A mediados de
1973 me ofrecieron una beca para estudiar la licenciatura en Chile. No me
acuerdo de qué carrera se trataba, pues para mí era un asunto absolutamente
secundario. Lo importante era vivir lo que se llamaba “la experiencia chilena”,
solidarizarse con la izquierda de ese país que, contra viento y marea y cada
vez con mayores tropiezos, intentaba gobernar. El día que tomé el vuelo a
Santiago los rumores a todo hervor pronosticaban desastres —un golpe de Estado
contra el presidente Salvador Allende, una cacería de brujas a los integrantes
de su gobierno, tal vez hasta una masacre indiscriminada de izquierdistas— y al
despegar el avión luché por liberarme de una especie de terror premonitorio. A
la mitad del vuelo el sistema de sonido irrumpió en zumbidos y truenos. De la
borrasca eléctrica se desprendieron, como piedras, algunas palabras: Capitán… Santiago…
Fuerzas Armadas… Allende…
—¿Qué dijo? —le
pregunté angustiada a la aeromoza de Braniff.
—Que ha habido un
golpe y que Allende se suicidó —respondió tranquila—. Vamos a aterrizar en
Buenos Aires.
Acto seguido se
repartió champán, y el avión estalló en aplausos y risas. Haciendo la fila de
la aduana en Buenos Aires aquel 11 de septiembre, por única vez en la vida me
desmayé.
***
Cinco años
después, en México, un enamorado me regaló un televisor. Yo prefería la
lectura, pero para complacer a mi generoso amigo prendí el aparato un par de
veces a la hora del noticiero. A la tercera, quedé hechizada por imágenes que
de tan regocijantes parecían aumentar el brillo de la pantalla: una veintena de
jóvenes macilentos, vestidos de verde olivo y estallando de euforia, asomaban
por las ventanillas de un bus amarillo, puño en alto. El bus escolar recorría
lo que evidentemente era la carretera muy mala de una ciudad muy pobre, y la
cámara mostraba los besos y los vivas que lanzaban al paso de los guerrilleros
hombres y mujeres casi en harapos, y casi tan felices como ellos. Desde el
golpe en Chile me encontraba sumida en la desidia, decepcionada, incapaz de
desear nada serio, pero esa noche cuando apagué la televisión no logré dormir.
Demoré apenas tres días en conseguir dinero prestado, un boleto de avión, y una
visa para viajar a Managua, Nicaragua, donde un grupo guerrillero casi
desconocido acababa de inaugurar la revolución.
Retrocedo un poco para explicar que el evento que acaparó los noticieros esa noche, había comenzado dos días antes, por la mañana del 22 de agosto de 1978: en Managua, un comando de guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional, disfrazado de integrantes de la Guardia Nacional del dictador Anastasio Somoza, irrumpió en el Palacio Legislativo, tomó como rehenes a cientos de empleados y visitantes y a todos los congresistas, y exigió la liberación de medio centenar de sus compañeros presos. El operativo era audaz y su ejecución absurdamente deficiente –meses después, uno de sus comandantes me contaría, entre carcajadas, como habían pintado de color verde perico el camión supuestamente militar en que viajaron, porque no habían conseguido pintura verde olivo– y a pesar de las prisas y la improvisación, triunfó. Cuando quedó claro que los guerrilleros tenían bajo su total control a los rehenes (de los cuales los más interesantes para Somoza eran un sobrino y un primo suyos) el dictador cedió a las demandas rebeldes en menos de 48 horas. La guerrilla sandinista llevaba años enmontañada predicando revolución o muerte, pero el operativo urbano contra un Congreso que, gracias a su larga complacencia con el dictador, era conocida popularmente como “la chanchera” (criadero de puercos) cambió la relación de los rebeldes con la población. En el recorrido del Palacio Legislativo al aeropuerto se dio la aclamación espontánea que vi por televisión en México. Se trataba apenas del inicio de una gran gesta –o por lo menos, eso deseábamos ardientemente los que soñábamos con revoluciones y despertamos de nuevo a la ilusión ese día.
