia
que es la consumación de quien se atreve a subir, a condición de no subordinar
el ascenso a ninguna causa moral, política o religiosa.
Bataille es como
Nietzsche, un filósofo del mal, que atrae porque le da al infierno su auténtico
valor: “La exuberancia es belleza”, como para William Blake. Bataille,
consecuente con su apuesta por la libertad, odia al bien, para entregarse a la
refinada búsqueda del mal, a una (po)ética (mal)dita, (mal)dicta, (mal)dicha,
que (mal)dice los enunciados del imperativo categórico kantiano, pues quiere
alcanzar lo prohibido, tocar lo sagrado, para lograr la santidad. Porque si el
sometimiento se ejerce en nombre del bien, solo el mal puede transgredir el
tabú.
Para acceder a
semejante negación es necesario el exceso, un golpe de suerte, la oposición del
bien y el mal, con una audacia que puede violentar el juego, y que la lógica no
puede resolver, porque necesita ser lo suficientemente (mal)dita y temeraria
para no dar ni un paso atrás, o ser sustituida por la vida misma. La auténtica
vía para tratar el problema de la virtud, que gira alrededor de la suerte, está
en el juego, que además de responder mejor que el poder, logra llegar al alma
de lo imposible, sin prejuzgar ni prevenir algún resultado. Porque la suerte
solo se alcanza jugando, aceptando que el porvenir solo se cumple en la
libertad.
Para Bataille, no
podemos definirnos más que como indefinidos y excesivos jugadores, que lanzados
como dados a la mesa de la inmanencia, logramos reímos de sabernos risibles;
cualquier otra posibilidad sería vacía. Lo señala Bataille: “La definición
traiciona el deseo. Apunta a una cumbre inaccesible. La cumbre se hurta a la concepción.
Es lo que es, nunca lo que debe ser. Cuando se la
asigna, la cumbre se degrada a la comodidad de un ser, se refiere a su interés.
Esto es, en la religión, la salvación —de uno mismo o de los otros
(Bataille, Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, Madrid,
Taurus, 1984:121).
Pero la filosofía
del exceso solo es para el hombre total, que se realiza gracias a una poética
total, como la de El nacimiento de la tragedia, en la que Nietzsche
integra las artes del tiempo (la música, la literatura y la danza) y el espacio
(la arquitectura, la escultura y la pintura) en la escena trágica, donde el
hombre mismo es una estética de la existencia. La puesta en escena del hombre
total rompe con el ser fragmentado, que procede de la necesidad de actuar,
especializarse, subordinado a cada instante a un resultado práctico, útil,
anulando el carácter total del ser. Porque quien actúa sustituye su deseo por
un fin particular, fragmentando la realidad y fragmentándose, pues todo actuar
es limitado, especializado. La existencia total —para Bataille— solo deviene
superando el “estado de acción”, que hace del hombre un militante, un amante o
un poeta, un ser inconcluso que limita sus deseos, y que aprovecha útilmente el
tiempo para ir hacia un fin prefijado, al que a falta de un nombre más
adecuado, llama vida.
Para poder
mantenerse en el deseo de totalidad es preciso negar el obrar, con el fin de
conseguir esto o aquello, pues a la vida total solo se llega si se desplaza e
incluso si se anula el objetivo. La totalidad solo se desborda a través de
negaciones infinitas de lo particular (lo fragmentario). La libertad no es la
lucha contra una opresión particular, sino el ejercicio positivo de la
libertad, siempre del lado del mal, de una poética del erotismo del lenguaje, el
decir imposible, la risa, el arte y la fiesta. Pues “Nadie vio nunca a nuestra
existencia en el tiempo otra solución que la fiesta. ¿Una apacible felicidad
que no acaba jamás? Solo una alegría que estalla tiene fuerza para liberar”
(Bataille, Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, Madrid,
Taurus, 1984:173-174).
La totalidad es
una exuberancia, un deseo vacío que se consume por consumirse, sin una tarea
precisa que cumplir, en bien de la ciudad, una iglesia, un partido, cuyas metas
nos mantienen muy atareados en un solo trozo del mundo. Solo después de
excedernos hasta la muerte, podremos decir con Bataille: “Me gusta esta frase
de un explorador —escrita en los hielos—, cuando moría: ‘No lamento el viaje’ ”
(Bataille, Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, Madrid,
Taurus, 1984:161).
