MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
Tiempo de luz
nueva, bueno para leer una vez más el emocionante Sermón de Navidad, de Robert
Louis Stevenson. Lo hago cada año desde hace mucho y cada vez me detengo en un
pasaje distinto, aunque hace ya dos que lo hago sobre todo en dos. Uno es ese
del comienzo en el que Stevenson habla de los legionarios de Germánico que
amotinados le pidieron a este que les metiera los dedos en la boca para que con
las encías descarnadas se diera cuenta de los años que llevaban fuera de casa y
les permitiera regresar a envejecer del todo lejos de las fronteras de las
guerras y las conquistas del imperio. Habían servido lo suficiente. Tácito
hablaba de la expansión de Augusto y Stevenson de la vida de cada cual.
Stevenson y sus lejanías, Stevenson y su canto al entusiasmo por la vida y lo
vivido, por salir de este bosque cuando menos sin estropearlo. Stevenson en las
negruras de Edimburgo y en las luminosas lejanías de Vailima, Stevenson veneno
de la infancia y adolescencia, y Stevenson de nuevo, nunca abandonado, de la
senectud: los mismos libros, idéntico discurso, escuchado de una y otra manera
al compás de los otoños y los inviernos, del recuento de lo hecho y lo dejado
de hacer, de lo mal hecho y de lo que no podrás hacer ya, aunque te lo
propongas, algo para lo que también hace falta coraje y humildad.
El otro pasaje,
ya de la parte final, es donde dice que: «aunque a veces sean necesarias,
aunque a menudo resulten divertidas, todas esas intervenciones y denuncias y
defensas militantes de medias verdades morales constituyen obligaciones de una
categoría inferior. El mal humor, la envidia y la venganza hallan aquí un
terreno de disfraces piadosos...» y etcétera. Paciencia, buen humor,
valentía... autocrítica necesaria, esa sí, que la vida no está hecha para
satisfacer tu vanidad, dice el abogado de la juventud que habla de vicios y
virtudes, de alegría y pasiones tristes en este andar más a trancas y barrancas
que otra cosa.
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De
VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 23/12/2016
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