Aunque a los maquilladores de la funeraria les resultó imposible
borrar el último gesto de dolor del periodista, el trabajo de recomposición me
pareció bastante correcto. Al contemplar su rostro a través del vidrio del
cajón mortuorio, no quedaban rastros de tanto golpe recibido ni del abandono de
varias horas en una acequia al norte de Santiago. Sólo unos pocos pudimos
acercarnos hasta el ataúd habilitado en el hall del diario La Nación –homenaje
póstumo a su condición de ex redactor, editor de provincias y colega caído en
servicio- para darle el último adiós al Cíclope y hacer nuestro aporte al
jardín de coronas y arreglos florales que cubrían toda la sala.
Coincidí con Jorge Délano en lo extraño que resultó asociar a la persona de Luis Mesa Bell aquel estilo agresivo, proselitista, parcial y exagerado que lograra imprimirle a Wikén como su director responsable. De principio, pensábamos que de esos dedos largos, prolongaciones de un cuerpo más delgado de lo normal, sólo podían salir poesías amorosas y cuentos con paisajes bucólicos.
Coincidí con Jorge Délano en lo extraño que resultó asociar a la persona de Luis Mesa Bell aquel estilo agresivo, proselitista, parcial y exagerado que lograra imprimirle a Wikén como su director responsable. De principio, pensábamos que de esos dedos largos, prolongaciones de un cuerpo más delgado de lo normal, sólo podían salir poesías amorosas y cuentos con paisajes bucólicos.
Lejos de la imagen de una fina pluma deslizándose suavemente sobre unas cuartillas tan blancas como su rostro, cuando se encontraba frente a su Underwood, el incesante golpeteo de las teclas se asemejaba a una ráfaga de ametralladora que estremecía toda la vieja casona de Amunátegui 85 y las restantes de la cuadra. Leer su trabajo periodístico era como recibir un baño de plomo, sobre todo para quienes no compartíamos su ideología, como ocurría con Délano y conmigo, varias veces sorprendidos por sus disparos.
Sin embargo, este
detalle no fue impedimento para que ambos lográramos, curiosamente, el mayor
acercamiento que permitía la reservada personalidad del periodista, incluso más
que sus supuestos compañeros de causa, quienes no le dieron un recibimiento
demasiado cálido a su llegada a Wikén.
Contemplando la
obra de los anónimos carniceros, matizada por la luminosidad de los cirios
alrededor del ataúd, recordé esa primera aparición de Luis Mesa Bell en la
revista. Sus gafas ahumadas le cubrían la mitad de la cara para mantener en
reserva su problema ocular, mientras Roque Blaya lo guiaba con una mano sobre
la espalda hasta el rincón donde estaban apilados los escritorios. Dado que la
casona de Amunátegui se encontraba en permanente reparación, en cualquier
momento podía caernos un pedazo de yeso sobre la cabeza, como le había ocurrido
a Joaquín Edwards Bello poco tiempo antes, razón para ausentarse de Wikén
durante una semana. Para evitar que la ley de la gravedad terminara por
arrebatarle al personal de su revista, Roque Blaya nos mandó a refugiarnos en
un rincón de la sala de redacción donde estaríamos protegidos del
desmoronamiento de tejas y adobe.
Convencí a Jorge
Délano de subir al segundo piso de La Nación para tomar un café antes de
iniciar el tortuoso peregrinar al cementerio. Allí nos encontramos con varios
amigos y colegas que habían tenido la misma idea que nosotros: Jenaro Prieto,
Domingo Melfi, Mario Torrealba, Pedro Sienna, Godofredo Christophersen, Renato
Ramos, Federico Frederieksen, Bismarck López, Eulalio Serradilla y Pan Van Loc.
En cierto momento, me aparté de la conversación y contemplé con asombro desde
los ventanales las columnas humanas que se iban sumando al cortejo por las
calles de Santiago.
-¡Sorprende!
–comentó Délano a mis espaldas-. Parecen hormiguitas.