La búsqueda de la
totalidad nos coloca más allá de un solo sentido, que plantea la apertura del
sinsentido que somos, insuperable, pero que se enmascara con la acción, el
objetivo, el fin último. Porque no hay un sentido definitivo, un significante
que defina nuestro ser con un significado, pues somos pluralidad imposible de
suprimir. Más allá una lógica enana que rechaza lo falto de sentido, es posible
concebir que nuestro sinsentido está en que somos libres de sentido, polisémicos,
tan locos como Dios: poéticos. Con Bataille se trata de olvidarse del sentido y
entregarse al sinsentido, para desatar todos los nudos del juicio —que es meta
y actividad— hasta llegar a ese ser total que se angustia, desespera, que es
rebelión desnuda, cuestionamiento de la certeza, imperio de la razonable
sinrazón. Porque la pregunta de Descartes “¿Estoy dormido o estoy despierto?”,
acompañada de Bataille, la tengo que responder así: Estoy despierta y sigo
soñando. Y a la ética kantiana, que no deja ningún lugar para el deseo y la
pasión, es preciso recordarle, como lo hace Bataille, que: “Nadie imagina un
mundo en el que la ardiente pasión dejara de turbarnos definitivamente… Por
otra parte, nadie considera la posibilidad de una vida desligada por siempre de
la razón” (Bataille, Las lágrimas de Eros, Barcelona,
Tusquets, 1981:35).
Bataille es una
experiencia desamparada, a cuyo cráter se asoma solo quien sabe que ya ha
agotado todas las posibles vivencias, y que no hay más vigor ni más virtud (vir, fuerza),
que para desordenar el aparente orden, donde las únicas reglas del juego se
resumen en el desacuerdo, el disenso, la polémica y la crítica. Ya no hay más
voluntad de poder, solo queda la voluntad de suerte, tirar los dados a la mesa
del azar, porque la vida es una fiesta inmotivada, como en Ecce Homo,
una orgía perpetua que trasciende cualquier fin moral, político o religioso.
Hay que dar un
paso hacia una desrealización del mundo, rumbo a la poesía, que con sus
desquiciadas palabras nos hace entrar en trance y perder el hilo de Ariadna,
para saber que la vida es un juego laberíntico, que no puede ser puesto en
función de… pues tendríamos que suspender el vuelo y obligar al alma a
arrastrase cual reptil. Estar a merced de la suerte significa la alegre
aceptación de la locura que a cada cual nos toca, para aceptar nuestro clamor
en el desierto, en cuyo silencio se pierde el grito, y donde cada instante no
está motivado. Pues Bataille no busca una salida porque no la hay; su único
recurso es la suerte: que se juega en el límite entre la conciencia luminosa
moderna y el poético inconsciente romántico.
Solo nuestra
parte poética y maldita puede conducirnos hacia la libertad, el abandono, la
negación de la servidumbre, pues no hay más consuelo en el reposo que anula la
pasión, solo el encuentro detonante y desgarrado entre (nos)otros, que al
comunicarnos mata, porque somos abismales, inacabados, como el lenguaje: “La
comunicación exige un defecto, una ‘falla’; entra, como la muerte, por un
defecto de la coraza. Pide una coincidencia de dos desgarraduras, en mí mismo y
en otro” (Bataille, El culpable, Madrid, Taurus, 1981:39).
Bataille es una
invitación al caos, como la incitación de la Gaya Ciencia, que
rompe las órbitas de los astros, por el goce desbordante de descentrar al yo a
través del otro, haciéndonos cósmicamente responsables, sin necesidad de
descargar las penas en Dios, pues el solo suponer su muerte, desde Nietzsche,
es una victoria sobre nosotros mismos. Ya que sin Dios no se puede esquivar la
suerte, la búsqueda de lo indecible, la experiencia imposible, el límite de lo
inalcanzable, el deseo incalmable del amor, pues no somos más que dos agujeros
que nos derramamos sin colmarnos: “[…] ardía de amor. Me sentía limitado por las
palabras. Me agotaba de amor en el vacío, como frente a una mujer desnuda y
deseable, pero inaccesible. Sin siquiera poder expresar un deseo”
(Bataille, Lo imposible, México, Premia, 1979:152).
