Miro la tele. Un documental. Bolivia.
Minidocumental, más bien. Signo de los tiempos: urgencia y píldoras
audiovisuales que nos hagan soñar con viajar, que nos hagan creer que, sentados
cómodamente frente al televisor, podemos estar vivos. El caso es que el
documental de marras nos muestra el viaje en buscarril del británico y jovial
presentador. El buscarril boliviano. El que une las ciudades de Sucre y Potosí.
Miro la pantalla.
El conductor es el mismo: Basilio. La anciana que va dentro es la misma: Juana.
La vida no ha cambiado. Salvo que el documental se rodase cuando yo estaba por
esas tierras. Quiero pensar que no. Si una sensación se tiene al vivir en
Bolivia es la de que allí el tiempo no pasa, que no pasa nada, que todo es
inmutable. Por eso puedo recuperar aquel viaje en presente, porque podría
ocurrir hoy, porque sigue ocurriendo, porque yo sigo viajando por Bolivia,
viviendo sus ciudades, habitándome por sus gentes.
He de reconocer
el tremendo placer que encuentro en indagar las procedencias de nombres,
apelativos, patronímicos, epítetos y denominaciones. Obsesión por la palabra,
imagino. O ganas de perder el tiempo, puede ser.
Bolivia, inmersa
en la contradictoria herencia de los encontronazos y abrazos que a lo largo de
toda su geografía se han dado, es lugar propicio para arriesgar en el juego de
los orígenes. Y es que el país de los Andes descansa su dolor de siglos en
morosa cicatrización de batallas, presidios, hambrunas, expolios, pero también
de amoríos, fraternidades, cópulas, vínculos, participados por personas
provenientes de lejanas tierras. Mayormente (pero no sólo) españolas.
Al recalar en una
perdida localidad, de nombre Betanzos, el viajero comprende que no es baladí el
brutal ministerio ejercido por las tropas hispanas, siglos ha. En este caso, el
excursionista nació en la misma tierra que parió a aquellos atolondrados y
fieros conquistadores que llegaron a Bolivia con ansia de novedad y murieron en
ella hastiados de riqueza y añoranza. Tal vez por ello, el nombre de esta
localidad, Betanzos, me obliga a rememorar veraneos de cerveza y marisco a
orillas del Mar Cantábrico. Porque en el Norte de España, bañada por dichas
aguas y renombrada en gastronomías y dolce far niente, existe
una población de nombre idéntico al del citado poblado altiplánico: Betanzos.
Y si bien
comentaba, al inicio, mi gusto por buscar el germen, origen o causa de los
nombres con que los caminos me increpan, lamento dar muestra aquí de mi natural
contradictorio, y asegurar que, inserto en la geografía laberíntica del viaje,
decido ignorar, en no pocas ocasiones, la Historia y las leyendas. En tales
ocasiones me limito a recopilar coincidencias y amarrar concomitancias, sin
mayor ánimo que el de finalizar coligiendo algo tan banal como el famoso “el
mundo es un pañuelo”.
Ocurre que de los
viajes y excursiones comienzo a apreciar, cada vez con más intensidad, sólo los
rasgos y voces de esos pobladores que encuentro al hilo de una charla pausada
y, si se tercia y es posible, un café de amanecida. Ha de ser la edad. Ya quedó
atrás la época inmediatamente posterior a los años de estudios, esa en que me
enfebrecía de apasionado delirio estético al contemplar la acrobacia gótica de
la catedral de León, la decadencia de mármol y tiempo del Partenón ateniense,
el ensueño de acero y eternidad de la parisina Tour Eiffel, o la pasión de
piedra y espanto del Muro de Berlín, por ejemplo. Ahora, ya digo, me intereso
más por las gentes, las personas, su día a día, sus alegrías y desvelos.
