Friday, July 8, 2016

Los muertos desaparecen, los muertos permanecen

THOMAS MACHO

La sociedad en la que no existe la muerte: una ficción
de Elias Canetti


En 1964 Elias Canetti elaboró un catálogo de sociedades ficticias, todas ellas caracterizadas por una pequeña desviación, por un elemento extraño: formas de vida en las que algún detalle se diferencia totalmente del mundo conocido. Muchos años antes Canetti ya había escrito dos dramas que eran representaciones de tales sociedades: una sociedad en la que están prohibidos los espejos (La comedia de la vanidad, 1933-1934) y una sociedad en la que las personas conocen la duración de sus vidas y llevan por nombre el número de años que les han sido asignados (Los emplazados, 1952-1953). El escritor, que definía a Jorge Luis Borges como su “antípoda”, exponía el fantástico espectro de esos experimentos mentales, carentes de intención utópica o apocalíptica, pero no los llevaba a cabo, no los desarrollaba. Se limitaba a enumerar, por ejemplo, una “sociedad en la que las personas ríen en vez de comer”, una “sociedad en la que todos enseñan a hablar a un animal que después habla por ellos”, una “sociedad en la que se pinta a todas las personas y cada quien reza a su retrato”, una “sociedad en la que los buenos apestan y todos se apartan a su paso”, una “sociedad en la que todas las personas duermen de pie, en medio de la calle, sin que nada les moleste” o una “sociedad en la que las personas pueden ser a voluntad viejas o jóvenes y cambiar de un estado a otro” (La provincia del hombre: 1942-1972, 1973).


En ese contexto, Canetti menciona también una “sociedad en la que las personas desaparecen, pero nadie sabe que están muertas, no existe la muerte, no hay palabra para nombrarla, todos viven contentos”. Esta última expresión es ambivalente, “viven contentos” puede significar asimismo que se dan por contentos, sin decir nada, sin ser conscientes. Canetti no dejaba de reivindicar con vehemencia un mundo sin muerte, pero no un mundo en el que nadie conoce la muerte; habría rechazado un mundo sin ausencia, añoranza y duelo, en el que no se echa de menos a nadie. Por más que respetara el deseo de desaparecer como persona sin dejar huella, no podía, como escritor, aceptar el silencio, el mutismo y la desaparición de los muertos. El escritor sabe que un ser vivo, cuando muere, no desaparece sin más, sino que permanece: como cadáver, como recuerdo. Sabe también que lo que permanece no es invariable, sino que se transforma; los cuerpos muertos se transforman, se descomponen del mismo modo que se descomponen los recuerdos. Los cuerpos pueden sufrir transformaciones pasivamente y también otras que se pueden inducir activamente; éstas no constituyen un límite antropológico u ontológico, sino material, y son la condición previa de un esfuerzo creador. No me sorprendería que se demostrara que también algunos grupos de primates entierran a sus parientes; y menos aún me sorprendería que se demostrara (algo que parece, por otra parte, probable, a la luz de los descubrimientos arqueológicos) que algunos grupos humanos olvidan a sus muertos. Algunos muertos permanecen, otros desaparecen. Una persona viva puede o bien distanciarse de la única posible experiencia de la muerte a la que tendrá acceso alguna vez, o bien darle forma de manera práctica, por ejemplo acompañándola de acciones técnicas, rituales o artísticas. Puede escenificar y a la vez materializar simbólicamente los procesos de transformación materiales y mentales, en forma de duelo o de viaje del muerto a otro mundo, por ejemplo.


Momias en el museo: ¿obscena exhibición de cadáveres
o interés científico
?


