Friday, July 1, 2016

JOHN HERSEY/EL RESPLANDOR

ANA FORNARO

“En una mañana clara y sin nubes, la muerte cayó del cielo y el mundo cambió”. La frase, cargada de impunidad poética, fue pronunciada por Barack Obama hace dos semanas en memoria de las víctimas de Hiroshima. A pesar del tono sentido y la arenga antinuclear, la primera visita de un presidente estadounidense a la ciudad destruida por la bomba atómica el 6 de agosto de 1945 quedó reducida a una declaración de buenas intenciones. Y volvió a remover el avispero. No se pidió perdón por los 150 mil muertos –más de la mitad de la población– ni por las miles de personas afectadas de por vida por la radiación. Obama habló de responsabilidades compartidas y de mirar a los ojos a la historia. Pero no cuestionó la decisión de Estados Unidos de bombardear civiles. Tampoco se explayó sobre la segunda bomba de Nagasaki, lanzada tan sólo tres días después, cuando los sobrevivientes de Hiroshima aún no entendían qué los había golpeado, cuando los cuerpos destrozados todavía humeaban por las calles sin ningún tipo de ayuda oficial. Fueron 80 mil muertos más. “Había que acortar la agonía de guerra, era la única forma de salvar miles de vidas estadounidenses”, justificó entonces el presidente Harry S. Truman. Décadas después se supo, gracias a la desclasificación de los archivos del último año de la Segunda Guerra Mundial y a testimonios como el del propio Eisenhower, que Japón ya había sido derrotado semanas antes de la bomba y que el emperador Hirohito estaba listo para darse por vencido. La decisión de Estados Unidos, por lo tanto, antes que un golpe de gracia a Japón fue una demostración de fuerza para los soviéticos.

Aunque hoy se conocen los pormenores dramáticos de Hiroshima y Nagasaki, en la inmediata posguerra la información que circulaba sobre las bombas y sus efectos era escasa o nula y la percepción de los estadounidenses iba en consonancia con el discurso oficial. La frase, repetida hasta al hartazgo y atribuida al copiloto del bombardero Enola Gay, “Dios mío ¿qué hemos hecho?”, flotaba en el vacío. Durante meses, a pesar de los cables de las agencias internacionales, no se pudo conmensurar el alcance real –humano– de esa decisión. Hasta que un reportaje lo cambió todo. El 31 de agosto de 1946, la revista The New Yorker sacudió a la opinión pública norteamericana del letargo tirando su propia bomba. Escondido detrás de una tapa con un dibujo primitivista que no sugería nada, y justo después de la cartelera de teatro, aparecía “Hiroshima”, de John Hersey. Por primera vez, el hongo de las fotos y su devastación, esa victoria, eran contados desde la perspectiva de las víctimas. Los estadounidenses –y buena parte de mundo– se enterarían del miedo, de las laceraciones, del ardor, del desasosiego. Conocerían los detalles de ese “resplandor silencioso” que marcó a fuego sus propias sombras. Recorrerían las vidas japonesas y verían las imágenes del horror incomprensible a través de los ojos de seis sobrevivientes, los protagonistas de “Hiroshima”.

La decisión de la revista de dedicar –por primera y única vez en su historia– un número entero a un artículo de 150 páginas tuvo una respuesta proporcional a su gesta: la publicación se agotó a las horas, el reportaje completo fue leído en las radios, y los periódicos y demás publicaciones lo reseñaron como si no se tratara de la competencia. El propio Albert Einstein, cuyos descubrimientos fueron capitales para la confección de la bomba y quien se transformó en una de las voces más críticas de su uso, pidió a sus colegas de la Universidad de Princeton que compraran mil ejemplares para repartir entre los alumnos. Todos tenían que leer esa historia cruda y deslumbrante que luego se publicó como libro. Pero a pesar de dar la vuelta al mundo y ser considerado uno de los reportajes más importantes del siglo XX, durante muchos años Hiroshima fue un incunable para los lectores de habla hispana. La primera traducción al castellano fue argentina, se publicó en 1962 en la colección Los libros del Mirasol, y luego se esfumó. Más de medio siglo después, Hiroshima vuelve a circular en el país, esta vez con traducción y prólogo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez y con un capítulo extra: “Las secuelas del desastre”, que Hersey escribió cuarenta años después de aquella primera inmersión en el espanto.