Es así que en
Betanzos, Bolivia, sólo quise saber el porqué de su nombre una vez entablada
conversación con el conductor del buscarril que, tras horas de surcar
cordilleras y ahondar simas altiplánicas, había decidido aceptarme un cigarro y
un breve cruce de palabras a la espera de que el tráfago de viajeros despejase el
insólito trazado férreo por el que había de seguir desplazándose, moroso e
insomne, un viejo carruaje de fabricación alemana.
Basilio es el
encargado de pilotar este antropológico vehículo sobre los rieles de un trazado
férreo que recorre amplias zonas de las cordilleras que conforman el altiplano,
a su paso por Bolivia, de Sucre a Potosí y de regreso al punto de inicio. Los
viajeros le conocen, le saludan, le charlan y comparten con él fragantes
viandas, agrias sonrisas y escuetas miradas. Él comparte, saluda, charla y
asiente sin desviar ni por un instante la mirada de las vías de tren sobre las
que se desplaza, a velocidad espantosamente lenta, el aparato del que es
capitán con idéntica autoridad a la de patrones de yates, aeroplanos o
trasatlánticos. Capitán de este cielo inverso que viene a romper mareas de
nubes contra los riscos de frío y estupor del altiplano.
Basilio ignora si
el nombre de Betanzos procede de algún conquistador hispano, al igual que
ignoro yo el porqué de tal nombre en el pueblo gallego de la Península Ibérica.
Pero me asegura que, de ser así, habrían pasado no pocas generaciones hasta que
el labriego Miguel Betanzos, hijo de español exiliado e indígena boliviana,
inició, en el siglo XIX, guerrilla contra los caciques de la zona, a efectos de
reivindicar, para él y los suyos (entiéndase como suyos sus compañeros de
fatigas) las tierras que le habían visto nacer. Lo cierto es que, desde
entonces, estas áridas lomas violentadas por el refrigerio calamitoso de los
vientos andinos pertenecen a los campesinos, y son ellos los encargados de
gestionar la prole de cosecha y mies de los surcos que las cruzan.
Algo así me
relató Basilio. Pero esto ocurrió casi seis horas después de haber partido de
la estación de El Tejar, en las afueras de Sucre, la nívea ciudad boliviana que
juega, con notable éxito, a ser remedo de capital europea.
Sucre es anomalía
en Bolivia. Por su recoleta belleza y su ordenado trazado urbano, más cercano
al gusto y maneras europeas que al delineamiento propio del país. Igualmente en
lo pulcro de sus calles y avenidas. No extraña que sea la ciudad preferida por
inmigrantes europeos y norteamericanos para montar negocio y vida. Pero
también, Sucre es anomalía por su curioso estatus político. Si preguntas a
cualquiera poco versado te contestará que la capital de Bolivia es La Paz. Si
indagas, averiguarás que, en realidad, es Sucre. Eso asegura la Constitución
del país. Y es en esta ciudad donde se ubica la sede del órgano judicial. Pero
resulta que es en La Paz donde se ubican los órganos legislativo y ejecutivo de
la nación. De ahí la confusión. De ahí que Sucre siga reclamando la autoridad
que, como capital constitucional, debería tener y que, en numerosos casos y
medios –incluidos no pocos libros de geografía– se le usurpa.
Además, la
dubitativa capital boliviana es punto de partida (también de llegada) en el
trazado ferroviario que la une a la mítica Potosí.