Hace algunos años fueron descubiertas en el antiguo Arsenal de Mannheim diecinueve momias que llevaban almacenadas allí –envueltas en papeles y cartones– más de cien años. Una feliz coincidencia para el museo: los muertos, sin duda olvidados, podían ahora ser objeto de exámenes e investigaciones minuciosos. Haciendo uso de todos los medios de la medicina y la biología modernas –desde la tomografía computarizada hasta el análisis genético–, se pudieron establecer no sólo las respectivas técnicas de momificación, sino también el sexo, la edad, las enfermedades y las causas de la muerte. Estas momias fueron exhibidas (hasta el 18 de mayo de 2008) en la exposición “Momias. El sueño de la vida eterna”. En la exposición de Mannheim se podían ver en total setenta cadáveres conservados de humanos y animales, pertenecientes a distintas culturas y épocas, entre los que se encontraban, por ejemplo, una momia femenina del tiempo de los incas, una momia infantil peruana, el cuerpo de un joven chileno resecado por el desierto de Atacama, cabezas momificadas de Nueva Zelanda y del antiguo Egipto, la “joven de Windeby” (Schleswig-Holstein), una mujer de nombre conocido: Veronica Skripetz (1770-1808), una familia hallada en una iglesia húngara y, por último, algunos animales momificados: un mamut del periodo glacial, un hurón, un mono, un gato.


El proyecto desencadenó algunas críticas. Por ejemplo, Dietrich Wildung, egiptólogo y director del Museo Egipcio de Berlín, afirmó en una entrevista radiofónica: “... la muerte y el trance de la muerte son asuntos profundamente privados, profundamente personales que no pueden exponerse a los ojos de un amplio público. Por ello quisiera equiparar la muerte y el trance de la muerte con la procreación y el nacimiento, que son también experiencias personales muy íntimas, muy privadas, y, quizás suene un poco exagerado, pero nuestra actitud respecto a la procreación, respecto a la sexualidad en definitiva, que podríamos calificar aquí realmente de obscena, ya que ha sido arrastrada hace tiempo a la esfera pública, me ofrece el modelo conceptual para calificar de obsceno el modo en que en esta exposición de Mannheim se trata el cuerpo humano, el cadáver; es en cierto modo pornografía con momias. [...] Así como se afirma que ‘el sexo vende’, se puede afirmar también que ‘la momia vende’. Hacer público lo que no pertenece al ámbito de lo público posee un cierto atractivo excitante [...], pero creo que aquí se ha traspasado el umbral de la piedad y se están conculcando los derechos de la personalidad, que siguen siendo vigentes aún cuando la persona lleve muerta en algunos casos miles de años”.


A la indignación retórica de Wildung, se puede replicar inmediatamente que la idea de una muerte privada, personal, invisible e íntima no aparece hasta la modernidad. Apoyándose en esa idea, la muerte fue idealizada como “sueño eterno”, al tiempo que se criticaba severamente toda escenificación religiosa, colectiva y ritualizada del momento de la muerte. La muerte, la inhumación y el duelo vienen siendo expulsados del ámbito público desde finales del siglo XVIII. En un ensayo sobre la obra de Nikolái Leskov y la crisis de la narrativa moderna, Walter Benjamin afirma incluso que la sociedad burguesa “con actos higiénicos y sociales, privados y públicos, ha creado un efecto secundario que tal vez inconscientemente era su objetivo principal: proporcionar a la gente la posibilidad de abstenerse de mirar a los moribundos. El trance de la muerte, antaño un acontecimiento público y sumamente ejemplar en la vida del individuo [...], el trance de la muerte se va apartando cada vez más del mundo perceptible de los vivos. Antes no había ninguna casa, casi ninguna habitación en las que no hubiese muerto ya alguien. [...] Hoy los ciudadanos son arrendatarios interinos de la eternidad en espacios que no han sido tocados por la muerte, y cuando se acerca su fin, los parientes los depositan en sanatorios u hospitales”.