Había sin duda un
toque de sarcasmo en su comentario. Aunque se divisaban personas decentes,
predominaban obreros, comunistas, vagabundos y su abultada descendencia. Como
ciudadanos amantes del orden, deseábamos que por respeto al difunto se
mantuviera la compostura durante la jornada, pese a que en vida el mismo
contribuyera al surgimiento de esta violencia política. De las pupilas de los
caminantes, brotaba un resplandor de odio que los asemejaba peligrosamente más
a lobos hambrientos que a laboriosas hormiguitas.
Abajo, en las
escalinatas del edificio, la aglomeración no concedía ni un centímetro para el
libre desplazamiento, extendiéndose más allá de la vereda contraria, repletando
el frontis de la Casa de Gobierno. Resultaba imposible que el cortejo avanzara
por Agustinas, como instruía el volante que un activista pusiera entre mis
manos sin que alcanzara a rechazarlo.
Nos abrimos paso
con Jorge Délano entre el gentío hasta alcanzar mi automóvil, estacionado a
unos metros de La Nación. Quedamos atrapados dentro del vehículo rodeados de
brazos, piernas y sombreros anónimos que empujaban la carrocería de un lado a
otro, provocándonos la sensación de estar dentro de un bote. Después de media hora,
le indiqué a la detective que encendiera el motor, llamándola por error Willy.
-Discúlpeme, ése
era el nombre de mi otro muchacho. Fue una mala jugada del inconsciente –dije-.
Creo haberle contado su historia. ¿Cómo tengo que llamarla, detective?
-Silvina estará
bien, señor Müller.
-Silvita,
entonces. No pretendo faltarle al respeto, pero aparte de buenamoza es usted
muy joven, hasta podría ser la hija que no tengo.
A ritmo cansino,
dejamos atrás el asfalto de Morandé, los jardines de La Moneda y la sombría
vereda de Amunátegui donde los restos de Luis Mesa Bell desfilaron por última
vez frente a las oficinas que albergaron su fugaz y bullicioso paso por Wikén,
acompañado de cientos de pañuelos blancos. De regreso en Agustinas, se sumaron
otras columnas humanas provenientes de la Alameda para continuar, luego, la
ruta por Ahumada hacia el norte, con dirección al cementerio. La carroza
-tirada por un corcel negro con una gota blanca sobre la nariz y conducida por
un cochero con sombrero de copa, frac y levita- transportaba, además del ataúd,
a la madre y hermanos menores del difunto. Me sentí parte de un ciempiés
gigantesco que extendía sus extremidades por las cuadras de la ciudad y cuya
cabeza visible correspondía a la carroza de los Mesa Bell.
Durante la
víspera, no había necesitado insistirle demasiado a Jorge Délano en lo
conveniente de resguardarnos de los probables desbordes que causaría esa
muchedumbre, la misma que desde hacía unos años venía poniendo en jaque a las
fuerzas del orden. Todo indicaba que dentro del cementerio la ayuda de Silvita
resultaría fundamental.
Al pasar el
cortejo frente a la carpa de un circo en el barrio Mapocho, nos detuvimos unos
minutos para que su bandita ejecutara, vestida con traje de gala, la marcha
fúnebre. Fue un homenaje sobrio y de buen gusto que en nada alteró el ánimo
colectivo. La columna se engrosó aún más al recorrer la calle Puente, la
avenida La Paz y rodear la plaza del Cementerio General, ahora con floristas y
cirqueros sumados a hombres de overall, sus mujeres y sus hijos creciendo como
callampas desde varias cuadras al sur.
Nunca sospeché un
destino como éste para aquel muchacho tímido y silencioso al que las
circunstancias obligaron a convertirse en una nueva víctima de las incómodas
bromas de Pedro Sienna. En un primer momento, Sienna se mostró demasiado
preocupado por su próximo artículo como para distraerse con “un muchachito que
parecía volarse con el viento”. Ni siquiera detuvo el golpeteo de su máquina de
escribir -un canto de ángeles si se le compara con el estilo del futuro
director de la revista- cuando Roque Blaya batió sus palmas como si fuese a
anunciar un espectáculo artístico.
-Señores, les
presento a Luis Mesa Bell –dijo ceremonioso-. Desde ahora, será nuestro
colaborador número uno. Así como ven a este pibe, tiene calle, dedos rápidos y
una consciencia insobornable y revolucionaria, justamente lo que necesitamos
para los tiempos que se avecinan.