DEBAJO DE LOS ESCOMBROS
Pasaron 70 años de aquel número total de The New Yorker y la leyenda sobre el origen del reportaje sigue intacta: no fue una genialidad solitaria sino el fruto del trabajo de Hersey con el editor William Shawn y con Harold Ross, el mítico fundador de la revista, y editor tan riguroso como camaleónico. Hersey, que había sido corresponsal de guerra en Asia y Europa para la revista Time, hizo un extraño arreglo con The New Yorker y Life (dos publicaciones que competían entre ellas) y partió unos meses a China y a Japón para buscar historias de posguerra. Tenía 32 años, acababa de ganar el Pulitzer por su novela Una campana para Adano, sobre la invasión de las tropas estadounidenses a un pueblo de Sicilia, y llegó a Hiroshima con una misión: olvidarse de los escombros de la ciudad y concentrarse en quienes habían quedado debajo. “Shawn y yo queríamos que el artículo se centrara en describir el poder destructivo de la bomba. Y nos dimos cuenta que nunca se había hablado del impacto que había tenido sobre las personas. Sólo se hablaba de pérdidas materiales, de la destrucción de los edificios”, dice Hersey en una entrevista de 1986 con The Paris Review. ¿Pero de qué personas hablar? ¿Cómo reconstruir una tragedia a partir de las víctimas? A Hersey se le prendió la lamparita leyendo El puente de San Luis Rey, una novela que le prestaron mientras viajaba por China unas semanas antes de llegar a Hiroshima. Allí, el escritor Thornton Wilder reconstruye la caída de un puente en Perú y lo hace a partir de cinco personajes que murieron en el accidente. La estructura, la polifonía, los viajes en el tiempo de la narración: todo era perfecto para contar su historia. Pero lo de Hersey no era ficción y necesitaba personajes vivos que estuvieran dispuestos a recrear lo indecible durante horas y que además, claro, hablaran en inglés. Y entonces hizo algo bastante parecido a un casting. Luego de leer un artículo publicado en un diario católico, donde el cura alemán Whilelm Kleinsor contaba su experiencia como sobreviviente de la bomba, lo contactó y éste le presentó a unas cincuenta personas, a las que entrevistó durante tres semanas. Cuando tuvo todo el material, eligió a sus seis protagonistas: la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, el doctor Masakazu Fujii, dueño de una clínica privada, la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, el doctor Terufumi Sasaki, joven miembro de la Cruz Roja, el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima y el propio Kleinsor, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús.

De vuelta en Nueva York, se encerró tres semanas más a escribir y luego vendrían las jornadas maratónicas de edición, donde Ross jugó un papel fundamental, sugiriéndole unos doscientos cambios al texto: “Me debo haber pasado diez horas durante veinte días seguidos con Ross y Shawn. La forma de editar de Ross era hacer preguntas en los márgenes de los borradores. A veces te cuestionaba una sola palabra y cuando te sugería un cambio era exactamente lo que ya habías pensado. Era como un Zelig de la edición, capaz de pensar en el vocabulario de cada escritor con quien trabajaba, de convertirse en él”, cuenta Hersey. Fue Ross quien tuvo la idea de arrancar el texto con la datación y locación exactas de cada personaje, dándole un tono y un ritmo que se mantendrá durante toda la narración, convirtiendo el comienzo de “Hiroshima” en uno de los más emblemáticos de la historia del periodismo.

