Los niños corren
a toda prisa por el patio del kínder, mientras Jesús Manuel Díaz permanece
quieto en una esquina. Se muerde las uñas y mira al resto de sus compañeros con
reserva. Su cuerpecito delgado se oculta dentro de un uniforme dos tallas más
grande, que la escuela le ha prestado para que pueda asistir a las clases. Los
zapatos que lleva, igualmente grandes, tampoco son suyos. Los demás alumnos
gritan y juegan como si fuera el último día para hacerlo hasta que la maestra
les ordena que se formen. Todos obedecen, pero Jesús Manuel se cae un par de
veces al correr para llegar a la fila. Guadalupe Cadena, la directora de
preescolar de la Escuela César Augusto Herrera Romero, lo señala y dice: “Es
por desnutrición. Siempre se está cayendo”. Los niños se forman por estaturas y
Jesús Manuel se pone hasta delante en la fila de la derecha. El grupo grita
“buenos días” al unísono y después canta el himno nacional. Jesús Manuel mira
con sus grandes ojos hacia otro lado, sólo tararea unas estrofas en voz baja y
pierde el compás, pero nadie le dice nada. Sus compañeros apenas lo miran. De
repente se queda callado. A sus tres años, Jesús Manuel habla muy poco y tiene
problemas para vocalizar. Le cuesta ir al baño solo. Se pelea a veces con los
otros alumnos. Aprende lento. Su maestra insiste en que no come bien.
***
Jesús Manuel Díaz
es el primer hijo de Juan Manuel Díaz Salazar, un moreno de piel curtida,
dientes muy blancos y el cuerpo cuadrado de alguien que ha sido mano de obra en
todo tipo de trabajo desde que era prácticamente un niño. Desde la edad de su
hijo, Juan Manuel, el sexto de siete hermanos, sólo se sentía unido a su
familia por el respeto y la miseria. Apenas convivían a pesar de haber crecido
hacinados en una casa de madera de un cuarto en Estación Chontalpa, un pequeño
pueblo de Huimanguillo, el municipio más pobre del estado de Tabasco (179,285
habitantes), donde una de cada cuatro personas vive en pobreza extrema.
Los Díaz Salazar
dormían tan cerca que unos podían sentir el aliento de los otros. Pero la
cercanía física no se traducía en una mejor relación. A la hora de la única
comida del día, unas veces cuchareaban una olla con frijoles, otras, la madre
guardaba la ración que le correspondía en el restaurante de la compañía de
cítricos para alimentar a sus hijos (cuatro hombres y tres mujeres). La escasez
era tal que desde pequeños aprendieron a mendigar en la calle. Se valían de
trucos como mojarse los ojos y las mejillas para simular el llanto, o de
mentiras como que habían perdido el dinero para la compra y que, si volvían sin
nada, su madre les pegaría. Era una mentira a medias: su padre era el que los
golpeaba. Cuando conseguían unas monedas compraban un pan y lo repartían entre
todos. “Un dulce tirado en el suelo era como un regalo”, recuerda Juan Manuel,
de 34 años y 1.60 metros de estatura, frente a una casita de madera de unos
diez metros cuadrados, donde vivía hasta hace un año con su pareja y Jesús
Manuel. El último recuerdo feliz de Juan Manuel Díaz con su familia, años antes
de que naciera su hijo, fue una tarde de risas con sus tres hermanos y un
cartón de cervezas.
Aquella tarde, al
dispersarse la reunión familiar, Juan Manuel prolongó su felicidad en una
cantina. Un hombre se le acercó cuando bebía una cerveza más en la barra y le
preguntó:
—¿Tú no eres
hermano del que se mató en la curva?
Juan Manuel se
molestó con su interlocutor y le advirtió que tuviera cuidado con lo que decía.
Había estado con su hermano esa tarde. Era imposible que se hubiera suicidado.
—Ve y mira que no
te miento —le dijo el hombre.
Juan Manuel salió
a toda prisa de la cantina. Al llegar a la curva, los vecinos se arremolinaban
en la puerta de la casa de su hermano Jesús. La rutina del pueblo se había roto
de repente y los rumores empezaban a propagarse. Se decía que Jesús había
encontrado a su mujer en la cama con otro hombre. Que los dos amantes escaparon
y que Jesús perdió la cabeza. Lleno de ira, golpeó con el puño una mata de
nance en la orilla de la carretera. Después entró de nuevo a la vivienda.