El pensamiento de
Bataille puede ser una de las más peligrosas filosofías, porque sugiere —como
la voluntad de poder— un peligro para la vida, un reto a
vivirla. Pero, ¿qué otra forma habría de hacer filosofía para Bataille? Ninguna
otra, pues se trata de una experiencia interior amenazante, donde el mar se funde
con la tierra en una impensable hecatombe. Estamos ante una filosofía que no
tiene sentido discutir, porque se extralimita, nos enriquece y nos arruina,
pues propone la renuncia al estar del Estado, a la existencia, segura, el
familiarismo y la comodidad.
Ponerse a jugar y
en juego es entregarse a un discurso que se excede, que va más allá del saber
absoluto, el sistema y el mismo lenguaje, y que llega a maldecir hasta la
poesía, por impotente, en su ilimitada búsqueda de lo indecible: lo imposible,
la continuidad en ser, la comunicación… No es juego solipsista; somos eslabones
interminables que nos continuamos unos en otros la experiencia del éxtasis, el
límite de lo sagrado, lo erótico. Porque lo que está en juego es la comunidad,
que es una comunicación maldita, transmitida por contagio a través de una
epidemia maliciosa, para la que no hay cura, ni refugio para el miedo, a menos
que se acepte renunciar a la azarosa cumbre del deseo. Probar la suerte es
experimentar el límite del absurdo, donde se puede ser ángel o demonio, según
la intensidad de la transgresión del universo.
III
El erotismo
—advierte Bataille— que es transgresión y violencia, irracionalidad y
disolución, se opone al mundo del trabajo, el orden, el interdicto y la razón,
que pesar de que parecen ser dos polos irreconciliables, van de la mano. El
hombre va y viene de uno a otro polo con su vida desgarrada, puesto que el
trabajo es parte de su sustento, y la violencia un exceso propio de su ser: “De
forma general, sucede que humanamente la suma de energía producida es superior
a la suma necesaria para la producción. De ahí esa continua excesiva plenitud
de energía” (Bataille, Lo imposible, México, Premia, 1979:67),
que debe ser derrochada en la transgresión.
Los seres humanos
no pueden obedecer eternamente, porque su energía no consigue liberarse en su
totalidad en la razón, en el orden y el trabajo. Por ello, son exceso imposible
de reducir; una violencia tan irracional como la naturaleza. El exceso emerge
cuando la violencia se impone sobre la razón; en el momento en que la
transgresión rebasa al interdicto, aunque nunca lo desapareceré, porque no
habiendo noción de lo prohibido ya no tiene ningún papel el erotismo,
conservándolo, según el momento hegeliano dado por el verbo aufheben (superar
conservando). Como lo plantea Bataille: “La necesidad de quebrantar por lo
menos una vez la prohibición, aunque sea santa, no por eso reduce a la nada su
principio. Aquel que mentía torpemente, que, al mentir, pretendía que ‘la única
cosa atroz’ era ‘la mentira’, tuvo hasta la muerte la pasión por la verdad
(Bataille, La literatura y el mal, Madrid, Taurus, 1981:105).
La fascinación
del erotismo, que es búsqueda de la continuidad, está en el atentado contra la
interdicción, contra el orden y a favor de la violencia, que es un suplicio, el
éxtasis, o la misma escritura caótica de Bataille, que comprometida con el
erotismo —la poesía— llega a una experiencia límite, que va contra los cánones
políticos del orden del lenguaje —comprometido con la razón institucionalizada.
Tomando el potlach como
principio de la economía general que, como el psicoanálisis es
antieconómico, podemos pensar, más allá de una economía del trabajo —sin
excluir ésta— que una parte de la energía excedente se derrocha en el lenguaje,
que no tiene ninguna utilidad, porque sobrepasa nuestros límites, pues es un
desgaste, pérdida, desecho, destrucción, y que nos permite el poder de
volvernos a extralimitar. El potlach es como la obra de arte,
que no sirviéndole para nada al artista, ya no le pertenece más y la entrega a
la colectividad, como un reto, como una invitación a que responda con un
derroche mayor.