Estetización y provocación


Pocos años después, el diagnóstico de Walter Benjamin de 1936 hubiera resultado una miscelánea nostálgica. Quien podía morir en el sanatorio o en el hospital era afortunado. Su vida habría podido terminar también en la guerra, bajo una lluvia de bombas, en la cárcel, en la huida o incluso –casi inadvertidamente– en el campo de concentración, fuera por completo del “mundo perceptible” de los vivos. Que toda la nación, en definitiva, pudiera afirmar tras el final de la guerra que no había percibido la muerte administrada a seis millones de personas en los campos de concentración demuestra no sólo una gran disposición para la negación psíquica, sino también la efectividad de las medidas de ocultamiento que a partir de 1942 constituyeron el objetivo de las operaciones de la “Aktion 1005”. La capacidad para no percibir ni la muerte de los otros ni el peligro de la muerte propia fue literalmente entrenada ya en los años cincuenta. A ese entrenamiento se debe la “incapacidad para el miedo” a las armas atómicas, esa “ceguera apocalíptica” colectiva que denunciaba tan enérgicamente el filósofo Günther Anders. La muerte se convirtió en tabú, en “asunto privado”, y quien intentaba defenderse contra esa tabuización era incluido inmediatamente dentro del existencialismo francés, con sus debates, manifiestos, películas, clubes y canciones.


En cierto modo, la tabuización de la muerte prolongaba aquellas estrategias de los comandantes de los campos de concentración y de los asesinos de masas –que han vuelto a ser traídos a la memoria hace poco por la aterradora novela de Jonathan Litell Las benévolas (2007)– encaminadas a hacer que los muertos desaparecieran literalmente. Quemados como cuerpos, borrados como nombres. Hasta el último tercio del siglo XIX no empezó el arte a mostrar de nuevo la muerte y los muertos. Fotógrafos como Jeffrey Silverthorne, Hans Danuser o Andrés Serrano publicaron retratos y estudios de detalle realizados en depósitos de cadáveres. Arnulf Rainer usó fotografías de rostros de muertos como soporte para su pintura (1979-1980). Gregory Fuller criticó en su momento las pinturas con muertos, sirviéndose de argumentos parecidos a los que se hicieron valer en el caso de la exposición de momias de Mannheim: “Rainer pasa por alto la individualidad de los muertos, por más que mediante su estetización les otorgue un nuevo papel que no habrían podido alcanzar en vida. [...] No respeta su callada dignidad, no los toma en cuenta, los vuelve a extinguir por segunda vez. Los indefensos son estetizados sin haberlo pedido”. El fotógrafo Joel-Peter Witkin ha dado pie también a sonados escándalos y prohibiciones con sus naturalezas muertas realizadas con partes de cadáveres, por ejemplo con la foto Le Baiser (1982), para la que el artista seccionó la cabeza de un cadáver y unió las dos mitades en un beso.


A comienzos del otoño de 2007 se inauguró la exposición “Six Feet Under – Autopsia de nuestra relación con los muertos”, en el Museo Alemán de Higiene de Dresde. Esta exposición, que había acogido antes el Museo de Arte de Berna, documentaba la variedad del nuevo interés artístico por los muertos. En ella no sólo las imágenes tenían una importancia central, sino también los objetos, los testimonios y las huellas de los muertos. Se pudo ver, por ejemplo, Entierro, un trabajo de la artista mexicana Teresa Margolles (1999). Se trata de un sencillo bloque de hormigón de 20 x 60 x 40 cm, con una cavidad hermética que contiene el cadáver de un feto. Normalmente, el feto abortado no habría sido enterrado, sino hecho desaparecer.


Margolles cumplió el deseo de una amiga de darle a esa vida que no pudo ser vivida –posteriormente al menos– un lugar digno. Entierro es, pues, asimismo una lápida: el arte se funde –como en sus comienzos– con el culto a los muertos, se vuelve otra vez práctica mágica, como en las fotografías en color On Giving Life de Ana Mendieta (1975), en las que se puede ver a la artista acostarse desnuda sobre un esqueleto con una calavera rosa de cera. ¿Expresión del anhelo de una magia arcaica de resurrección o sólo una cita consecuente de las técnicas de conservación mediales?


