“En una mañana
clara y sin nubes, la muerte cayó del cielo y el mundo cambió”. La frase,
cargada de impunidad poética, fue pronunciada por Barack Obama hace dos semanas
en memoria de las víctimas de Hiroshima. A pesar del tono sentido y la arenga
antinuclear, la primera visita de un presidente estadounidense a la ciudad
destruida por la bomba atómica el 6 de agosto de 1945 quedó reducida a una
declaración de buenas intenciones. Y volvió a remover el avispero. No se pidió
perdón por los 150 mil muertos –más de la mitad de la población– ni por las
miles de personas afectadas de por vida por la radiación. Obama habló de
responsabilidades compartidas y de mirar a los ojos a la historia. Pero no
cuestionó la decisión de Estados Unidos de bombardear civiles. Tampoco se
explayó sobre la segunda bomba de Nagasaki, lanzada tan sólo tres días después,
cuando los sobrevivientes de Hiroshima aún no entendían qué los había golpeado,
cuando los cuerpos destrozados todavía humeaban por las calles sin ningún tipo
de ayuda oficial. Fueron 80 mil muertos más. “Había que acortar la agonía de
guerra, era la única forma de salvar miles de vidas estadounidenses”, justificó
entonces el presidente Harry S. Truman. Décadas después se supo, gracias a la
desclasificación de los archivos del último año de la Segunda Guerra Mundial y
a testimonios como el del propio Eisenhower, que Japón ya había sido derrotado
semanas antes de la bomba y que el emperador Hirohito estaba listo para darse
por vencido. La decisión de Estados Unidos, por lo tanto, antes que un golpe de
gracia a Japón fue una demostración de fuerza para los soviéticos.
Aunque hoy se
conocen los pormenores dramáticos de Hiroshima y Nagasaki, en la inmediata
posguerra la información que circulaba sobre las bombas y sus efectos era
escasa o nula y la percepción de los estadounidenses iba en consonancia con el
discurso oficial. La frase, repetida hasta al hartazgo y atribuida al copiloto
del bombardero Enola Gay, “Dios mío ¿qué hemos hecho?”, flotaba en el vacío.
Durante meses, a pesar de los cables de las agencias internacionales, no se
pudo conmensurar el alcance real –humano– de esa decisión. Hasta que un
reportaje lo cambió todo. El 31 de agosto de 1946, la revista The New Yorker
sacudió a la opinión pública norteamericana del letargo tirando su propia
bomba. Escondido detrás de una tapa con un dibujo primitivista que no sugería
nada, y justo después de la cartelera de teatro, aparecía “Hiroshima”, de John
Hersey. Por primera vez, el hongo de las fotos y su devastación, esa victoria,
eran contados desde la perspectiva de las víctimas. Los estadounidenses –y
buena parte de mundo– se enterarían del miedo, de las laceraciones, del ardor,
del desasosiego. Conocerían los detalles de ese “resplandor silencioso” que
marcó a fuego sus propias sombras. Recorrerían las vidas japonesas y verían las
imágenes del horror incomprensible a través de los ojos de seis sobrevivientes,
los protagonistas de “Hiroshima”.
La decisión de la
revista de dedicar –por primera y única vez en su historia– un número entero a
un artículo de 150 páginas tuvo una respuesta proporcional a su gesta: la
publicación se agotó a las horas, el reportaje completo fue leído en las
radios, y los periódicos y demás publicaciones lo reseñaron como si no se
tratara de la competencia. El propio Albert Einstein, cuyos descubrimientos
fueron capitales para la confección de la bomba y quien se transformó en una de
las voces más críticas de su uso, pidió a sus colegas de la Universidad de
Princeton que compraran mil ejemplares para repartir entre los alumnos. Todos
tenían que leer esa historia cruda y deslumbrante que luego se publicó como
libro. Pero a pesar de dar la vuelta al mundo y ser considerado uno de los
reportajes más importantes del siglo XX, durante muchos años Hiroshima fue un
incunable para los lectores de habla hispana. La primera traducción al
castellano fue argentina, se publicó en 1962 en la colección Los libros del
Mirasol, y luego se esfumó. Más de medio siglo después, Hiroshima vuelve a
circular en el país, esta vez con traducción y prólogo del escritor colombiano
Juan Gabriel Vásquez y con un capítulo extra: “Las secuelas del desastre”, que
Hersey escribió cuarenta años después de aquella primera inmersión en el
espanto.