Gaston Bachelard
nos comparte, en alguna de sus obras de poética, que hay una especie de
complejo en el lector, que siempre se plantea: “¡Ojalá yo hubiera escrito esto!
¡Yo podría decir esto con mayor fuerza!” Un deseo —dice Bachelard— por la que
se puede sostener que todos somos escritores, poetas, pintores, pues
participamos del exceso del artista, el sacrificio y el asesinato de lo real.
Aquí está también el deseo de plenitud, de continuidad en ser, como un
fantasma, incitándonos a perseguir lo imposible. En cuya persecución nos
encontramos por añadidura con la cultura. Lo aprecia Bataille: “Porque
generalmente, en el sacrificio o el potlatch, en la acción (en
la historia) o la contemplación (el pensamiento), lo que buscamos es siempre
aquella sombra —que por definición no sabríamos alcanzar— que llamamos
vanamente la poesía, la profundidad o la intimidad de la pasión. Forzosamente
nos engañamos, puesto que queremos, a toda costa, alcanzar esta sombra”
(Bataille, La parte maldita, Barcelona, Edhasa, 1974:117).
Para Bataille, lo
aclaraba en Madame Edwarda: “[…] el exceso no puede
fundamentarse filosóficamente en función de que el exceso excede al fundamento”
(Bataille, Madame Edwarda, México, Premia, 1979:36). Porque estamos ante el ser
que desborda los límites. De aquí que no podemos acceder al lenguaje excesivo
más que a través de la poesía, el imposible decir, que se encuentra más allá,
donde asistimos a la disolución de las palabras, o su consumación por la vía de
la experiencia silenciosa: una poética del erotismo del lenguaje.
Pero decir
lenguaje para referirse a la poesía es un error de principio, porque el
lenguaje (ese que se dice articulado) no puede alcanzar los límites de lo
imposible, más que renunciando a designar el mundo, aceptando ser pura
evocación, interioridad del lenguaje, alma de la lengua. Porque: “[…] la
comunicación íntima no utiliza las formas exteriores al lenguaje, sino fulgores
solapados análogos a la risa (los trances eróticos, la angustia sacrificial, la
evocación poética…” (Bataille, El culpable, Madrid, Taurus,
1981:159). De aquí que, la comunicación que se quiere transparente, certera,
verdadera y total, padece de un residuo imposible de asimilar, una falla
insuperable, tan imposible como la continuidad de los amantes, pues solo
consiguen una parte del ser del amado y por instantes.
Bataille sabe,
como lo sospechan Sócrates y Cratilo, que las palabras no permiten una mejor
comprensión del mundo, ya que no salvan el abismo que se abre entre las
palabras y las cosas, entre los interlocutores, que aunque aspiren no pueden
alcanzar una objetividad ideal para el conocimiento, pues no son más que una fascinación
exasperada hasta el colmo, el único recurso ilusorio de comunicarnos, de
rescatar nuestro ser hecho jirones por el vendaval de la discontinuidad.
Porque el
lenguaje es un juego a muerte, equilibradamente loco, una boda del cielo y el
infierno, donde la presencia y la ausencia se unen en un orgasmo sin fin. Por
ello se puede recurrir a Dios para acentuar su vacío, o apelar a una economía
anti-económica que es un puro derroche improductivo, el vital erotismo que
culmina en la muerte, o a una literatura que se suicida para poderse realizar
hasta sus últimas consecuencias, en una escritura que es contraescritura y una
filosofía que puede llegar a ser antifilosófica y maldita. Lo declara Bataille:
“[…] Si fuese preciso concederme un lugar en la historia del pensamiento sería,
según creo, por haber vislumbrado los efectos, en nuestra vida humana, del
‘desvanecimiento de lo real discursivo’, y por haber sacado de la descripción
de esos efectos una luz evanescente: esta luz deslumbra, pero anuncia la
opacidad de la noche; no anuncia más que la noche” (Bataille, La
experiencia interior, Madrid, Taurus, 1984:205).
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De REVISTA LEVADURA (México), 20/06/2016
Imagen: André Masson, 1936 (para SACRIFICIOS, libro de Georges Bataille)
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