Tuesday, December 26, 2017

Marcel Schwob. La vida imaginaria de los otros

ADA DEL MORAL

Todas las niñas crecen. Menos Monelle, la reina de las meretrices infantiles que salió de las entrañas heridas de Marcel Schwob (1867-1905), creador de la vida imaginaria, género donde se mezclan hechos reales y literarios y en quien se inspirarían Tabucchi, Juan José Arreola, Bolaño o Borges. “La vida humana es interesante por sí misma”, escribió Schwob, que odiaba el naturalismo de Zola y la prolijidad vacía de ciertos románticos. Se declaraba incapaz de entenderse con los psicólogos y admiraba a Robert Louis Stevenson, amigo y modelo narrativo, por quien emprendería, en compañía de su criado chino, la suicida peregrinación marítima de su Viaje a Samoa para visitar su tumba. También maestro, como su querido escocés, del realismo irreal, fomentó a lo largo de su existencia un agradable misterio. Era cordial y perverso, juguetón y ávido, nítido e impenetrable. Lamentaba su fealdad y sonreía para lucir su dentadura perfecta.
 
Sus 37 años estuvieron nutridos de gran literatura y una enfermedad que le robó la dignidad y le hizo sentirse “un perro viviseccionado”. Amó a dos mujeres especiales y ambas le correspondieron: la nebulosa Louise —petite Vise la llamaba él— y la hiperbólica actriz de origen español Marguerite Moreno (1871-1948), quien afirmaría que su inteligencia era una pesadilla, pues veía en “planos, como los insectos”. La primera le preparó para la segunda, que llevó  a América Latina su literatura, ya por entonces impulsada por el escritor mexicano Julio Torri y las tempranas traducciones de Rafael Cabrera.

Entre ambos amores, en un intervalo que va de 1891 a 1896, publicó Corazón dobleEl rey de la máscara de oroEl libro de MonelleLa cruzada de los niñosMimes y un buen número de ensayos dedicados a Villon, Stevenson o a la lectura, placer que reivindica practicar en la cama.

Una vida entre libros
Marcel Schwob nació en Chaville, en el seno de una familia de judíos cultos. Su padre, originario de Basilea, poseía el periódico Le Phare de la Loire, en el que el hijo, que jugaba a citarse con Poe y Verne, ejercitó sus primeros anhelos literarios. Se crió en la Biblioteca Mazarino, feudo de su tío materno Léon Cahun. Allí aprendió sobre la otra vida de los muertos y entabló una relación que atravesaba las épocas con los Coquillards —banda de Villon, el poeta ladrón— cuyo argot le fascinaba, con la antigüedad y con culturas lejanas que le despertaron el don de lenguas y una percepción única.

El suicidio, de un tiro en el corazón, de su gran amigo el erudito en ciernes Georges Guieysse le entregó al estudio de archivos infinitos. Se hizo experto en descubrir y recrear momentos perdidos. Así nace la vida imaginaria. Luego se tendía a ver jugar a su perro Flip en su habitación, casi un gabinete de curiosidades. De algún modo, su capacidad para descubrir paisajes habitados donde otros no ven más que el yermo le conecta con los hermanos Quay, artistas de la animación, dotados de una sensibilidad parecida.

Schwob, durante mucho considerado un simbolista menor, intuyó la necesidad de la novela de desprenderse de todo lo superfluo y acertó a manejar la elipsis como un instrumento narrativo que hace trabajar al lector, excitándolo. Supo dotar a sus libros, ligeros y consistentes, de antiguos imaginarios transidos de piedad, terror y lubricidad. Huía del presente que caduca pronto y se situó en la intemporalidad de un pasado recreado donde solo funciona lo palpitante. Gracias a su exquisita sencillez, llena de colorido y concisión, su lectura siempre deja con ganas de más.