Agarró una cuerda de medio metro y se colgó del techo. Juan Manuel vio el
pequeño cuerpo de su hermano —1.50 metros de estatura— sin vida, ahorcado, con
un golpe en la frente.
Con el paso del
tiempo, la pregunta sobre su hermano cambió por completo: “¿No eres hermano del
muchacho que mataron?”, le decía la gente del pueblo. Y hasta hoy la sospecha
sigue en la mente de Juan Manuel. “La mata de nance lastima, y no tenía la mano
lastimada. Ni marcas. Tenía un golpe en su frente. Yo creo que lo mataron. Supe
de la persona que salió del cuarto ese día. Y me mira temeroso. Porque yo en el
cuerpo de mi hermano le juré que, si algún día yo supiera del cabrón, lo
chingaba, me la iba a cobrar. Pero yo no estoy seguro de que esa persona haiga
sido. Se lo dejo a Dios, que haga su obra. Esa persona se volvió religiosa,
llega mucho al templo. Si se arrepintió, que Dios lo perdone.”
La mujer de Jesús
estaba embarazada. Vivió durante dos años más en Chontalpa hasta que murió de
una enfermedad desconocida. La niña, que ahora tiene tres años, quedó al
cuidado de su abuela materna. Juan Manuel visita a su sobrina de cuando en
cuando. Dice que deambula por las calles del pueblo descalza, que nunca va a la
escuela. “Anda desamparadita y cualquiera puede abusar de una niña”. Jesús era
el hermano más cercano de Juan Manuel. Iban juntos al parque, a recoger leña,
al centro de la ciudad. “Mi hermano se murió. De corazón me gustaría darle a su
hija, pero no puedo. Él era mi mejor hermano, si él me escucha, sabe cuánto nos
quisimos.” El resto de los Díaz Salazar, poco a poco, se han marchado de Chontalpa,
como lo hace gran parte de la población. Tabasco es uno de los cinco estados
con mayor migración hacia Estados Unidos. También lo es a nivel interno. De
acuerdo con el Censo de 2015, elaborado por el Instituto Nacional de
Estadística y Geografía (Inegi), unas 67,690 personas emigraron de Tabasco para
vivir en otra entidad de la República como Quintana Roo (30%), Campeche (13%),
Veracruz (13%), Chiapas (8%) y Yucatán (7 por ciento).
Así lo hizo el
padre de Juan Manuel, quien fue el primero de los Díaz Salazar en ejercer el
multiempleo. Primero fue tractorista, luego cortó limón —la principal actividad
económica de la región— y recogió leña para venderla. Hace un año sus ingresos
no eran suficientes para comer y, junto con su esposa, migró a Veracruz. Allí
también llegaron un hermano y una hermana. Guadalupe, la más pequeña, se fue
lejos, y Mercedes, “más lejos”. Otro de los Díaz Salazar encontró acomodo en
Cozumel. Sólo María, religiosa, se quedó en el pueblo, pero apenas tienen
relación. “No quiero hablar mal de mi hermana, pero no sé dónde tiene la
religión. Insulta a su madre, la ofende”, dice Juan Manuel. Él es el único que
ha permanecido en el pequeño terreno al lado de las vías del tren donde todos
se criaron. Vive con su pareja, Janette, y sus dos hijos, Daniel, un bebé de
seis meses, y el mayor, Jesús Manuel, a quien llamó así en honor a su hermano.
***
A Janette le
gustaba ir a la iglesia y contarle a su madre cómo creía que Dios las ayudaba a
comer lo poco que comían, cómo las protegía a pesar de las dificultades. Pero a
ella nunca le gustaron esas palabras. “Ella prefería al Diablo de abajo”, dice
Janette con su hablar entrecortado, mientras le da palmadas en la espalda a
Daniel para que no llore. Un día la madre agarró una biblia y la hizo pedazos
frente a ella. Era muy habitual que zarandeara a su única hija, la golpeara, la
arrastrara y la empujara contra el refrigerador. “Nunca me enseñó a limpiar, ni
a trapear, ni nada. Me enseñaba a madrazos”. Janette, una mujer esquelética de
rasgos muy marcados, luce todavía cicatrices en las orejas y dice que debajo de
su melena de pelo fino tiene una marca que le cruza el cráneo desde el frontal
hasta la parte posterior. Más allá de las marcas que pueblan su menudo cuerpo,
le duelen las otras que no se cierran nunca. Recuerda con angustia que, siendo
una niña, si quedaba alguna mancha en la ropa que limpiaba, su madre tiraba
todas las prendas a la tierra para que empezara de nuevo. “Era una niña, no
sabía qué hacer”, se justifica mientras Juan Manuel escucha una historia mil
veces contada. La única explicación que recibía cuando preguntaba el porqué del
maltrato era que se parecía a una tía suya con la que su madre se llevaba mal.