DEBAJO DE LOS
ESCOMBROS
Pasaron 70 años
de aquel número total de The New Yorker y la leyenda sobre el origen del
reportaje sigue intacta: no fue una genialidad solitaria sino el fruto del
trabajo de Hersey con el editor William Shawn y con Harold Ross, el mítico
fundador de la revista, y editor tan riguroso como camaleónico. Hersey, que
había sido corresponsal de guerra en Asia y Europa para la revista Time, hizo
un extraño arreglo con The New Yorker y Life (dos publicaciones que competían
entre ellas) y partió unos meses a China y a Japón para buscar historias de
posguerra. Tenía 32 años, acababa de ganar el Pulitzer por su novela Una
campana para Adano, sobre la invasión de las tropas estadounidenses a un pueblo
de Sicilia, y llegó a Hiroshima con una misión: olvidarse de los escombros de
la ciudad y concentrarse en quienes habían quedado debajo. “Shawn y yo
queríamos que el artículo se centrara en describir el poder destructivo de la
bomba. Y nos dimos cuenta que nunca se había hablado del impacto que había
tenido sobre las personas. Sólo se hablaba de pérdidas materiales, de la
destrucción de los edificios”, dice Hersey en una entrevista de 1986 con The
Paris Review. ¿Pero de qué personas hablar? ¿Cómo reconstruir una tragedia a
partir de las víctimas? A Hersey se le prendió la lamparita leyendo El puente
de San Luis Rey, una novela que le prestaron mientras viajaba por China unas
semanas antes de llegar a Hiroshima. Allí, el escritor Thornton Wilder
reconstruye la caída de un puente en Perú y lo hace a partir de cinco personajes
que murieron en el accidente. La estructura, la polifonía, los viajes en el
tiempo de la narración: todo era perfecto para contar su historia. Pero lo de
Hersey no era ficción y necesitaba personajes vivos que estuvieran dispuestos a
recrear lo indecible durante horas y que además, claro, hablaran en inglés. Y
entonces hizo algo bastante parecido a un casting. Luego de leer un artículo
publicado en un diario católico, donde el cura alemán Whilelm Kleinsor contaba
su experiencia como sobreviviente de la bomba, lo contactó y éste le presentó a
unas cincuenta personas, a las que entrevistó durante tres semanas. Cuando tuvo
todo el material, eligió a sus seis protagonistas: la señorita Toshiko Sasaki,
empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, el
doctor Masakazu Fujii, dueño de una clínica privada, la señora Hatsuyo
Nakamura, viuda de un sastre, el doctor Terufumi Sasaki, joven miembro de la
Cruz Roja, el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de
Hiroshima y el propio Kleinsor, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús.
De vuelta en
Nueva York, se encerró tres semanas más a escribir y luego vendrían las
jornadas maratónicas de edición, donde Ross jugó un papel fundamental,
sugiriéndole unos doscientos cambios al texto: “Me debo haber pasado diez horas
durante veinte días seguidos con Ross y Shawn. La forma de editar de Ross era
hacer preguntas en los márgenes de los borradores. A veces te cuestionaba una
sola palabra y cuando te sugería un cambio era exactamente lo que ya habías
pensado. Era como un Zelig de la edición, capaz de pensar en el vocabulario de
cada escritor con quien trabajaba, de convertirse en él”, cuenta Hersey. Fue
Ross quien tuvo la idea de arrancar el texto con la datación y locación exactas
de cada personaje, dándole un tono y un ritmo que se mantendrá durante toda la
narración, convirtiendo el comienzo de “Hiroshima” en uno de los más
emblemáticos de la historia del periodismo.
MEMORIA ATÓMICA
“Exactamente a
las ocho y quince minutos de la mañana, el 6 de agosto de 1945, hora japonesa,
en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita
Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de
Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la
cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino. En ese mismo instante,
el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el
Asahi de Osaka en el porche de su hospital privado, suspendido sobre uno de los
siete ríos del delta que divide Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de
un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina observando a un vecino
derribar su casa porque obstruía el sendero de la defensa de incursiones
aéreas...”. Así, con pulso quirúrgico, comienza la reconstrucción del desastre
a partir de elementos cotidianos que llevan al lector a viajar a Hiroshima y a
esas vidas ajenas que se irán transformando en cercanas. El reportaje inicial
está dividido en cuatro capítulos: “Un resplandor silencioso”, “El fuego”, “Los
detalles están siendo investigados” y “Matriarca y mito salvaje”. Esa fue la
estructura que encontró Hersey para hacer un recorrido cronológico, aunque
fragmentado, por el primer año de los seis sobrevivientes a partir del momento
en que el Enola Gay arrojó a “Little Boy”. Los habitantes de Hiroshima, una de
las pocas ciudades japonesas que aún no había sido bombardeada durante la
guerra, esperaban con pavor a los bombarderos estadounidenses B-29 en una
rutina de alarmas y simulacros. Que no sirvieron para nada. Además de la
destrucción, las imágenes de muerte y la desesperación, lo que primó, en un
principio, fue la perplejidad: nadie podía nombrar ni explicar lo que estaba
sucediendo. No tenían punto de comparación. A pesar de que sus cuerpos fueron
sometidos a una fuerza descomunal, sepultados por los escombros, a pesar de que
vieron volar todo por los aires, nadie escuchó una explosión. ¿Era una bomba?