Destabuización radical


El título de la exposición –“Six Feet Under”– es él mismo una cita: alude a una celebrada serie de televisión estadounidense que se emitió en cinco temporadas, de 2001 a 2005. Fue producida por Home Box Office, una emisora de pago, y Alan Ball, ganador del Oscar al Mejor Guión por Belleza americana y autor de la mayoría de los episodios. La serie trata de la familia Fischer y de su empresa de pompas fúnebres. El subtítulo alemán de la serie –Siempre hay alguien que se muere– refleja el humor negro que caracteriza la serie. ¿Una empresa de pompas fúnebres como escenario de una serie de televisión? Esa elección se corresponde con una tendencia que ha pasado del cine –como muy tarde a partir de El silencio de los corderos (1991), de Jonathan Demme– a las emisoras de televisión: la destabuización radical de la muerte. Mientras tanto son ya numerosas las series que se desarrollan en medios relacionados con las técnicas de investigación criminal, los institutos forenses o la medicina de cuidados intensivos. Muestran lo que antes sólo se podía mostrar a un público especializado: cadáveres, autopsias, embalsamamientos, entierros. Incluso el trauma de la muerte aparente, del entierro en vida, ha encontrado entretanto a su maestro en el director Quentin Tarantino (en Kill Bill 2).


El entierro prematuro de Edgar Allan Poe no deja de ser ciertamente una fantasía terrorífica que resulta poco realista bajo las condiciones de la medicina moderna. Pero, en general, sigue siendo válido que lo que llega a la televisión no es totalmente ajeno a la realidad. También el ramo de las funerarias se ha dado cuenta entretanto de las posibilidades actuales de su negocio –siempre hay alguien que se muere– y las ha traducido en una amplia oferta de nuevas prácticas, que, con una mezcla de sadismo y empatía, no tienen ya como destinatarios únicamente a los deudos, sino a los mismos individuos, que son invitados con éxito a anticipar y a planear estratégicamente la ceremonia de su entierro o la forma de su última morada. Hace tres años, el inventor californiano Robert Burrows solicitó la patente de una “lápida-video”. La lápida tiene en la parte delantera una pantalla impermeable y una cavidad interior que permite albergar un aparato reproductor –video, DVD, ordenador– . “He equipado la lápida-video además con una cámara y un micrófono. De este modo, los visitantes pueden grabar sus propios comentarios o dejar mensajes para otros visitantes que se acerquen al cementerio”, comenta Burrows.


En los últimos años, en Alemania aumentan considerablemente los entierros anónimos, en el bosque o en el mar. En ellos, la ceniza del muerto se entierra a los pies de un árbol en un bosque natural. Los “bosques-cementerio” aparecieron a mediados de los noventa en Suiza y desde hace algunos años se encuentran también en Alemania. En el caso del entierro marino, la ceniza es arrojada al agua más allá de la zona de tres millas por compañías navieras especializadas en este tipo de ceremonias. Al mismo tiempo, se combate y se critica la ley que prohíbe la conservación de las urnas por personas privadas en Alemania; actualmente ya se puede saltar uno en parte la prohibición –por ejemplo mediante el uso de “amuletos cinerarios” de plata como los que, remitiéndose al culto a las reliquias cristiano, ofrecen algunas funerarias–. Por lo visto, el muerto ya no necesita ninguna sepultura para sus huesos; el recuerdo no se siente ligado a ningún cementerio o tumba concretos. La última morada de nuestra era no se encuentra sin embargo en ningún cementerio, sino cada vez más en Internet. En la red se han establecido “salones de la memoria” multimediales que recuerdan a los muertos. La eternidad temporal cede el paso a la extensión espacial. Las necrológicas flotan como incontables moléculas en las corrientes de datos electrónicas, para causar de vez en cuando impresión como huellas. O para dar testimonio de sistemas de relaciones exactamente definidos.