La mítica Potosí…
cierto: un mito construido a base de sangre y esclavitud, de dolor y piedras
preciosas. Sumaj Orcko, llamaban los incas al expoliado Cerro
Rico, que digería en sus entrañas la mina de plata más grande que jamás se
conoció. A día de hoy, desventradas ya dichas entrañas, carentes de vida
mineral aprovechable, es la vida humana la que pulula sus galerías de gas y
derrumbe. Aquel fatídico Imperio Español, aquellas huestes llegadas de Europa,
se aplicaron en extirpar a la Pachamama sus tesoros. Ya no queda nada en el
Cerro Rico. Su visión de loma horadada y funesta sobrecoge y, hoy, los bolivianos
pretenden tomarse la revancha sacando la plata a los turistas. Claro que, a
cambio, les ofrecen el espectáculo más denigrante del que pueda ser testigo el
ser humano. Niños prematuramente ancianos y ancianos premeditados jalonan estas
galerías, corriendo arriba y abajo mientras beben alcohol de 90º y ofrecen
cigarros y licores al Tío de la Mina, el dios que rige los destinos de todo
aquel que se zambulle en las entrañas de la tierra. Más que un dios, el Tío de
la Mina asemeja un diablo. En casi cada corredor de la mina se ubica una
grotesca figura de aspecto decididamente inhumano, rodeada de velas, cigarros,
botellas de licos, pedazos de papel y de ropa…
Es al Tío de la
Mina a quien los mineros del Cerro Rico (y de cualquier mina boliviana)
ofrendan los restos materiales de sus excesos, para seguir caminando con vida
los corredores de muerte prematura de los yacimientos minerales. Él los
protege. Ellos saben que su vida puede desaparecer en una explosión de grisú,
que tal vez no vuelvan jamás a ver la luz del día. Por eso beben alcohol,
fuman, castigan su cuerpo independientemente de la edad… que así la muerte no
les hallará conscientes. Pero mientras lo hacen conducen a grupos de
sorprendidos turistas por las entrañas del Cerro Rico. La miseria, una vez más,
convertida en espectáculo.
Pero no ahondemos
en la herida. Lo importante es que Potosí se encuentra a 3.900 metros de
altura, mientras que Sucre sólo a 2.800. Y la distancia entre uno y otro la
salva una vía férrea que, antaño, expandió metales y víveres entre los
moradores del altiplano. Pero no muerde sus rieles ferrocarril alguno. No hay
tren que recorra esta férrea trayectoria que une ambas localidades. Como
sustituto a los vagones del ingenio eléctrico recorre el trazado un viejo
autobús marca Volkswagen, con capacidad para apenas 30 personas, cuyos
neumáticos han sido sustituidos por unas ruedas de hierro muy similares a las
de los primeros trenes que vio nacer el mundo moderno. Imagino que éstas habrán
sido sustraídas a los añosos convoyes que recorrieron, antaño, el país.
La primera
estación –última si el recorrido se hace a la inversa–, El Tejar, permanece
anclada a la orilla del valle que inaugura las calles de Sucre, como flotando
en una niebla de abandono intemporal, adultas ya las hierbas, crecidos los
matorrales, plásticos y desperdicios entre sus raíles oxidados. El jefe de
estación, de rostro esculpido a fuego por siglos de indigenismo, se emplea a
fondo en convencer al turista de que, a pesar de lo comúnmente comentado, no
todos los bolivianos son reacios a entablar conversación con el extranjero. No
sólo conversa y sonríe y agradece y abraza y estrecha manos y brazos sino que
se encarga de reservar al foráneo el mejore asiento, para que pueda disfrutar
el viaje. No es algo de lo que me sienta orgulloso, menos al observar cómo
comienzan a anidar en la estación un número considerable de aldeanos cargados
de bolsos, aguayos, niños recién nacidos o recién iniciados en la pubertad,
útiles de labranza, bolsas con fragantes alimentos acabados de sacar del fogón,
y un sinfín de bultos que me hacen dudar de la posibilidad de que el vetusto
Volkswagen pueda cargar todos estos en su parte superior, como parecen
pretender los viajeros. Por supuesto, los que comienzan a apiñarse alrededor
del vehículo son muchos más de los 30 que pueden tomar asiento en las butacas
del interior del vehículo. Comprenderé, después, que no es impedimento el
viajar de pie, durante inacabables horas, para quien no tiene otra manera de
desplazarse.
Orgullo o
prepotencia del viajero que, a pesar de tener por costumbre el hollar caminos
poco transitados, pretende conocer mejor que los lugareños los métodos a
emplear, en este caso para recorrer los pocos kilómetros que les separan de sus
viviendas y a las que, de no ser por la existencia del buscarril, tardarían
varios días en llegar.