***
En la sala de
aduana el calor era como una bestia encerrada que respiraba incendios. Aparte
de los guardias nacionales y sus terroríficos lentes de sol (que no se quitaban
tampoco en la sombra), había apenas una docena de pasajeros, una cinta de
equipaje, dos o tres burócratas encargados de revisar los pasaportes, y un mapa
de relieve del istmo centroamericano. Me apresuré a consultarlo: ¿Nicaragua
quedaba antes o después de Costa Rica? Quedaba antes. ¿Y Managua? Un punto negro
en un país verde, al borde de un lago azul. Con el corazón en la boca, presenté
el pasaporte y la visa: ¿me creerían que era reportera? Pues no era verdad. Si
bien era cierto que había escrito uno que otro artículo para una publicación
feminista, y algunas reseñas de danza para una revista semanal, me ganaba la
vida como intérprete simultánea. Lo más cerca que llegaba al periodismo era un
trabajo artesanal que me había ofrecido el año anterior un amigo en Londres,
editor de un boletín quincenal, escrito en inglés pero de gran prestigio en
América Latina: el Latin American Newsletters. Mi tarea consistía en recortar
de los principales periódicos las notas que me parecieran más importantes, y
enviarlas por correo a Londres una vez por semana. Resultó, como resultan las
cosas que tienen que ser, que el corresponsal del boletín para Centroamérica y
el Caribe se había ido de pesca el día que los sandinistas realizaron su
operativo genial, y mi amigo editor estaba desesperado por encontrar quién
pudiera ir a cubrir en directo la gran noticia. Ya en otras ocasiones me había
alentado a lanzarme al periodismo, pero nunca me interesó la idea. Ahora, con
tal de ir a Managua, le prometí que le enviaría reportajes desde allá. Contaba
con una sola ventaja a la hora de contrarrestar mi perfecta falta de
capacitación profesional: gracias a una educación que llamarían ahora
multicultural, pensaba en español, pero escribía en inglés. En cuanto a lo
demás… ya iría averiguando por el camino cómo se hacía eso.
Sabía por las
películas que lo que hacen los periodistas al salir de un aeropuerto es tomar
un taxi al hotel donde se encuentran sus colegas (y también por las películas
sabía que los taxistas siempre están al tanto de éste y otros puntos de
interés).
—Lléveme al hotel
donde están los periodistas –dije al subirme al carro.
No hacía falta
tanto detalle. En un país de apenas dos y medio millones de habitantes, había
un solo hotel al que acudían los extranjeros.
El taxi era un
vetusto modelo de aquellos que tenían como colmillos en el frente y aletas de
tiburón atrás. Hubiéramos podido caber sin problema ocho personas, pero yo era
la única pasajera, y en cuanto arrancamos me sentí muy sola. El áspero
terciopelo sintético del asiento me cepillaba los muslos, el carro rebotaba, según
los baches, ahora suavemente, ahora con rechinidos histéricos, y el chofer
guardaba un silencio negro, feroz, deprimido, que después aprendería a
reconocer entre aquellos que han sufrido alguna catástrofe.
Era el final de
la tarde, y el sol caía a fuego. Reconocí el paisaje visto en el noticiero,
pero por lo pronto de la revolución que había venido a ver no había ni asomo.
Vi carretera, polvo, casuchas de tablón, algún carrito con hielo raspado y
jarabe de colores, terrenos baldíos, más polvo, una farmacia, un semáforo,
casuchas de bahareque, perros flacos. Aquí y allá, los nicaragüenses: gente de
piel morena, huesos finos y ojos grandes. Después los descubriría pícaros y
coquetos como nadie, y de un arrojo digno de las mejores epopeyas. Por ahora,
los veía como los volvería a ver una vez pasados los días de gloria de la
insurrección: quietos, con el ceño fruncido por la preocupación del qué comer,
y vencidos –hoy por el calor, mañana por algún nuevo fracaso.
Hundida ya de
plano en el sudor y la duda, sentí miedo. ¿Dónde estaban las consignas, los
gritos, las marchas, la euforia que había venido a compartir? ¿Y dónde estaba
el hotel? De un momento a otro se había acabado la carretera: parecía que nos
adentrábamos en la ciudad, y sin embargo ahora me encontraba, como en un sueño,
en la penumbra, y en unos como pastizales que surgían entre las ruinas de una
ciudad fuera del tiempo. Ya no había carros, ya no había gente, sólo el chofer
y yo, y por allá, inalcanzables, unas vacas que pastaban entre los muros derruidos.
Anochecía muy rápidamente (en el trópico siempre es así) y era evidente que
estaba por sufrir un asalto.
—¡Le dije que me
llevara a Managua, y al hotel! –grité.
El chofer se volteó hacía mí, y dijo:
El chofer se volteó hacía mí, y dijo:
—Doña, estamos en
Managua.