Cada libro suyo es una víscera eterna y él un personaje del futuro que iluminó el París de la Belle Époque. Moréas, Catulle Mendès, Jules Renard, Rachilde, Colette y Willy, Verlaine el fauno, Wilde verde de sífilis, Picasso aún con pelo o el torturado Jean Lorrain fueron sus compañeros. Nunca deseó acólitos sino iguales. Quizá le llegue pronto esa justicia que el poeta Luis Alberto de Cuenca, Premio Nacional de Poesía y schwobista consumado, reclama en su poema Los dos Marcelos, donde lamenta sus siete líneas dentro del canon literario frente a las siete páginas de Proust. Ahora, tras un siglo de su muerte, el panorama ya ha cambiado. En España la editorial Páginas de Espuma ha publicado el excelente ensayo de Cristian Crusat Vidas de vidas, donde analiza el poder de su obra; El deseo de lo únicoque reúne sus textos sobre literatura, y sus Cuentos completos, que incluye el inédito “Maua”, cuyo título en samoano significa “nosotros dos” o “él y yo”, y narra una  desasosegante escena onanista que no se sabe si es real o soñada.

Aventura interior
Schwob persiguió en su escritura el deseo de lo único, dio aire al arte de la biografía y la traducción e inventó una suerte de novela polifónica de aventura exterior e interior que es, sin duda, la salvación del género, aunque pocos se hayan dado cuenta. Primero publicó Corazón doble, dedicado a Stevenson, historias sobre la dualidad humana, divididas en “Corazón doble” y “La leyenda de los mendigos”. De una fiebre religiosa a la que sucumbieron miles de niños en el medievo surge La cruzada de los niños, protagonizada por críos rezumantes de fe, leprosos olvidados y papas oscuros que narran aquel peligroso peregrinaje a Tierra Santa.

En sus Mimes, inspiradas por el descubrimiento del poeta griego Herondas, el mundo clásico y mítico le sirve para reflexionar sobre el hedonismo, la soledad o la memoria. El rey de la máscara de oro es una colección deslumbrante de relatos habitados por un plantel de criaturas rescatadas o inventadas por un hombre que hacia el fin de siglo recorría libros y antros en busca de luz.

La verdad la encontró en Louise, una joven que había sido prostituta ocasional, bebía café y fumaba demasiado, en 1891. Como hombre de secretos, apenas habló de esta relación. “Tengo por amante a una niñita que es una bestezuela encantadora”, le comentó a un amigo. Pero la sacó de las calles y, a su lado, vivió una infancia nueva o, quizá, la primera. Ambos iban de la mano por lo desconocido. Cuando dos años después murió en sus brazos, Marcel destruyó todas sus cartas menos una y las volcó en El libro de Monelle, publicado en 1894. La sacerdotisa de las niñas putas es la implacable y eterna profetisa del devenir: “Destruye, destruye, destruye. Huye de los muertos que engendran la pestilencia. Conténtate con toda apariencia, déjala, y no te vuelvas”. De la ausencia de Louise surge Monelle, la que está sola en el Reino Blanco, que es la página virgen, tumba de los niños que no han aprendido las cuatro reglas, las sábanas inmaculadas que las niñas prostitutas soñaron durante sus vacíos de alimento.
 
Poco después de la publicación del libro comenzó la enfermedad intestinal que le destruyó no sin antes llevarle, sin alivio alguno, varias veces a quirófano, agriarle el carácter y sumirle en la morfina. Aun así tuvo fuerzas para casarse con Marguerite Moreno, afirmando: “Estoy a la entera disposición de la señorita Marguerite Moreno, que puede hacer de mí lo que quiera, incluso matarme”. El poeta André Salmon, en su prólogo de El libro de Monelle de la editorial bonaerense Argonauta, se recuerda cohibido ante aquel gran burgués agonizante que jugaba a ser mendigo, con un ojo cubierto por una excrecencia de carne, la mano cadavérica a la espera de un óbolo y, en las tripas, el ronchar glotón de la carcoma fatal. Al día siguiente, el joven recibió una nota en la que Schwob había garabateado: “La timidez es la madre de todas las mediocridades”.

Por desgracia, estaba cerca de dejar atrás todas las máscaras de oro, lepra y carne. Dicen que no pudieron cerrarle los ojos. Ahora, desde sus libros, sigue viendo todo.

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De AHORA, 29/01/2016 


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