El dueño de Wikén
había hecho suya aquella manera de expresarse después de su adhesión a la causa
del aviador Marmaduke Grove, desterrado temporalmente en Isla de Pascua al
abortarse la revolución socialista que pretendía llevar adelante desde La
Moneda junto a sus secuaces Eugenio Matte, Arturo Puga, Wilfredo Ruiz Tagle y
Carlos Dávila. En todo caso, el destierro no aseguraba que sus locuras
estuviesen bajo control, menos aún si eran azuzadas por publicaciones como
Wikén. En semejante clima de belicosidad, yo tenía la certeza de que la amenaza
roja brotaría de cualquier lado, más aún en un entierro tan concurrido como el
que participaba en esos instantes y que me trajo a la memoria las primeras
palabras que le dirigí a Luis Mesa Bell a su llegada a la casona de Amunátegui:
-Bienvenido,
estimado amigo.
Mi intención era
romper el silencio que ya se estaba volviendo demasiado incómodo para los
presentes, salvo para Pedro Sienna que seguía trabajando en su escrito como si
nada pasara.
-Como verá, las
comodidades no son muchas –agregué-, pero en entusiasmo no nos quedamos.
Con la mano
extendida, me limité a mostrar los escritorios apilados en un rincón y
distanciados a sólo milímetros unos de otros, con las máquinas de escribir y
las hojas desparramadas por diferentes lados, incluidas las sillas, lo que daba
una panorámica de la forma de trabajo de la revista Wikén.
-Vos te habrás
dado cuenta, Luchito, de lo buenazos que son estos chicos para quejarse –dijo
Blaya sin abandonar el semblante de anfitrión-. Pero no te preocupés, que son
rebuena gente. Ocupá el escritorio de Edwards que pasa vacío o el que esté disponible.
Mirá, acá las cosas funcionan por orden de llegada. Los primeros siempre
tendrán una underguó con tinta nuevita, cuartillas blancas y el sueldito al
día.
-Perdón, mi
estimado Roque –objetó Jorge Délano desde su atril-, pero eso que dices sólo es
una verdad a medias. Acuérdate que Topaze ha sido un verdadero salvavidas para
varios números de tu revistita. En la imprenta aceptaron trabajar con Wikén
porque les dijimos que era un subproducto de nuestra empresa. ¿Se te olvida el
espaldarazo que debimos darle? Convéncete de una vez que el socialismo no es
tan rentable como pensabas.
-¿Qué decís, che?
–intervino sorprendido Blaya.
-Nuestro amigo
periodista debe saber en qué lugar se está metiendo –contestó Délano.
Ninguno en la
sala de redacción imaginó que este altercado era el comienzo del
distanciamiento sin retorno entre los dos empresarios periodísticos, unidos
hacía sólo unos meses por una sincera amistad. En aquel momento, Délano se
encontraba confeccionando sus últimas caricaturas para nosotros antes de
consagrarse a tiempo completo a Topaze, su propia revista satírica, la misma
que sirviera de aval a Wikén para aparecer en los kioscos durante los tiempos difíciles.
La línea editorial adoptada por Roque Blaya en los últimos números acabó por
alejar definitivamente al dibujante de nuestro equipo.
En lo personal,
después de la elección de 1920, me había resignado a esperar la recuperación de
la democracia por parte de los hombres racionales para alejarla de caudillos
demagogos, como el Lobo del Puerto, que tanta popularidad habían adquirido
entre el vulgo en los últimos años. Pese a que la convulsión social se extendía
por el territorio, mi rol en la revista sólo se alteró parcialmente a medida
que Roque Blaya fue dejando en mis manos aquello que al ideario socialista le
tenía sin cuidado, como la página literaria, los espectáculos y, una vez
emigrado Délano, el cine. Esta modesta colaboración periodística me permitía
desahogar mi espíritu de escritor y recibir, además, una pequeña paga por ella,
aunque se tratara de algo más bien simbólico, ya que mis ingresos siempre
dependieron de los casos que atendía en mi bufete relacionados con la
especulación bursátil. Por eso, a pesar del fanatismo ideológico de Roque
Blaya, continúo sintiéndome en deuda con él por haberme dejado hacer mis
locuras sobre una cuartilla en blanco y una “underguó” de cinta desteñida.