El buscarril es
el único medio de transporte utilizado por los pobladores de estas montañas.
Así pueden bajar a Sucre o Potosí para emprender la venta de los pocos
alimentos que hayan logrado arrancar a la Pachamama (papa, chuño, quinua y
algún que otro cereal) y, de nuevo, regresar a su hogar. También es utilizado
este extravagante medio de transporte para hacer llegar paquetes y cartas a los
vecinos de estas localidades que muerden el cielo y ven pasar los años al mismo
ritmo indolente con que se trasladan las nubes, las estaciones, los nacimientos
y fallecimientos de vecinos y familiares y, de tanto en tanto, la figura
grotesca del buscarril, que rebana el cauto silencio de las cordilleras con su
lento fulgor amarillo y el estrépito amable de su bocina. Porque amarillo es el
color que refulge su carrocería, como si hubiese sido pintado ayer mismo. Ni un
arañazo, ni una mancha, aquí, en Bolivia, donde todo vehículo se decora de
herrumbre y calendarios.
Juana es una de
las muchas personas que utilizan el buscarril al menos un par de veces por
semana. En primer lugar para desplazarse hasta Sucre, a efectos de disponer en
las afueras del mercado municipal la recolección de papa que le proporcionará
crédito suficiente para sobrevivir el resto de la semana. Después, pasados los
días, para regresar a su casa, en las inmediaciones de la estación de Vila
Vila, a casi 3.000 metros de altitud, y hacerse con una nueva carga de
tubérculos. Y vuelta a empezar. Juana no conoce el desliz placentero del fin de
semana, ni tiene calendario laboral que la advierta de los días feriados.
Ignoro la edad de Juana, pero aventuro que está más cerca del centenario que de
la cincuentena. Sus manos acogen surcos más pronunciados que los que ha de
arañar para extraer la papa de los ariscos campos. Su mirada se atraganta en
una extraña intensidad que te obliga a olvidar lo anciano de su rostro. Su
conversar es pausado, más por intentar encontrar las palabras adecuadas en
español, creo, que por poca prisa a la hora de exponer sus pensamientos. Juana
sólo utiliza la lengua de los antiguos conquistadores para mejor vender su
mercancía en la ciudad. El resto del tiempo departe con vecinos, familiares y
amigos en puro quechua.
El quechua, ese
idioma con que se comunicó el Imperio Inca, el de mayor extensión y poder de
todo el continente sudamericano hasta la llegada de los conquistadores
hispanos. Un idioma que aún se mantiene vivo, fresco y ágil, en el altiplano
boliviano, como conservado en las ventiscas de hielo que peinan sus cerros. Y
nada tiene esto que ver con la propaganda gubernamental, esa con que pretenden
epatar al extranjero, esa que les encumbra a la nación boliviana como adalid de
las razas ancestrales. Sí, el quechua ya se habla en colegios e instituciones,
en ministerios y zonas comerciales. Al menos debería hablarse. Pero cuando
transitas cualquier metrópoli comprendes que la realidad es muy otra, y el
indígena sigue siendo vilipendiado por todos aquellos que han hecho del comercio
modo de vida holgada y egoísta. La sociedad boliviana se debate en la
esquizofrenia. Socialismo al poder y yankees go home. Vacaciones en
Miami y modo de vida USA como horizonte por el que luchar. La ley obliga a que
ningún ciudadano quede desatendido por no conocer la lengua de los
conquistadores. Pero quienes viven en el altiplano, los habitantes de los
cielos, nunca conocieron otro idioma, y no por esta novedad legislativa tienen
más fácil acceso a una vida menos incómoda, más longeva. Como no hablo quechua
no puedo preguntarles qué preferirían, si seguir dialogando únicamente en su
idioma originario y permanecer anclados al esfuerzo y la altitud, o aprender
español y poder ver cubiertas sin tanto dolor sus necesidades básicas. Me quedo
con la duda.
