Hacía tiempo que
quería visitar algún país del África negra. Como otros muchos viajeros
europeos, sentía una vaga fascinación por ese continente, el más próximo
geográficamente del nuestro y, al mismo tiempo, el más lejano e incomprendido.
Claro que, siendo África la principal despensa de Occidente, allí donde el
inmisericorde sentido utilitarista que domina nuestra civilización ha sido
aplicado con el mayor de los rigores, no me veía yo desembarcando en un
hotelito para sacar un par de instantáneas y darme la vida padre. La
oportunidad de hacer otro tipo de viaje me llegó por una amiga que vivía en la
Isla de Bioko, lugar desde el cual cruzaríamos al continente guineano, Río
Muni.
- Los cocodrilos
Nuestro viaje,
pues, comienza en el aeropuerto de Malabo, donde los cocodrilos son llevados
como si fueran maletas. En efecto: algunos viajeros portan estos saurios por
todo equipaje. La boca atada, las cuatro patitas unidas con una cuerda que
forma un asa, la cola arrastrándose y los ojos vidriosos y enojados: África.
- Una postal
El avión carga
las maletas y los cocodrilos. Nos acomodamos y un vaho londinense, aunque
perfumado, sale por los respiraderos. En Bata podríamos habernos alojado en un
hotel, pero por fortuna conocimos en Malabo a un amigo de un amigo que nos dio
el nombre y la dirección de otro amigo que vivía en la ciudad y que nos
recibiría como si fuéramos amigos. Naturalmente, localizarlo nos lleva nuestro
tiempo, pero al fin le estrechamos la mano. La casa da al mar de Bata, menuda
postal, en el punto justo donde desaguan las cañerías de la población.
- Plato de
espinas
Nuestro amigo,
pues ya nos atrevemos a llamarle así, es un tipo que habla por los codos y
cuenta historias fabulosas, historias increíbles, historias que nos dejan
perplejos: son historias sobre la supervivencia en África. Tiene a su cuidado a
una niñita de unos 11 años, lista como el hambre, que escucha en un silencio
concentrado nuestras largas conversaciones. Sus ojos nos miran como con sumo
descuido, pero no hay ojos más vivos y atentos que los suyos. Es una niña que
aprende de cada instante, que aprende incluso mientras duerme. Un día la
invitamos a tomar pescado, y era extraordinario presenciar hasta qué punto
puede aprovecharse un plato de comida. Nunca olvidaré esas espinas relucientes.
- Vida nocturna
En Bata hay vida
nocturna, y algunos blancos se lo pasan en grande.
- Mucho mosquito
Y mucha pulga.
Rascarse es una de las actividades a las que con mayor fruición nos aplicamos.
Inevitablemente recordamos las mendaces películas de safaris, donde el héroe se
palmea elegantemente el antebrazo cada 20 fotogramas, pero aquello, lo
descubrimos ahora, es una idealización inadmisible. La química nos protege de
las fiebres. Hace calor y llueve.
- Atasco en la
selva
Contratamos una
ranchera. Cuatro personas viajamos en la cabina, incluyendo al conductor, y el
resto, que son multitud, sobre varias cajas de mercancía, que son pastillas de
jabón y cartones de vino tinto. Se trata de cruzar el país de norte a sur, una
distancia de apenas 150 kilómetros. Mas las carreteras son imposibles. No es
tan sólo que se encuentren en mal estado, sino que hay tramos en los cuales la
carretera pasa a ser camino y el camino un barrizal, lo que nos obliga a bajar
del vehículo, hundir las botas en el barro y empujar. Vencidos los primeros
lodos, la carretera desaparece y, una vez que ha desaparecido, vuelve a
aparecer, hasta que encontramos unos troncos de árbol que nos impiden el paso.
Tomamos un camino que se adentra en la selva y, poco después, sucede lo más
increíble: nos vemos envueltos en un atasco. Varias filas de jeeps y
rancheras esperan turno para cruzar un río de barro con ayuda de una excavadora
que, naturalmente, cobra su justo peaje.
- Carne de
antílope
Horas después, y
antes de adentrarse por un camino minado de baches en una selva aún más
profunda y majestuosa, repostamos en una cabaña donde nos ofrecen carne de
antílope. Es una carne negra, de un gusto intenso, sin condimentar en absoluto.
Sabe a antílope. Quiero decir que sabe exactamente a antílope, pero crudo y con
piel.
- Ganas de ver
monos
Nos adentramos en
la selva. Yo veo monos a lo lejos, pero soy el único que los ve, por lo que es
posible que sean mis ganas de ver monos lo que me hace ver monos.
- Los niños
Cogo es un pueblo
con vistas al estuario, de una belleza extraordinaria, de una vegetación
lujuriosa. Es con los niños con los que en seguida se traba amistad. Una
amistad de palabras, canciones y piel. Hay más contento por la vida en uno de
ellos que en 10 de nuestros civilizados infantes. Estos niños tienen nombres
sin ego: uno se llama El último, otro Uno más. No
es broma. Acaso sus progenitores tienen un agudo sentido del humor, una
ligereza para enfrentarse con la vida que ya la quisiera yo para mí.
- La travesía
Dos días después
contratamos un cayuco para que nos lleve hasta la isla de Corisco, y ahí
estamos, disfrutando a rabiar mientras la barcaza está a punto de quebrarse,
las olas nos dan tortas, vemos pasar tiburones y el oficial segundo, un chaval
de 14 años, no cesa de achicar el agua que se cuela entre los esparadrapos que
nos salvan del naufragio. Lo que más me llama la atención es que estos
valientes no saben nadar.
- Pasta de
cangrejo
En Corisco nos
alojamos en una cabaña de uno de los grandes propietarios de la Isla. Su mujer
nos prepara una comida para la que tengo un encendido recuerdo. Yo creo que fue
ese refinamiento de pasta de cangrejo, con sabores tan bien mezclados y
sutiles, lo que hizo que empezáramos a llorar de agradecimiento.
- Playa de
Corisco
Si quieren ver
algo de verdad hermoso vayan a Corisco. Es la arena más blanca del mundo. Son
playas de harina.
- El regreso
Regresamos a Bata
unos días después en un cayuco que recorre toda la costa guineana de sur a
norte. Viajamos con seis mujeres, 22 niños y cinco tortugas gigantes.
Antonio Álamo (Córdoba, 1964) es autor de la
novela Una buena idea, publicada por Planeta.
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De EL PAÍS,
20/08/2001
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