Sólo vieron lo que algunos describen como un flash, otros como un destello,
otros como un resplandor. A las pocas horas comenzó el fuego. Algunos pensaron
que lo arrojado era un polvo de magnesio que explotaba al entrar en contacto
con la electricidad. Luego comenzó a gotear algo del cielo: “La señora Nakamura
mantuvo a sus niños bajo el paraguas. Las gotas se volvieron demasiado grandes
para ser normales y alguien gritó: ‘Los norteamericanos están arrojando
gasolina. ¡Nos van a quemar!”. Pero no era gasolina, era lluvia, una lluvia
pesada y tóxica producto de la condensación generada por el hongo.
Hersey tomó
varias decisiones clave a la hora de construir este relato. Una de ellas fue
que su voz pasara lo más desapercibida posible –prácticamente no hay opinión,
aunque sí muchos datos de contexto producto de su investigación– y que los
personajes fueran definidos a partir de sus acciones. En todo el reportaje hay
una suerte de grado cero de la escritura. No hay un análisis de psicologías ni
se echa mano a los monólogos interiores sino que el lector va conociendo a los
protagonistas a partir de sus reacciones, de sus historias de vida anteriores a
la bomba y de las maneras que encontraron para salir adelante, es decir, para
seguir viviendo. Aunque este es un relato profundamente moral –sus
protagonistas actúan en función de lo que les parece que está bien o mal– no es
una historia moralista. Hersey no juzga a sus personajes. No los enaltece ni
los denigra, simplemente los coloca en medio de sus circunstancias. Todos los
protagonistas tienen sus dobleces, sus vicisitudes. No hay una idealización de
la víctima aunque sí mucha empatía. El periodista logra algo dificilísimo:
acercar al lector occidental la mirada japonesa, su cultura e idiosincracia
–tan marcada por el sentido del deber– sin caer en el exotismo ni en
generalizaciones. Esto puede explicarse por la historia del propio Hersey
quien, como hijo de misioneros católicos, nació y vivió en China hasta los 11
años antes de instalarse en Estados Unidos, lo que le daría una visión muy
personal y de permanente extranjería. Por eso en “Hiroshima” se logra mostrar a
ese “otro” prácticamente sin mediaciones y a su vez sin transcribir
directamente sus testimonios. Es un trabajo de reconstrucción monumental a
partir de la memoria, siempre tan llena de lagunas, siempre tan caprichosa,
pero que nunca pierde rigor periodístico. Para esto, el uso que el escritor
hace del lenguaje es fundamental. Hersey tiene una prosa seca, con filo, donde
lo importante no es tanto decir como mostrar. Hersey nos permite ver. “El señor
Tanimoto, temiendo por su familia y su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta
más corta: la autopista de Koi. Era la única persona que entraba a la ciudad;
se cruzó con cientos y cientos que escapaban de ella, y cada uno de ellos
parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían las cejas quemadas y la
piel les colgaba de la cara y de las manos. Otros, debido al dolor, llevaban
los brazos levantados, como si cargaran algo en ambas manos. Algunos iban
vomitando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuerpos desnudos,
las quemaduras habían trazado dibujos que parecían prendas de vestir, y sobre
la piel de algunas mujeres –puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba
y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel– se veían las flores de sus
kimonos. A pesar de sus heridas, muchos ayudaban a los parientes que peor
estaban. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente y en silencio, sin
expresión alguna en el rostro”.
La elección de
sus personajes también es sumamente significativa: los seis pertenecen a
distintas clases sociales y padecen sus condicionamientos. Aunque todos fueron
afectados por la misma bomba, algunos gravemente heridos, otros sin un rasguño,
no es lo mismo una víctima pobre que una rica, la viuda de un sastre con tres
hijos que un médico dueño de una clínica. No es lo mismo ser un sacerdote
alemán que un pastor metodista japonés, aunque ambos compartan la fe cristiana.