Y así, arracimado
a la pausada floración del idioma nativo, intentando hallar pespuntes de vida
en las costuras que arañan los labios siglo y ayer de Juana, absorto en la
desconsolada belleza del paisaje colindante, las cerca de tres horas que emplea
el buscarril para llegarse desde Sucre hasta el apeadero de Vila Vila se
diluyen en un placentero paseo por la orilla de la bóveda celeste.
Vila Vila viene a
ser el punto intermedio del recorrido. No hay casas a la vista, ni calles, ni
senderos. Tan sólo la destartalada construcción que hace las veces de estación
ferroviaria, y en cuyas paredes apoyan su hastío numerosas mujeres que reciben
la llegada del vehículo casi saltando de los lugares que ocupaban, lanzándose
en pos de los viajeros que bajan a estirar las piernas, armadas de jugos,
empanadas, api, cuñapés (sí, aquí, tan lejos del trópico), y un sinfín de
artesanas viandas de veloz digestión y escueto precio. Así que me abro paso
entre las vendedoras que, al ver cómo pretendo ayudar a Juana a descender del
techo su aguayo, comienzan a reírse de manera estrepitosa y profieren palabras
que no comprendo, a pesar de ser su único destinatario. Juana me agradece
infinitas veces antes de internarse en la frondosidad del bosquecillo
colindante. Aún le queda un paseo cercano a los 10 kilómetros para llegar a su
casa, me explica Basilio. Una decena de kilómetros, a más de 3.000 metros de
altitud sobre el nivel del mar, con una edad matusalénica y un aguayo cargado
de cachivaches al que mis estimaciones adjudican un peso cercano a los 40
kilogramos. Adiós, Juana, un placer. Hasta llegar a Vila Vila, el viejo
Volkswagen ha devorado apenas la mitad del recorrido total, que es de unos 175
kilómetros. La velocidad del aparato la ha mantenido Basilio, de manera constante,
a unos 30 km/h. Al menos es lo que he podido advertir desde el privilegiado
lugar que ocupo en su interior.
No es baladí la
importancia del trabajo que realizan Basilio y su compañero, Carlos, que hace
el recorrido firmemente aferrado a lo que se supone el asiento del copiloto. Si
utilizásemos uno de esos modernos programas que, en internet, nos permiten ver
el trazado de nuestros periplos vía satélite, nos sorprendería lo retorcido,
enrevesado y caprichoso del que recorre el buscarril. Pero no es caprichoso.
Sólo responde a la necesidad de salvar, casi de manera constante, terrenos de
irregularidad obscena, para evitar una mala caída, un mortal traspiés. Esto no
siempre es cómodo. Basilio aparenta, quizás por ello, tan taciturno y poco dado
a más charla de la que emplea para saludar efusivamente a cada uno de los
labriegos que, sin previo aviso, en un recodo del camino frente al que el único
paisaje es el rebaño de nubes colindante, aparece manoteando el aire. Alguno de
éstos hace señas a Basilio para que aminore la marcha. Éste frena a pocos
metros de la estoica figura que, con sorprendente agilidad, salta al interior
del vehículo casi antes de que la puerta haya quedado definitivamente abierta.
Y no son pocas las ocasiones en que Basilio ha de detener el vehículo de manera
brusca, y Carlos debe apearse para retirar de entre los raíles peñascos
arrastrados por algún desprendimiento de tierra, e incluso algún que otro
cuerpo animal hinchado por la descomposición que, imagino, pasó sus postreras
horas a la espera de que algún caminante ocioso le restituyese el alimento y,
de paso, la vida.
A casi 4.000
metros de altura sobre el nivel del mar, rodeados sólo por la inmensidad
inabarcable de riscos y mesetas, sorprendidos ante la presencia lejana y
minúscula de aquel puente que, al cruzar en el inicio del recorrido, creímos
inacabable, esas personas que caminan como pastoreando los cielos, en el
epicentro de la nada más absoluta, me recuerdan aquellas figuras que, en la
infancia, veía caminando, al atardecer, las inabarcables llanuras castellanas.