A medida que
avanzaba el coche detrás de la carroza, fui constatando con la vista y el
olfato la contundente digestión del caballo de la funeraria, detalle del que no
alcanzaba a percatarse Jorge Délano. La maraña de pelos en que se habían
convertido sus cejas daba cuenta de su intento por buscarle algún sentido a tanta
tragedia acumulada en el último tiempo. Para mí la explicación estaba en el
cambio en la línea editorial de Wikén, donde los artículos de variedades
escritos por Jorge Sanhueza, Carlos Cariola o por su servidor fueron
reemplazados por los panfletos políticos de Luis Mesa Bell y de Renato Ramos. A
partir de entonces, la revista comenzó a lanzar ataques de artillería pesada a
quienes intentaran frenar la materialización del anhelo socialista y a recibir,
a modo de respuesta, una avalancha de querellas en los Tribunales de
Justicia.
Pero no todos los
afectados por los dardos de la revista reaccionaron de una manera tan
civilizada. Luis Mesa Bell, maquillado, rígido y movilizándose en posición
horizontal unos pocos metros más adelante, estaba allí para recordárnoslo en
cada momento. Ni siquiera el delirante Roque Blaya se lo imaginó en estas
condiciones al dar por concluidas las presentaciones de rigor ese nublado día
de julio o agosto.
-Bueno, basta de
palabras que tenemos mucho qué hacer. Para qué decir el señor Sienna que está
más inspirado que nunca. Luchito, –dirigiéndose a Mesa Bell-: ponéte cómodo que
estás en tu casa. No tengo para qué recordar el laburo, si vos lo sabés mejor
que nadie.
Roque Blaya dio
media vuelta y se dirigió a su oficina, tiempo aprovechado por Luis Mesa Bell
para obedecer a sus instrucciones en forma diligente. Las tablas del piso
crujieron más de lo acostumbrado con las suelas de sus alargados zapatos. Se
desprendió de la chaqueta y del sombrero y los ubicó en la parte más alta del
colgador, la única que se encontraba desocupada de nuestras respectivas prendas
de vestir. Regresó hacia los escritorios y se detuvo junto a Pedro Sienna, sin
que éste le hiciera caso alguno, persistiendo en escribir su artículo. Cuando
Luis Mesa Bell intentó decirle algo, su voz se perdió por completo detrás del
sonido metálico de la Underwood. Tras unos minutos de buscar inútilmente algún
contacto verbal, se atrevió a tocar la manga de la camisa del escribiente
quien, junto con detener su tecleo, dio un brinco de su silla y cayó con los
pies abiertos en actitud de sorpresa.
-¿Quién osa
interrumpir al creador más importante de esta revista? -preguntó Sienna con los
ojos desorbitados-. ¿Acaso has sido tú, Coke, ilustrador de la miseria humana?
¿O tú, Julito, escritorcillo regalón de las señoritas casaderas? –agregó con
sus ojos clavados en mí-. ¿O algún otro reporterillo de esta gaceta que
sobrevive a duras penas?
-Disculpe, fui yo
–dijo Mesa Bell con angustia-. Sólo le quería pedir permiso para sentarme en el
escritorio del fondo.
-¿Pero quién me
está hablando que no veo a nadie? –dijo Sienna con los ojos desorbitados-. ¿A
quién asociar semejante voz de ultratumba? ¿Acaso será un ánima que se escapó
del cementerio y que de pura despistada nos anda penando a estas horas de la
mañana?
La mayoría de los
presentes festejó la última bufonada de quien era más reconocido por su papel
protagónico en la película “El Húsar de la Muerte” que por sus dotes de
cronista. Sólo Jorge Délano y yo nos abstuvimos de sumarnos al jolgorio. Lo
único que parecía divertir a mi amigo dibujante eran las bromas publicadas en
Topaze, sus experimentos cinematográficos, sus sesiones de hipnosis o las
visitas a la casa de Marina Villarroel o María Elisa. Yo, por mi parte, sentí
lástima del joven colaborador de gafas ahumadas a quien comparé con una
avecilla recién salida del cascarón, imagen distante del periodista
experimentado que era en realidad, al atribuir las palabras de presentación de
Roque Blaya sólo a un cumplido.
