Retorno a los
primeros años. No guardo muchos recuerdos de la casa antigua del pueblo en que
vivíamos. Un par de habitaciones austeras, una pequeña huerta de viejos
durazneros y manzanos donde se llevaba la flor el frondoso ciruelo que año tras
año se cargaba de frutos amarillos hasta reventar sus brazos. En medio del
patio, al lado de un moribundo duraznero, yacía una azulosa y aparatosa roca
donde mi madre solía machacar todo tipo de granos, tubérculos, ajíes y demás
insumos para la cocina.
Siendo el mayor
de los hijos, desde muy chico aprendí a bambolear la media luna –es justo decir
que muchas veces se me cayó el pesado armatoste para un lado- y me encantaba
ese ruidito de los locotos y tomates siendo aplastados, pero que a veces sufría
el contraataque de un salpicón directo a la cara o a los ojos para padecer el
ardor que apenas se iba con abundante agua. De ahí que tenía la precaución de
usar un cuchillo para raspar e ir juntando la pasta resultante en vez de
hacerlo a mano pelada como acostumbran las curtidas mujeres del campo. La
llajua, esa potente salsa, con ramitas de suico, desde luego, era mi gran tarea
a la hora del almuerzo.
En todo pueblo
valluno, nunca falta un batán cerca de una cocina o fogón de leña, hasta en la
vivienda más humilde se puede encontrar una roca plana para tales menesteres.
Como tampoco debe faltar en los poblados amazónicos, su contraparte, el tacú o
mortero de madera. Las mujeres campesinas son tan diestras en su manejo que
pueden pasarse horas sentadas en un banquito efectuando la molienda ancestral
de granos de maíz, el ají colorado para el picante de gallina, el choclo para
las humintas, el maní crudo para una rasposa pero suculenta sopa. Qué no se
puede moler en un artefacto tan útil como este. Recuerdo, como si fuera ayer
mismo, que tenía la costumbre de juntar las durísimas habas tostadas y, a veces
porotos, para pulverizarlos hasta donde se podía y luego al llevarme a la
boca todavía podía sentir el picor de los locotos impregnado en la superficie.
Un batán que se
aprecie completamente consta de tres piezas: la roca madre, la chancadora o
trituradora (increíblemente he olvidado su denominación popular) y el mork’o,
esa bola pétrea que debe caber en un puño para faenas más menudas y precisas:
una mano hábil martaja el charque a buen ritmo antes de destinarlo a la sartén.
Los chuños y las papas runas deben aplastarse uniformemente para espesar un
buen caldo. Las anaranjadas papalisas han de ser machacadas para sazonar la
sopa y servirse con cilantro picado que se me hace agua la boca. La llajua de
maní tostado es otra cosa, como infaltable maridaje de anticuchos cuyo olor
tortura desde lejos.
Mírenlo ahí,
sobriamente levantado en un rincón del patio. Un retazo de pueblo
incrustado en la ciudad. Un anacronismo que resiste incólume el paso del
tiempo. Para lo que haga falta. Ni un ejército de licuadoras, procesadoras de
alimentos y multifuncionales robots de cocina podrán suplir sus sencillas
funciones. Y, sobre todo, jamás podrán imitar el inconfundible sabor a piedra.
Que es el sabor de la nostalgia o lo que se le parezca.
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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 13/07/2016
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