Janette no conoció a su padre. Vivía con su padrastro, mecánico de profesión,
que nunca se interpuso entre los golpes. Fueron los vecinos de aquella
comunidad de Veracruz donde nació los que se cansaron de que la golpearan.
Demandaron a la madre y acabó en la cárcel.
—¿Por qué me
hiciste eso? —le inculpaba la madre cuando salió de prisión.
—Yo no hice nada.
La gente se cansó de que me pegara. Yo le decía a usted que eso estaba muy mal
—le respondía Janette.
La niña regresó a
su casa después de estar internada en las instalaciones del DIF. Las
autoridades le aseguraron que su madre había cambiado. Después de dos meses de
calma, “volvió a perder los nervios” y continuó maltratándola. Era diciembre.
Janette se escapó de casa. Tenía 12 años.
Sin siquiera un
suéter para protegerse de la lluvia, se dirigió a una cantina. “Dile a mi mamá
que la quiero mucho pero por lo que me está haciendo no voy a la casa. Si me
quiere buscar no me va a encontrar”, le dijo a la cantinera. Le pidió 20 pesos
para comer algo y luego buscó una vivienda y se metió a hurtadillas. La señora
de la casa la descubrió:
—¿Qué haces aquí,
no tienes casa? —le preguntó.
—Sí tengo, pero
ya sabe cómo me maltrata —le respondió.
La señora le
ofreció un lugar para dormir y, al día siguiente, protección. La madre y el
padrastro salieron a buscar a Janette por la comunidad hasta que la encontraron
en la casa. La señora no la entregó y amenazó a la madre con denunciarla de
nuevo si trataba de llevársela. Unos días después, Janette le agradeció a su
benefactora y se dirigió al taller mecánico de su padrastro para recoger una
pequeña maleta con mudas. Aprovechó que él y su madre estaban en una reunión de
Alcohólicos Anónimos. Se alistó y fue en busca de un conocido de la familia que
de vez en cuando pasaba por la casa para comer un taco. Le dijo:
—¿Sabe qué? Creo
que me tengo que juntar con usted.
La llevó a un
pequeño rancho. Ella le dijo que sólo se quedaría con él porque no tenía a
dónde ir. “Pero me dijo: ‘Tú no vas a estar conmigo, nomás’ ”. Quería abusar de
ella. Janette sólo pensó: “Ya ni modo. Tengo que dejarme de todo”.
Janette dejó de
ser una niña al lado de ese hombre, con el que mantuvo una relación durante
siete años. Tuvieron una niña, “güera, muy bonita”. Después de deambular por
Oaxaca, llegaron al terreno de los Díaz Salazar en Estación Chontalpa. Se
acomodaron en la parte trasera de la casa familiar, una estructura que apenas
estaba cubierta de nailon, al lado de las vías del tren por donde todos los
días pasa La Bestia, el tren de mercancías en el que al menos cada año unos
500,000 migrantes se suben en su camino a Estados Unidos. Él tenía 43 años. Era
el primo de Juan Manuel.
***
Así se conocieron
Juan Manuel y Janette: él anclado al terreno infértil en el que creció, ella en
una huida hacia ninguna parte. Los dos intentaban esquivar “los golpes de la
vida”, repite Juan Manuel, en Estación Chontalpa, una villa, frontera con
Chiapas, que nació alrededor de las vías del tren con bares, comercios, hoteles
y gasolineras para aquellos que pasaban por ahí cuando el ferrocarril todavía
funcionaba. Chontalpa, la tercera población de Huimanguillo, conserva los
rezagos de esa industria prometida a pesar de que ahora sólo pasa el tren de
mercancías. El único rastro que deja estos días alrededor de las casas humildes
de concreto y madera son los migrantes centroamericanos a lomos de La Bestia
que esquivan los controles situados a unos kilómetros de este pueblo rodeado de
campos ganaderos y plantíos de cítricos. En México sólo circulan dos trenes.