Los “hibakusha” –que literalmente quiere decir “personas afectadas por una
explosión” y no “sobrevivientes”– no son todos iguales. Unos pudieron salir
adelante porque eran herederos, otros padecieron la miseria hasta recibir,
décadas después, algunas reparaciones del Estado, el gran ausente de esta
historia. “Las secuelas del desastre”, el reportaje añadido en 1986 como último
capítulo del libro, es ese sentido, iluminador. Y dolorosamente desesperanzado.
Para la época en que Hersey volvió a Hiroshima, ya se habían desclasificado
algunos archivos, la Guerra Fría había multiplicado los despliegues nucleares y
aquel 6 de agosto quedaba muy lejos. Pero el periodista nunca abandonó a su
historia, documentando hasta el final de su vida eso que llamó “la larga sombra
de Hiroshima”. Una oscuridad que, como bien demostró Obama con su expresión “la
muerte cayó del cielo”, prevalece hasta nuestros días.
Hersey murió en
1993 dejando una vastísima obra, que en castellano es prácticamente
desconocida. Con más de veinte libros publicados, fue uno de los pioneros en
utilizar herramientas de la ficción para contar historias reales y a su vez
solía documentarse minuciosamente para construir sus novelas, casi todas
inspiradas en sus reportajes como cronista de la Segunda Guerra. Antes de
brillar con Hiroshima, Hersey ya se había hecho muy conocido por su libro Joe
is home now donde, a partir de los testimonios de 43 soldados, construye un
personaje que encarna las fisuras emocionales de los combatientes y su
dificultad para insertarse nuevamente en la sociedad civil. Fue la primera vez
que en Estados Unidos se hablaba sobre el estrés postraumático de la guerra, un
tema que volvería años después con los veteranos de Vietnam. Pero fue el
reportaje “Survival”, sobre la experiencia de un joven y heroico John F.
Kennedy al mando de la torpedera PT-109 el que lo lanzó a la fama. Esa
historia, transformada en película hollywoodense, fue crucial para la carrera
política del futuro presidente.
Dos años después,
en 1945, Hersey se ganó el Pulitzer, quedando consagrado como un gran contador
de historias. No así como un gran prosista. A pesar de los galardones, la
crítica siempre le echó en cara que su escritura estaba demasiado viciada por
el periodismo. Le faltaba vuelo, inventiva. Su narrativa era muy dura y le
sobraba precisión. Sin embargo, en el otro bando, el de los periodistas, decidieron
apropiárselo. Tanto es así que ya es un lugar común decir que Hersey fue un
precursor del Nuevo Periodismo estadounidense, esa banda encabezada por Tom
Wolfe y Hunter S. Thompson que a partir de la década del ‘60 forzó los límites
del género hasta volverlo una experiencia literaria alucinada. Pero Hersey
siempre intentó distanciarse de ese grupo. Para empezar había una cuestión
generacional. Sus preocupaciones siempre fueron más históricas que
estilísticas, aunque se valiera conscientemente de los trucos ficcionales. Y
segundo, su compromiso social –durante toda su vida acompañó a los activistas
por los derechos civiles y se opuso públicamente a la Guerra de Vietnam, entre
otras decisiones del gobierno estadounidense– le exigía una rigurosidad que él no
veía en los llamados nuevos periodistas. “Es verdad que fui uno de los primeros
en empezar a experimentar con las técnicas de la ficción aplicadas al
periodismo. Si bien creo que el Nuevo Periodismo fue un movimiento que abrió
mucho el juego al lograr que lectores se identificaran con las personas y
acontecimientos, pienso que luego se contaminó por un par de cosas. Primero,
los trucos de la ficción tentaron a algunos escritores a cruzar la frontera, a
pasar del periodismo a la invención. Y segundo, sus voces se hicieron cada vez
más fuertes, la subjetividad salió demasiado a la superficie y la figura del
periodista terminó siendo más importante que la historia que se contaba”,
explicó seis años antes de morir en The Paris Review. En esa misma entrevista,
donde cita varias veces a Gabriel García Márquez, revela que fue justamente la
necesidad de dejar hablar a los demás que hizo que eligiera una voz tan
apaciguada en Hiroshima, esa obra que, no casualmente, fue su manera de
despedirse del periodismo.
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De RADAR/PÁGINA
12, 12/06/2016
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