En aquel entonces, a lomos del vehículo familiar, no podía dejar de preguntar a
mi padre: “¿A dónde van?, “¿de dónde vienen?”. A lo cual mi progenitor
respondía lacónicamente: “A trabajar”, “de trabajar”. Claro que yo nunca pude
imaginar dónde se ubicaría su lugar de trabajo. Pero más difícil es imaginarlo
en estos parajes bolivianos que rezuman soledad. Ni tan siquiera soy capaz de
atisbar los supuestos cultivos que proporcionen alimento a los habitantes de
estas regiones. Ni rastro tampoco de los animales de carga o tiro que les
debieran ayudar en sus labores campestres. Juana intentó, momentos antes de
llegar a Vila Vila, explicarme que la vida allá, en las alturas, no es tan
difícil como pueda aparentar. Yo no terminé de convencerme, y acusé a su escaso
conocimiento del idioma español la imposibilidad de explicarme los arduos
problemas a que, de seguro, han de enfrentarse los habitantes del altiplano
para mejor sobrellevar el día a día.
Abandonamos Vila
Vila. El estruendo comercial de las vendedoras de vituallas queda silenciado
por el ronroneo monocorde del buscarril. Juana, ni que decir tiene, desapareció
entre la arboleda sin siquiera decirme adiós. Pienso que ella porta en su
carácter la genética de la explotación, la que ha configurado el sufrimiento de
este pueblo desde hace siglos, configurándoles como personas de parca
expresividad y pronunciado silencio. Es inevitable pensar en esa genética de la
explotación que menciono, dirigiéndome, dentro del buscarril, hacia la ciudad
en que con mayor brutalidad fue aquella sufrida por sus habitantes: Potosí.
El vehículo
inicia un sosegado vaivén, al ritmo de ascensos y descensos en que se magnifica
el arpegio de terraplenes y simas. En ocasiones, el vértigo invade al viajero
poco avisado. Tales son los equilibrios que imagina debe hacer el conductor
para mantener el vehículo sobre unos rieles que se asoman a laderas imposibles
que fallecen, de manera abrupta, en lagos, lagunas, cursos fluviales. Alrededor
de estos es cuando comenzamos a descubrir los primeros signos de vida
organizada: pequeñas viviendas de adobe, enhiestos campanarios de feligresía
católica, sembradíos hortícolas profusos en color y variedad, niños incluso,
jugando a la ley de la gravedad. Con lentitud de cóndor ebrio vamos alcanzando
tierras más amables pero tal vez, qué le vamos a hacer, menos espectaculares.
Aún hay quien
pide parada en medio de la nada, y desciende trabajosamente del interior de la
vieja vagoneta. Por más que intento adivinar su recorrido, lo pierdo en el
primer recodo pedregoso.
Hasta que
arribamos a Betanzos y, ante la inminente parada de diez minutos que anuncia
Basilio, doy inicio a la manufactura de un cigarro y decido fumarlo, una vez
detenido el vehículo, en su compañía. Él acepta mi ofrecimiento de fumar tras
inquirir insistentemente si no es marihuana lo que inhalan mis pulmones. Le
tranquilizo haciéndole ver que sólo es tabaco. Acepta. Fuma en silencio. Le
explico que existe un pueblo en España de igual nombre, una localidad cercana a
la costa cantábrica. Él me relata la historia de rebelión y venganza de Miguel
Betanzos, el guerrero criollo.
Fumado el
cigarro, intercambiadas breves frases, nos encaramamos de nuevo al vehículo,
por la misma puerta –el viejo Volkswagen tiene el portón del conductor
indefinidamente sellado–. Abandonamos Betanzos y nos internamos ya, de manera
ineludible, en la extensa y, ahora sí, tediosa línea recta que nos conduce
hasta Potosí. Llegando a la ciudad arrecian los vertederos nacidos al albur
de las industrias de extracción mineral. Los flancos del recorrido se pueblan
de uralitas y miradas hoscas, a orillas de los raíles. Una negrura como de fin
del mundo asfixia el ambiente, y los ya escasos viajeros entran en un estado de
sopor macilento.