***
Después del
terremoto de 1972, que destruyó íntegramente el centro de Managua, Somoza mandó
arrasar las ruinas. Llevaba seis años así, sin ningún cambio o mejora que no
fuera el manto de enredaderas y pastizales que iban cubriendo suavemente lo que
quedó del horror. No creo que nadie haya afirmado nunca que la ciudad anterior
al cataclismo fuera bonita, pero tendría lógica y pasado, tradiciones y
personajes. Lo que ahora se llamaba Managua –los enormes barrios de invasión,
las largas avenidas que atravesaban kilómetros de nada, las direcciones que
tenían como punto de referencia algo que ya no existía (“de donde fue ‘El
Arbolito’, dos cuadras al lago”) – era más bien una anticiudad con mucho de
fantasmal, hecha de desplazados y migrantes. Yo me encontraba en su centro
muerto, en los escombros que Somoza le había entregado a las vacas y al tiempo.
Con la barbilla,
el taxista señaló lo alto de una suave colina cercana.
—Allá está el
hotel.
En dos minutos me
depositó frente a la gran pirámide blanca del Hotel Intercontinental, ocupado
por Howard Hughes hasta el día del temblor, y ahora, a raíz de la gran
travesura sandinista, por los reporteros. Había terminado el viaje.
Mi nueva vida, la
que me habría de mantener entretenida y ocupada durante las siguientes tres
décadas, empezó a la mañana siguiente. No había despuntado el sol cuando me
despertó el teléfono. Rápidamente, mi interlocutor dijo que 1) era un buen
amigo de mi amigo en Londres, 2) era el director suplente de la sección de
internacionales del periódico londinense The Guardian, 3) compartía con Latin
American Newsletters el mismo corresponsal aficionado a la pesca, y por lo
tanto el mismo problema de escasez de artículos, 4) nuestro amigo en común le
había dicho que yo era una excelente reportera (¡¿?!) y 5) quería pedir el
favor de algunas notas para el diario. Lo inverosímil de mi situación entera me
autorizó a decirle sin rubor que sí. En compañía de varios colegas –eso eran
ahora, pues sin titubear me habían adoptado desde la noche anterior como una
más entre ellos– salí a recorrer la ciudad en busca de aventuras y entrevistas.
Me pareció entonces (y a decir verdad, hasta la fecha) que el oficio de
reportear no encerraba grandes misterios: andar sin destino fijo; detenerse a
ver cosas interesantes; hacer preguntas impertinentes sin que nadie reclame;
escuchar algún tiroteo por ahí y sentir el relampagazo doble de la adrenalina y
la curiosidad; agotarse buscando respuestas sobre temas esenciales; sentirse
conectada a las mejores causas… Todo era sencillo y emocionante. Faltaban
todavía algunos días para que se declarara la huelga nacional contra Somoza
que, con la entusiasta participación de los pobres del país, y con su enorme
sacrificio, lograría quebrar la escuálida economía nacional. Faltaban meses
para que estallara el levantamiento general en los barrios y barriadas de
Managua y surgieran barricadas y héroes en cada esquina. Sería hasta mayo que
se daría el bombardeo del dictador a su capital insurrecta. Dar cuenta entonces
de los acontecimientos se volvería arriesgado hasta para nosotros, los de la
casi siempre protegida prensa extranjera, pero por el momento teníamos sólo la
deliciosa ilusión del peligro. Alrededor nuestro, la gran mancha de Managua se
convertía en laberinto: ¿qué camino oculto nos llevaría hacia los guerrilleros?
Managua era, tal
vez, la ciudad capital más feraz del mundo, y en términos de su perfil urbano,
sin duda la más plana (alguna vez conté el número de elevadores en Managua, que
es lo mismo que decir que en todo el país: eran diez). Llena de basura,
arbolada no por diseño urbano sino por voluntad irreductible de la naturaleza
en el trópico, la ciudad vivía a espaldas de un lago que resultó ser no azul sino
marrón, el color de la cloaca abierta en que la había convertido el desprecio
de los Somoza. A orillas del lago, en barrios silenciosos y aplastados por el
sol, pudriéndose en el olor fermentado, vivían los más pobres. Allá fuimos, en
búsqueda inútil de los guerrilleros, a quienes no lograríamos entrevistar en
Managua sino hasta muchas semanas después.