Uno con mercancía en los vagones y humanos en el techo. El otro es uno
turístico que va de Sinaloa a Chihuahua por los cañones del Cobre. El tren de
mercancías tiene tan poco impacto económico en la zona actualmente que las
autoridades quieren cambiar el nombre de Villa Estación Chontalpa por sólo
Villa Chontalpa, que además se ha convertido en una de las zonas de mayor
riesgo para los migrantes por el control del crimen organizado en la zona. La
ruta del tren recorre estaciones ferroviarias de tres estados: Tabasco, Chiapas
y Veracruz, por lo cual este sitio se ha convertido en una zona con altos
índices de secuestro, robo, contrabando y tráfico de migrantes. Cada semana,
aquellos que se suben al tren se bajan antes de la estación y se esconden entre
los matorrales en busca de refugio. En alguna ocasión, Juan Manuel y Janette
han compartido una tortilla con algún migrante que pasa por ahí o lo han dejado
pasar la noche con ellos.
Varias familias
se asentaron en los terreros propiedad del ferrocarril y montaron sus casas de
madera alrededor de la maleza, colgándose de la electricidad pública y tomando
agua de los pozos de la zona. De acuerdo con el Informe anual sobre la
situación de pobreza y rezago social, elaborado por el Consejo Nacional de
Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 73% de las viviendas
en el municipio de Huimanguillo no tienen disponibilidad de servicios básicos.
En Chontalpa, con 5,148 personas, existen al menos 1,259 hogares, según
información municipal. De estas viviendas, 47 tienen piso de tierra y unas 148
consisten en una sola habitación. Sólo 42 casas tienen computadora, en 702 hay
lavadora y 1,131 cuentan con televisión. Janette y Juan Manuel no poseen nada
de eso.
Los Díaz Salazar
construyeron un cuartucho lleno de humedad y, con los años, otro de concreto a
sólo unos metros de distancia. Cuando se asentaron en este lugar, Janette le
pedía a Juan Manuel acompañarla mientras esperaba a su pareja por las noches.
El primo de Juan Manuel a veces llegaba tarde o no llegaba. A veces llevaba
algo de comer y a veces no. Muchas veces bebía. Juan Manuel vio una de esas
noches cómo su primo golpeaba a Janette y la azotaba en el suelo, “sin
sentimiento”. Janette tenía miedo de su pareja. También de los rateros que
circulan en la oscuridad. No quería estar sola con su niña. Los rumores en el
pueblo decían que los dos dejaban a la chiquita sola y se iban al monte. Pero
Juan Manuel asegura que él permanecía paciente y vigilante en las vías del
tren. Su primo le había dado la venia para cuidar de su mujer. Incluso de vez
en cuando le ofrecía dinero para que diera un paseo con ella por el pueblo. Su
versión es que Janette rompió la relación. Él se fue del pueblo y se llevó a la
niña. Ella buscó cobijo en una casa cercana. “No le voy a decir que lo
engañamos porque no fue así. Aunque conviviendo nos agradamos”, dice Juan
Manuel. Cuando los dos hablan de su relación utilizan palabras como “agradar”,
“respeto”, “trato” y, si dicen “querer”, lo cuantifican con un “bastante”. Al
poco tiempo se fueron a vivir juntos. Juan Manuel compró unos tablones para
revestir de madera la casa de nailon. Llegó Jesús. Después Daniel.
“Yo pienso
quedarme con ella y luchar por mis hijos hasta el día que me muera. Yo confío
en ella porque me respeta y creo que me quiere bastante. No le veo yo hablando
con otro hombre o haciendo cosas que no debe. Gracias a Dios se da a respetar y
yo la movilizo si sale a alguna parte. Eso me da a pensar que ella tiene planes
para compartir su vida conmigo hasta el final. Que ella sienta que yo la
quiero. Y yo se lo demuestro de miles de formas. Aunque sea pobre y con
pocas cosas.”
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De GATOPARDO. Fragmento
del libro "Los doce mexicanos más pobres" (Planeta).
Fotografías:
Prometeo Lucero
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