Dorothy Parker
fue en los años veinte la neoyorquina por excelencia, la primera mujer en
contar la vida de esa ciudad que por aquellos días comenzaba a convertirse en
la capital del mundo. Vivía en el hotel Algonquin, donde todos los días, al
caer la tarde, pedía hielo y White Rock y bajaba a la animada tertulia de esa
famosa Mesa Redonda de escritores donde ella se forjó la fama de ser la mujer
más lista de Estados Unidos. Todos los días, al caer la tarde, a esa hora sobre
la que Scott Fitzgerald, amigo de Dorothy, decía: "Cuando oscurece,
siempre necesitamos a alguien".
A Dorothy Parker
la llamaban en el Nueva York de los años veinte la gran moderna, se adelantó a
su tiempo, era de carácter indomable y lengua venenosa, fumadora empedernida y
gran bebedora de whisky, feminista, izquierdista (precursora del radical chic),
culta y de escritura refinada que acabó por tener un lugar de honor en la
historia de la generación perdida aunque, a diferencia de sus compañeros de
camada, ella apenas tuvo relación con Europa y el París de las entreguerras.
Como la leyenda
de Dorothy está asociada como uña y carne a Nueva York, resulta chocante saber
que en los años 26 y 37 pasó por Barcelona. Cuando me lo dijeron por primera
vez, no podía creérmelo. ¿Dorothy Parker en Barcelona? Fue como si alguien me
hubiera dicho que Unamuno tomaba copas en el bar del Plaza de Nueva York.
Empecé a saber de
la existencia de Dorothy hace 10 años, cuando la desaparecida Versal publicó de
ella dos volúmenes de relatos, La soledad de las parejas y Una dama
neoyorquina, así como una biografía de su vida de nicotina y whisky firmada por
John Keats. Ahora, tras unos años de silencio editorial, nos llega una nueva
biografía escrita por Marion Meade y publicada por Circe en la que he vuelto a
encontrar datos sobre su paso doble por Barcelona.
Ya sabía de sus
fugaces estancias barcelonesas cuando hace dos años visité el Algonquin de la
calle 44 Oeste y vi esa Mesa Redonda en la que Dorothy ejercía de Ginebra en
aquella especie de Camelot literario de su ciudad. Recuerdo que recordé ante la
mesa vacía (debajo de la cual descansaba la vieja gata Matilde, que vivía en el
Algonquin) unas palabras de la escritora: "Prefiero vivir en un hotel
porque sólo necesito el espacio suficiente para tener un sombrero y algunos
amigos".
Me hubiera
gustado conocer a Dorothy y verla tomarse de golpe varios tragos largos bien
cargados. Y me hubiera gustado verla cuando en 1926 viajó con unos amigos y su
sombrero preferido a París y allí Hemingway la animó a visitar España. Un día
de primavera, llegó a Barcelona. Tan absorta estaba con las corridas de toros
descritas por Hemingway que olvidó por completo que ella adoraba los animales.
Recién llegada a Barcelona, desde un asiento de sombra, vio cómo un toro
embestía al caballo de un picador, le partía el vientre y sembraba la arena con
trozos de sus intestinos. Dorothy, que sólo estuvo cinco minutos en la plaza,
quedó tan horrorizada que dejó aquel mismo día la ciudad, a la que asociaría
para siempre con un ruedo ensangrentado, más redondo que su Mesa Redonda.
Siguió viaje por España y en Sevilla se cerró el círculo de su horror cuando
descubrió que en la calle la costumbre de los hombres era pellizcar el culo de
las mujeres.
Cuando Hemingway
se enteró de todo esto, se burló de ella dedicándole un poema: "Los
españoles pellizcaron/ las judías nalgas de tu gordo culo/ en Semana Santa, en
Sevilla/ olvidando a Nuestro Señor y su Pasión./ Regresaste a París, con el
culo intacto/ para escribir más poemas para The New Yorker...".
En 1937 su
izquierdismo militante la empujó a dejar el Algonquin y viajar a Barcelona en
plena guerra civil, pero nada más llegar el repentino recuerdo de la Barcelona
torera (un recuerdo exagerado pues, a fin de cuentas, apenas si la había
entrevisto en su fugaz asiento de sombra) la condujo a salir disparada de la
ciudad. En Valencia encontraría inspiración para un buen relato, Soldados de la
República (incluido en Una dama neoyorquina), en el que habla de su admiración
por los milicianos a pesar de que, según ella misma desvela, sigue
persiguiéndola la Barcelona torera, pues los hijos de los milicianos,
"demasiado inocentes para disimular", se parten de risa al ver su
sombrero y, señalándola con el dedo, le gritan: "¡Olé!".
"Dejé de
ponerme el sombrero", escribe, "y ya no hubo más risas. En cualquier
caso, no era un sombrero cómico, era simplemente un sombrero". ¡Olé,
Dorothy! Estaría bien que supieras que aquí en Barcelona cuando cae la tarde,
cuando oscurece, algunos te apreciamos.
29, junio, 2000
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De DE OTROS
MUNDOS (blog de Triunfo Arciniegas), 17/07/2016
Imagen: Dorothy Parker por Ryan Sheffield
Imagen: Dorothy Parker por Ryan Sheffield
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