Bajó de la Sierra
Maestra con su tropa de soldados rebeldes, se veía elegante en su uniforme
verde oliva, con su barba larga y su collar de semilla Santa Juana. Él y los
otros hombres barbados, sus barbudos, rápidamente hicieron chic al camuflaje y
las charreteras, transformando la moda desde las pasarelas de París hasta el
subterráneo de Nueva York.
Pero poco tiempo
después de que Fidel Castro entró en La Habana el 8 de enero de 1959, el
gobierno revolucionario empezó a hacer cumplir normas estéticas. A pesar del
aire despreocupado de los rebeldes, comenzó una caza de brujas contra jóvenes
quienes querían llevar el cabello largo, barbas desaliñadas y los mismos trajes
de guerrilla que habían cautivado a la nación, una nación que, desde ese
momento en adelante, no podía aparentar ser tan subversiva como su líder.
“Por qué Fidel se
pone lo que quiere pero nosotros tenemos que cortarnos el pelo para ir al
colegio”, le pregunté a mi mamá.
“Porque en este
espectáculo solo hay una estrella; los demás somos actores secundarios”,
respondió mi mamá.
La banda sonora
de mi vida era un discurso de Fidel. Escuché su voz ronca, sus frases
repetitivas, incluso en sueños. Cuando era pequeña, me quedaba parada en mi
uniforme de colegio por horas al lado de mi madre en la Plaza de la Revolución,
sudando e insolada, con hambre y sed, mientras él disparaba letanías interminables
de cifras y porcentajes. Yo me preguntaba si Fidel nunca necesitaba agua.
¿Nunca necesitaba el baño?
Cuando Fidel
apareció en televisión en su impecable uniforme verde, rodeado por presidentes
de otros países en saco y corbata, le preguntaba a mi mamá: “¿Por qué nuestro
presidente siempre está vestido como un soldado? ¿Estamos en guerra?”.
Mi madre trató de
explicar que así era como Fidel pasaba por la vida, que era un eterno guerrero
y que su batalla aún no había terminado.
Cuando yo tenía
12 años aprendí que los presidentes entraban y salían de la presidencia por
medio de elecciones; hasta entonces yo había presumido que los presidentes
permanecían en el poder hasta que morían. “¿Mami, Fidel es el rey de Cuba? ¿Es
por eso que no tenemos elecciones?”.
Cada paso que mi
país tomó fue dictado y definido por él. Todo en lo que me he convertido fue
decidido por él o las instituciones que él creó: lo que podía comer, lo que
podía vestir, lo que podía estudiar.
Cuando empecé a
viajar al extranjero, tuve que enfrentar cajeros automáticos y los micrófonos
abiertos de periodistas sin censura, y entendí entonces que había pasado toda
mi vida en cautividad. No sabía cómo comportarme como alguien del mundo
occidental aunque, geográficamente, allá es donde nací.
¿Qué será de
nosotros ahora que Fidel no está? Cubanos de mi generación han sido educados
bajo un sistema paternalista que no es nada como la jungla a la cual ahora
hemos escapado. Estamos totalmente sin preparación. La fantasía rusa duró
demasiado. Yo soy una persona que no está entrenada para la velocidad del mundo
real.
¿Es por eso que
yo aún vivo en esta isla cuando tantos otros se han ido?
Cuando supe de la
muerte del comandante, me di cuenta de que de ahora en adelante tendremos que
ver por nosotros mismos. Tendremos que aprender a deambular por la vida como
ciudadanos del mundo, no como los protegidos aprendices de un maestro
delirante.
¿Qué será de uno
sin el zoológico donde le dan comida, lo curan, lo entrenan, le dan brillo y lo
amordazan, y luego se dan cuenta de que no saben qué hacer con uno, con todo lo
que sabe, y quiere ser? ¿Qué será del pueblo cubano sin un “padre obsesivo y
sobreprotector que no les permitirá escaparse hacia el “capitalismo salvaje?”.
¿Qué será de nosotros sin aquella persona que piensa por nosotros, quien nos da
permiso de entrar y salir de una isla rodeada por política y agua? ¿Quién me
dará, o me negará, permiso para ser quien soy?
El 26 de
noviembre, la mañana después de que Fidel murió, sentí que esta jaulita se
abrió, solo un tris. Miré la ciudad vacía y silenciosa. Pero no salí a respirar
el aire frío. En cambio, me alejé de la puerta. Tenía miedo de que alguien iba
a venir a hacerme daño. Tenía miedo. Y entendí que la jaula estaba dentro de mí.
Pensé en mis
padres, ahora muertos. Esto llegó tarde para ellos. Y pensé en mí misma, una
autora censurada en Cuba, una mujer del siglo XXI, cuya voz ha sido silenciada
por mucho tiempo. A pesar del hecho de que esta fue una crónica de una muerte
anunciada, me di cuenta de que Fidel no era tan inmortal como creía ser. Su
largo discurso ha terminado.
Pero sus ideas
desde hace mucho contaminaron mi sangre. Fidel dejó esa marca en todos
nosotros. Y entonces mi última pregunta queda en el aire: “¿Cómo vivimos sin
Fidel?”
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De EL
COLOMBIANO.COM, 05/12/2016
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