MEMORIA ATÓMICA
“Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, el 6 de agosto de 1945, hora japonesa, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino. En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el Asahi de Osaka en el porche de su hospital privado, suspendido sobre uno de los siete ríos del delta que divide Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obstruía el sendero de la defensa de incursiones aéreas...”. Así, con pulso quirúrgico, comienza la reconstrucción del desastre a partir de elementos cotidianos que llevan al lector a viajar a Hiroshima y a esas vidas ajenas que se irán transformando en cercanas. El reportaje inicial está dividido en cuatro capítulos: “Un resplandor silencioso”, “El fuego”, “Los detalles están siendo investigados” y “Matriarca y mito salvaje”. Esa fue la estructura que encontró Hersey para hacer un recorrido cronológico, aunque fragmentado, por el primer año de los seis sobrevivientes a partir del momento en que el Enola Gay arrojó a “Little Boy”. Los habitantes de Hiroshima, una de las pocas ciudades japonesas que aún no había sido bombardeada durante la guerra, esperaban con pavor a los bombarderos estadounidenses B-29 en una rutina de alarmas y simulacros. Que no sirvieron para nada. Además de la destrucción, las imágenes de muerte y la desesperación, lo que primó, en un principio, fue la perplejidad: nadie podía nombrar ni explicar lo que estaba sucediendo. No tenían punto de comparación. A pesar de que sus cuerpos fueron sometidos a una fuerza descomunal, sepultados por los escombros, a pesar de que vieron volar todo por los aires, nadie escuchó una explosión. ¿Era una bomba? Sólo vieron lo que algunos describen como un flash, otros como un destello, otros como un resplandor. A las pocas horas comenzó el fuego. Algunos pensaron que lo arrojado era un polvo de magnesio que explotaba al entrar en contacto con la electricidad. Luego comenzó a gotear algo del cielo: “La señora Nakamura mantuvo a sus niños bajo el paraguas. Las gotas se volvieron demasiado grandes para ser normales y alguien gritó: ‘Los norteamericanos están arrojando gasolina. ¡Nos van a quemar!”. Pero no era gasolina, era lluvia, una lluvia pesada y tóxica producto de la condensación generada por el hongo.

Hersey tomó varias decisiones clave a la hora de construir este relato. Una de ellas fue que su voz pasara lo más desapercibida posible –prácticamente no hay opinión, aunque sí muchos datos de contexto producto de su investigación– y que los personajes fueran definidos a partir de sus acciones. En todo el reportaje hay una suerte de grado cero de la escritura. No hay un análisis de psicologías ni se echa mano a los monólogos interiores sino que el lector va conociendo a los protagonistas a partir de sus reacciones, de sus historias de vida anteriores a la bomba y de las maneras que encontraron para salir adelante, es decir, para seguir viviendo. Aunque este es un relato profundamente moral –sus protagonistas actúan en función de lo que les parece que está bien o mal– no es una historia moralista. Hersey no juzga a sus personajes. No los enaltece ni los denigra, simplemente los coloca en medio de sus circunstancias. Todos los protagonistas tienen sus dobleces, sus vicisitudes. No hay una idealización de la víctima aunque sí mucha empatía. El periodista logra algo dificilísimo: acercar al lector occidental la mirada japonesa, su cultura e idiosincracia –tan marcada por el sentido del deber– sin caer en el exotismo ni en generalizaciones. Esto puede explicarse por la historia del propio Hersey quien, como hijo de misioneros católicos, nació y vivió en China hasta los 11 años antes de instalarse en Estados Unidos, lo que le daría una visión muy personal y de permanente extranjería. Por eso en “Hiroshima” se logra mostrar a ese “otro” prácticamente sin mediaciones y a su vez sin transcribir directamente sus testimonios. Es un trabajo de reconstrucción monumental a partir de la memoria, siempre tan llena de lagunas, siempre tan caprichosa, pero que nunca pierde rigor periodístico. Para esto, el uso que el escritor hace del lenguaje es fundamental. Hersey tiene una prosa seca, con filo, donde lo importante no es tanto decir como mostrar. Hersey nos permite ver. “El señor Tanimoto, temiendo por su familia y su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta más corta: la autopista de Koi. Era la única persona que entraba a la ciudad; se cruzó con cientos y cientos que escapaban de ella, y cada uno de ellos parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían las cejas quemadas y la piel les colgaba de la cara y de las manos. Otros, debido al dolor, llevaban los brazos levantados, como si cargaran algo en ambas manos. Algunos iban vomitando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían trazado dibujos que parecían prendas de vestir, y sobre la piel de algunas mujeres –puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel– se veían las flores de sus kimonos. A pesar de sus heridas, muchos ayudaban a los parientes que peor estaban. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente y en silencio, sin expresión alguna en el rostro”.