Lo único que
siempre me ha resultado verdaderamente difícil a la hora de reportear es el
abordaje inicial, el saludo impertinente del periodista. Va uno con su ropa
decente y su reloj de pulso, su cámara y sus dientes completos alineados en
sonrisa, y cuaderno en mano, saluda a una víctima del destino. Por cortesía, el
incauto infeliz devuelve el saludo, y en premio se ve interrogado, escudriñado,
examinado, confesado, y nuevamente abandonado –todo en cuestión de minutos, y
para que al final resulte que ni siquiera queríamos hablar con él, sino con
cualquier otro damnificado que tuviera más muertos en su familia, o con alguien
que pudiera contactarnos con un guerrillero del cual nuestra presa jamás habría
escuchado hablar–. Los reporteros, que por regla general no somos malas
personas, estamos conscientes del abuso que representa nuestro modo de operar,
y sufrimos. Esa mañana nuestro pequeño grupo deambuló por calles y barrios sin
atreverse a hacer la primera desfachatada pregunta hasta que, con la amenaza de
la hora de cierre encima, y todavía sin nota, nos detuvimos a la entrada de un
barrio cualquiera –recuerdo la tiendita de la esquina, pero la placa fotográfica
de la memoria no revela más detalles– y, dispersándonos por sus calles, salimos
cada quien a buscar suerte.
A pesar de
considerarme de izquierda, yo era una más entre los millones de radicales que
en el mundo han enarbolado banderas sin gran conocimiento de las clases
sociales que pretendían redimir. Hablaba, por supuesto, con la señora del
puesto del mercado donde muchas veces comía, o con el que venía a recoger la
basura, pero se trataba de diálogos mediados por el intercambio de dinero por
servicio. En cambio, en mis primeros días de reportera en Managua, las
innumerables excursiones en las que no dimos con un solo guerrillero fueron
para mí un devastador acercamiento a un universo cercano e invisible, y el
inicio de una larga serie de conversaciones con la pobreza. No recuerdo con
precisión qué fue lo que me contaron mis entrevistados en esas primeras
jornadas, pero retengo en cambio la presencia espantosa de las moscas; el calor
insoportable que se genera bajo un techo de lámina; la asombrosa silueta de las
iguanas (dragones en miniatura que, al correr por la lámina, hacían ruido de
tormenta); el borde cortante de la cuchara de peltre con que comí un arroz que
me ofrecieron; la desesperación de los subempleados (en Nicaragua eran con
mucho la mayoría), que habían salido a vender chicles y no habían logrado
vender los suficientes para costear el día. Los niños barrigones correteando en
el polvo, las mamás ojerosas, con sus vestiditos de tergal y sus manos
huesudas… ¿Por qué aceptaban su condición con tanta mansedumbre? ¿Y por qué en
unos pocos meses se dispondrían a la rebelión? ¿Por qué en países hasta más
pobres que Nicaragua no se darían nunca insurrecciones parecidas? La búsqueda
de respuestas a las preguntas que se me presentaron entonces me ha dado
material para pensar durante muchos años.
Fue un alivio
salir de aquellos barrios. No recuerdo en dónde comimos, pero comimos bien, y
con aire acondicionado, como para exorcizar el recuerdo de la basura, el calor,
la tierra entre los dientes, y el miedo terrible a llegar a ser algún día así
de pobres nosotros también. Debo aclarar una cosa, sin embargo, porque me doy
cuenta al leer esto que hasta yo misma podría pensar que detesté Managua: en
realidad me iba enamorando perdidamente. Mi vida entera había transcurrido en
ciudades enormes –México, Los Ángeles, Nueva York– y se entenderá lo
candorosamente urbana que fui si confieso que, en una excursión infantil, me
enteré que la leche era algo que salía no de una lata sino de la asquerosa ubre
de un animal enorme y babeante. Ahora, en un país que producía vacas y poetas,
azúcar y algodón, y poca cosa más, me arrobaba –sólo cabe la palabra de novela
rosa– ante sus apacibles volcanes y sus grandes cielos claros, y el escándalo
alegre de los loros que lo atravesaban en bandadas, charloteando. Me enteraba,
agradecida, de que el acento risueño de los nicas y su vocabulario
extravagante, y a mis oídos, infantil, era en realidad el más puro lenguaje
cervantino, preservado casi intacto a través de los siglos. Me mareaba con el
olor siempre presente de la vegetación, desnudo y brusco como el del sexo, y el
de las hornillas de carbón en las que, al amanecer y por las tardes, se
cocinaban las tortillas de maíz recién molido. Managua no era, ni remotamente,
una ciudad bonita, pero me mantuvo desde el primer momento con toda la piel
atenta, la sangre despierta.