Tras unas horas
de travesía que amenazan dar al traste con lo bucólico del desplazamiento, al
fondo, recortando el firmamento con su doloroso perfil de hambre y avaricia,
aparece el Sumaj Orcko, el Cerro Rico que mis antiguos
compatriotas desvencijaron, en su orgía de rapaz codicia, para arrancar a la
Madre Tierra sus vísceras de plata, a efectos de enviarlas a la corte hispana
para que ésta pudiese pagar las deudas contraídas con la recién nacida banca
británica. Fue el inicio de esta loca carrera mercantilista de avasallamiento y
desguace a cuyos estertores me gustaría imaginar que estamos asistiendo.
Como presagiando
las malas vibraciones que aún enredan la brisa potosina, el cielo se torna
oscuro y el bus carril sufre una avería, casi a las puertas de la segunda
ciudad poblada por más de 100.000 habitantes más alta del planeta, entre
chabolas ruines y miradas envenenadas por la ociosidad de la pobreza.
Basilio resopla.
Mira hacia atrás, pronuncia unas palabras en quechua que sirven de acicate para
que los pocos oriundos despierten de su somnolencia y abandonen el vehículo,
retorna su mirada a mí a la par que recupera su habitual silencio, mira al
frente, da vuelta de nuevo a su cabeza, me sonríe y pregunta: ¿Me invitás otro
cigarro de esos? Creo que la avería va a llevar su tiempo.
En la televisión
ya no aparecen los riscos bolivianos, ni Basilio, ni Juana. Ya anda el
presentador embarcado en un nuevo viaje ferroviario de cartón piedra, en esta
ocasión por las estepas rusas. Creo que he dejado de mirar la pantalla en la
primera ocasión en que Basilio y el presentador se mostraban locuaces y
jocundos ante la cámara. Sé que no es real. Buena plata le habrán tenido que
pagar al conductor del buscarril para sonsacarle tantas palabras. A pesar de
todo, quiero pensar, Basilio continuará ejerciendo de conductor altiplánico,
comandante de ese navío ferroviario que sortea nubes y ayer, allá lejos, en
Bolivia. Porque, ya lo decía al inicio, en Bolivia el tiempo no pasa, y todo es
inmutable. Aunque, bien mirado, tal vez no sea que Bolivia es inmutable. Tal
vez sea sabia, y lo que hace es enseñarnos, con el ejemplo, que nada en la vida
cambia, por más que lo deseemos, por más que nos vaya la vida en ello. Que todo
es inmutable, o sea, y el tiempo se repite con la exactitud de los relojes.
Pablo Cerezal
(Madrid, 1972) es escritor, articulista y fotógrafo. Se estrenó en el panorama
literario con su novela Los Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012). Ha
publicado el volumen de crónicas Madrid-Cochabamba (cartografía del
desastre), escrito
conjuntamente con el autor boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Ediciones Lupercalia, 2016, España - Editorial
3.600, 2015, Bolivia).
Escribe los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Ha participado en la antología de poesía
erótica Erosionados (Origami, 2013), y en El Descrédito. Viajes Literarios en torno a
Louis-Ferdinand Céline (Lupercalia, 2013), que rinde homenaje al controvertido autor
francés, así como en Vinalia Trippers. Colabora con La Razón (Bolivia), El
País (España), Red Marruecos (Marruecos) y Esto
no es una revista (Argentina). En FronteraD ha publicado Vivir y morir en Benarés, Pequeño inventario de literatura yonqui.
Drogas y literatura, un paseo personal y Perdiendo el norte en Corea del Sur. Viaje
al país de la eterna primavera. En Twitter: @pablo_cerezal
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De FRONTERAD,
semana del 08 al 14 de julio, 2016
Fotos: Pablo
Cerezal
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