-No se preocupe,
mi amigo –dijo Délano a Mesa Bell-. A falta de público, le ha dado a nuestro
Húsar por hacernos estas representaciones para que nosotros le ayudemos con lo
que sea nuestra voluntad.
El dibujante
salió de su atril y se acercó a Pedro Sienna que permanecía en actitud
expectante, sin imaginar lo que su colega tramaba dentro de su cerebro. Délano
introdujo su mano al bolsillo del pantalón y extrajo unas monedas que ofreció
al actor y cronista.
-Tome, buen
hombre, aquí tiene unos centavos –dijo-. Más de eso no puedo darle. Ahora
quítese del paso del amigo periodista. A fin de cuentas, él no está obligado a
prestarle atención a sus delirios de grandeza.
Con los ojos
hirviendo de rabia, Sienna le arrebató las monedas y las arrojó lo más lejos
que pudo, sin percatarse que uno de los ventanales de la casona se encontraba
en el curso de su trayectoria. La fuerza del proyectil trizó el cristal y lo
transformó en una enorme tela de araña que nos dejó boquiabiertos. Poco a poco,
los pedacitos comenzaron a desplomarse en el piso de la oficina y otros
descendieron hacia la calle. Con el estruendo, hasta Roque Blaya salió de su
oficina alarmado.
-¿Pero qué pasó
acá, chicos? –preguntó.
No era necesario
indagar en detalles. El daño resaltaba evidente ante nuestros ojos. Mientras
Délano y Sienna continuaban frente a frente en la mitad del pasillo, como en
una suerte de duelo, Mesa Bell intentaba apoyarse en la pared sumido en el
desconcierto.
-Es el costo de
una representación de nuestra estrella –dijo Délano conteniendo la risa-. Su
arte nos hará, de ahora en adelante, morirnos de frío.
La personalidad
de Blaya no era capaz de exigir a él o los responsables el pago de un vidrio
nuevo ni de descontar de los sueldos el costo de la reposición. Por eso
recurrió a un trozo de polietileno y de tela adhesiva para cubrir el marco en
espera de una solución “mágica”. Nada de eso cambiaría después del crimen: en
una suerte de homenaje póstumo, la dueña de la propiedad le exigiría al
argentino no reponer el cristal como condición para continuar arrendándole la
casa, compromiso fácil de respetar por la costumbre nuestra de llamar tradición
al simple deterioro.
Confirmé lo
relatado en voz de la propia viuda Von Diermissen luego de verla materializarse
-espléndida como siempre y de luto riguroso- por uno de los costados del
mausoleo de la familia Díaz Mesa. Con un clavel rojo apretado en su mano
enguantada, se detuvo a mi lado para confesarme su anhelo post mortem:
-Quiero que las
cosas sigan igual que cuando él estaba con nosotros.
Sin mirar a
nadie, pero con decenas de ojos puestos sobre ella, lanzó el clavel dentro del
orificio de la sepultura con una mano apoyada en el pecho. Decidí invocar lo
que quedaba de nuestro nexo de antaño –quizá un poco deteriorado pero aún
existente-, a ver si me ayudaba a descifrar este trágico enigma.
-¿Puedo decirte
algo? –dije-. ¿Sabías que andan diciendo que tú y Luis tuvieron….? -como
siempre ocurre, mi capacidad de decisión se fue atenuando a medida que hablaba.
-No me digas –me
interrumpió-. Apuesto a que dicen que fuimos amantes ¿Eso dicen, no es cierto?
-Sí –contesté-.
Al menos se desprende de…
-¿Y tú qué crees?
Antes que yo
esbozara una respuesta, zanjó el destino de la conversación:
-Quédate
tranquilo. A pesar de que soy una loca, con mi marido sólo nos separó la
política, nada más.
Carrascal boca
abajo / Claudio Rodríguez Morales
Das Kapital ®, julio de 2016
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De EVOLUCIÓN DE
LA ESPECIE (blog de Claudio Rodríguez Morales), 27/07/2016
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