Después de la
comida de ese primer día, algún reportero me invitó a acompañarlo a la casa en
donde todos sabían que se escondía el cura Miguel d’Escoto, integrante de la
oposición civil a Somoza y futuro canciller sandinista. Me sumergí con alivio
en el ambiente fresco de una típica casa de la burguesía: un árbol de mango en
la esquina de un patio de frescas baldosinas, rodeado por un corredor tejado
amoblado con lo indispensable; materas, un ventilador, varias mecedoras, y una
hermosa hamaca bordada. ¿Por qué, si todo el mundo sabía dónde estaba escondido
el cura, no lo sabía Somoza también? Supongo que la respuesta tendrá algo que
ver con la embajada de Estados Unidos, que en ese momento representaba al
anómalo gobierno de Jimmy Carter y transmitía al dictador la recomendación de
que se abstuviera de resolver la crisis a punta de asesinatos. El tema
principal de la entrevista de mi colega, de hecho, fue seguramente la relación
sandinista con Estados Unidos, pero a esas alturas, y a pesar de que el cura
d’Escoto era vivaz y ocurrente, y recibía y rebotaba las preguntas como si
fueran pelotas de ping pong, lo que él dijera era lo de menos para mí. Lo
importante era que yo (¡yo!) me encontraba a años luz de mi casa y de mi vida
tranquila, metida en una entrevista con un personaje clandestino, en un país
tropical en el que se cocinaba una revolución. Y lo verdaderamente importante
era que, en esas circunstancias, no me perseguían ni el miedo a la vida, ni a
los demás: fatalmente tímida desde siempre, acababa de descubrir el alivio. Un
cuaderno de apuntes y un bolígrafo eran mejor escondite hasta que los lentes
oscuros detrás de los cuales se parapetaban los matones de la Guardia Nacional.
Unos meses
después, ya en plena insurrección, se racionaría el agua en el hotel, y me
tocaría salir con los colegas a buscar no sólo noticias sino también frijoles,
y con suerte arroz y algún plátano maduro, o yuca, para que el personal siempre
leal y amable del Intercontinental nos pudiera preparar la magra cena
colectiva. Por ahora, felizmente, el Intercontinental todavía ofrecía agua en
abundancia, y un remedo de glamour en su bar de espejos y cuero negro. Allí me
senté por la noche de ese largo primer día, a fingir que tomaba algún cóctel
(entre las muchas habilidades periodísticas que todavía me faltaban estaba la
de saber beber), y a someterme al interrogatorio entre burlón y afectuoso de
varios reporteros que no habían visto otro caso como el mío (por lo menos desde
que ellos mismos se iniciaron en el oficio).
***
Uno recuerda las
cosas como cree que fueron (y, las más de las veces, como quisiera que hubieran
sido) y luego las cuenta como mejor puede. La realidad, sin duda, fue mucho más
enredada de lo que se puede contar en el ámbito de esta crónica. Los días se
sucedieron uno a uno, al azar, y sólo es a la distancia de treinta años que
parecen ser los primeros giros lentos de una rueda que está por precipitarse
cuesta abajo en una dirección inevitable. A los once meses de la toma
sandinista del Palacio Legislativo, los nicaragüenses –y yo entre ellos, yo
también– vivimos la euforia total del triunfo de la insurrección contra Somoza.
Fue quizás el último momento inocente en mi vida y en la de muchos de los que
estuvimos allí. Entre los días de aventura, adrenalina y dicha vinieron días
aciagos. Ya había visto a mi primer muerto, y luego, conforme fueron creciendo
los conflictos y las guerras centroamericanas, vería a muchos, cientos, demasiados
más. Después de Nicaragua viajaría a nuevas ciudades desconocidas, y después de
ésas, a otras más. El hecho de subirme a un avión con rumbo a un nuevo destino
perdería hasta la más pequeña connotación de aventura, exotismo o glamour (y a
cambio, me llegaría a sentir en todo un continente como en mi casa, llena en
cualquier parte de amigos y recuerdos). He visto y contado tantas historias que
tengo la impresión de haber olvidado las más importantes, mientras que hay
otras que no me gusta repasar. Managua es hoy una ciudad de casi dos millones
de habitantes, con más pobreza y seguramente también más elevadores que antes,
a la que no he vuelto en veinte años. La decepción que eventualmente nos
produjeron los sandinistas a casi todos los que los vimos triunfar fue quizá la
más amarga de las tantas decepciones parecidas que nos aguardaban a los
izquierdistas por el camino. Pero aquella no-ciudad brutal, caótica y
conmocionada, tomada por la violencia y la ilusión, permanece prístina en mi
recuerdo y en la piel.
__
De ELMALPENSANTE,
Agosto 2015
Foto: ©Jason
Bleibtreu • Corbis
No comments:
Post a Comment