La elección de sus personajes también es sumamente significativa: los seis pertenecen a distintas clases sociales y padecen sus condicionamientos. Aunque todos fueron afectados por la misma bomba, algunos gravemente heridos, otros sin un rasguño, no es lo mismo una víctima pobre que una rica, la viuda de un sastre con tres hijos que un médico dueño de una clínica. No es lo mismo ser un sacerdote alemán que un pastor metodista japonés, aunque ambos compartan la fe cristiana. Los “hibakusha” –que literalmente quiere decir “personas afectadas por una explosión” y no “sobrevivientes”– no son todos iguales. Unos pudieron salir adelante porque eran herederos, otros padecieron la miseria hasta recibir, décadas después, algunas reparaciones del Estado, el gran ausente de esta historia. “Las secuelas del desastre”, el reportaje añadido en 1986 como último capítulo del libro, es ese sentido, iluminador. Y dolorosamente desesperanzado. Para la época en que Hersey volvió a Hiroshima, ya se habían desclasificado algunos archivos, la Guerra Fría había multiplicado los despliegues nucleares y aquel 6 de agosto quedaba muy lejos. Pero el periodista nunca abandonó a su historia, documentando hasta el final de su vida eso que llamó “la larga sombra de Hiroshima”. Una oscuridad que, como bien demostró Obama con su expresión “la muerte cayó del cielo”, prevalece hasta nuestros días.

VIEJO NUEVO PERIODISTA
Hersey murió en 1993 dejando una vastísima obra, que en castellano es prácticamente desconocida. Con más de veinte libros publicados, fue uno de los pioneros en utilizar herramientas de la ficción para contar historias reales y a su vez solía documentarse minuciosamente para construir sus novelas, casi todas inspiradas en sus reportajes como cronista de la Segunda Guerra. Antes de brillar con Hiroshima, Hersey ya se había hecho muy conocido por su libro Joe is home now donde, a partir de los testimonios de 43 soldados, construye un personaje que encarna las fisuras emocionales de los combatientes y su dificultad para insertarse nuevamente en la sociedad civil. Fue la primera vez que en Estados Unidos se hablaba sobre el estrés postraumático de la guerra, un tema que volvería años después con los veteranos de Vietnam. Pero fue el reportaje “Survival”, sobre la experiencia de un joven y heroico John F. Kennedy al mando de la torpedera PT-109 el que lo lanzó a la fama. Esa historia, transformada en película hollywoodense, fue crucial para la carrera política del futuro presidente.

Dos años después, en 1945, Hersey se ganó el Pulitzer, quedando consagrado como un gran contador de historias. No así como un gran prosista. A pesar de los galardones, la crítica siempre le echó en cara que su escritura estaba demasiado viciada por el periodismo. Le faltaba vuelo, inventiva. Su narrativa era muy dura y le sobraba precisión. Sin embargo, en el otro bando, el de los periodistas, decidieron apropiárselo. Tanto es así que ya es un lugar común decir que Hersey fue un precursor del Nuevo Periodismo estadounidense, esa banda encabezada por Tom Wolfe y Hunter S. Thompson que a partir de la década del ‘60 forzó los límites del género hasta volverlo una experiencia literaria alucinada. Pero Hersey siempre intentó distanciarse de ese grupo. Para empezar había una cuestión generacional. Sus preocupaciones siempre fueron más históricas que estilísticas, aunque se valiera conscientemente de los trucos ficcionales. Y segundo, su compromiso social –durante toda su vida acompañó a los activistas por los derechos civiles y se opuso públicamente a la Guerra de Vietnam, entre otras decisiones del gobierno estadounidense– le exigía una rigurosidad que él no veía en los llamados nuevos periodistas. “Es verdad que fui uno de los primeros en empezar a experimentar con las técnicas de la ficción aplicadas al periodismo. Si bien creo que el Nuevo Periodismo fue un movimiento que abrió mucho el juego al lograr que lectores se identificaran con las personas y acontecimientos, pienso que luego se contaminó por un par de cosas. Primero, los trucos de la ficción tentaron a algunos escritores a cruzar la frontera, a pasar del periodismo a la invención. Y segundo, sus voces se hicieron cada vez más fuertes, la subjetividad salió demasiado a la superficie y la figura del periodista terminó siendo más importante que la historia que se contaba”, explicó seis años antes de morir en The Paris Review. En esa misma entrevista, donde cita varias veces a Gabriel García Márquez, revela que fue justamente la necesidad de dejar hablar a los demás que hizo que eligiera una voz tan apaciguada en Hiroshima, esa obra que, no casualmente, fue su manera de despedirse del periodismo.

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De RADAR/PÁGINA 12, 12/06/2016

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