Protesta política


¿Pero quién quiere sobrevivir en uno de esos “salones de la memoria” de diseño ingenioso y múltiples colores? ¿Quién sueña con la vida eterna en Internet? El proceso de la progresiva destabuización de la muerte, que se ha impuesto en la fotografía, el arte, el cine, la televisión o Internet, permanece fiel en un punto a la tendencia del siglo XIX que Walter Benjamin diagnosticó tan agudamente: la concreta materialidad de la muerte, su aterradora extrañeza sigue estando excluida. La vieja promesa de la resurrección de la carne, que ha marcado la cultura europea de los últimos dos milenios, no se renueva. Quien quiere creer en una vida tras la muerte busca orientación en éxitos de ventas esotéricos sobre experiencias cercanas a la muerte, se interesa por el espiritismo o los espectros. No es casual que los muertos en esos nuevos mundos de creencias se parezcan a imágenes, fotografías o películas; son más evanescentes que cualquier reliquia, incorpóreos, mudos e inodoros como los ángeles. Mientras que las danzas macabras de los siglos XVI y XVII trataban de superar la experiencia de la peste –y para ello no eludían mostrar justamente la aterradora imagen de los muertos, con sus gusanos y sus colgajos de carne–, las nuevas “danzas macabras” son tan estériles como las salas de autopsia, las cámaras frigoríficas en el depósito de cadáveres y las brillantes pantallas de los medios.


En este punto, los mundos de la cultura mediática de Europa occidental y Norteamérica no tienen nada que ver con las experiencias totalmente distintas del Sur y del Este. Teresa Margolles, cuyo trabajo se ha mencionado anteriormente, no es sólo artista sino también médico forense. No se interesa por la muerte y la variedad de sus significaciones históricas; lo que le importa son los muertos. Su atención no se dirige a los muertos de los tiempos pasados, los muertos en general, sino a los muertos actuales de su entorno: las víctimas de la violencia social, las víctimas de las guerras de la droga y entre bandas rivales, las víctimas de la prostitución y de la trata de blancas, las víctimas de la policía y de los guardias fronterizos, del terror militar y paramilitar, las víctimas de la pobreza y el hambre, del sistema sanitario. La muerte como muerte “natural”, como muerte voluntaria, como “muerte de los filósofos”, desde el platónico-medieval “ars moriendi” hasta el “anticiparse hacia la muerte” de Heidegger, no viene aquí al caso. A los institutos forenses de la Ciudad de México no llega ningún muerto sublime, ningún rostro idealizable que invite a un “último retrato”, no llega, literalmente, ningún cadáver “hermoso”.


Recuerdos abstractos en el medio del arte que son a la vez formas de expresión de una protesta política constituyen la condición previa para establecer un recuerdo concreto, por ejemplo mediante el levantamiento de un monumento fúnebre. Pero ¿cómo se puede otorgar a los muertos una voz que no se pueda desoír? Un año después de Entierro, Teresa Margolles dio una respuesta de lo más radical a esa pregunta con su proyecto probablemente más controvertido: Lengua (2002). La lengua disecada con su llamativo piercing perteneció a un joven drogadicto que fue apuñalado en las calles de la Ciudad de México. La madre del joven no se podía permitir un entierro aceptable y por eso Margolles le propuso el siguiente trato: la lengua a cambio de los costes del entierro. “Como primera reacción me dio una bofetada. Cuando se calmó y me pudo escuchar, comprendió el sentido de mi petición. No sólo la aceptó sino que vino con los amigos de su hijo a la inauguración de la exposición. Se dio cuenta de que era la única posibilidad de hablar de la degradación social en la que vivimos y, tal vez, de que la muerte de su hijo no quedara impune”. Esa lengua no está muda. Como único resto de un cuerpo, habla sin cesar del desperdicio de una vida. Desmiente una desaparición de los muertos a la que se privó de todo impulso utópico hace ya mucho tiempo.


Thomas Macho
(Viena, 1952) es catedrático de Historia de la Cultura de la Universidad Humboldt de Berlín desde 1993 y actualmente fellow del Instituto Internacional de Investigación de Tecnologías Culturales y Filosofía de los Medios de la Universidad Bauhaus de Weimar. Organizó, con Kristin Marek, el simposio “La nueva visibilidad de la muerte”, y en 2007 publicó un amplio volumen con el mismo título.

Traducción del alemán: Luis Muñiz
Copyright: Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion
Diciembre 2008

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De HUMBOLDT, publicación del Instituto Goethe, 2008


Fotografía: Andrés Serrano/Dos Cristos

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