A una semana de
la tragedia del club Chapecoense y que por sus implicancias compromete a todo
el Estado boliviano, continúan saliendo a la luz mayores detalles que siguen
añadiendo eslabones a la cadena del desastre. Si bien, los indicios apuntan a
que la responsabilidad mayor la tuvo el piloto (hay que ver cómo algunos
deslindan la misma como si aquel fuera el culpable de todo); no obstante, pocos
han hecho hincapié en el problema de fondo, que tiene que ver con la
institucionalidad (o más bien la falta de ella) del país en su conjunto.
Ayer desperté con
la surrealista noticia de que las autoridades de la Dirección General de
Aviación Civil (DGAC) estaban golpeando las puertas de la empresa LaMia, para
que esta “avale su funcionamiento con documentación”. Increíble, después de que
se había caído el avión, estaban yendo a exigir poco más que la licencia de
operación a la aerolínea, como si se tratase de una rutinaria inspección a una
licorería u otro negocio menor para ver si todo está en regla. Todo el mundo se
pregunta cómo fue posible que una compañía que ni en la desastrosa Venezuela
pudo obtener permiso durante cinco años, se mudara pronto a Bolivia y, en dos
patadas, como decimos vulgarmente, obtuvo la certificación para poder montar el
chiringuito de los viajes chárter.
Tan desconocida
era la aerolínea, que casi todos nos enteramos de su existencia a raíz del
accidente, incluyendo el poderoso usuario del avión presidencial, quien se
mostró sorprendido de que LaMia tuviese matrícula boliviana y estuviese
autorizada para volar, argumento que a las pocas horas fue desmentido por
varias fotografías donde lo mostraban en el interior de un vuelo para inaugurar
un aeropuerto beniano, sonriendo en compañía de un ministro y otras
autoridades, casualmente en el mismo avión siniestrado. Como tampoco se había
enterado de que la aerolínea era administrada por un exmilitar que había sido
su piloto de confianza. A su vez, este jubilado piloto tenía de enchufado a su
hijo en la DGAC, desempeñándose como director de Registro Aeronáutico Nacional
hasta hace unos pocos días. ¿Ahora entienden cómo Lamia levantó vuelo sin
mayores requisitos? Yo tampoco.
Por demás resulta
risiblemente patético que, una vez ocurrido el accidente, los jerarcas del
Gobierno hayan decidido cortar cabezas inmediatamente tanto en la DGAC como en
Aasana (institución que controla los vuelos), como si con ello pretendieran
aplicar borrón y cuenta nueva. ¿Quién nombró a funcionarios tan incompetentes
para desempeñar labores tan delicadas? ¿Por qué permitieron que el avión
partiera con el combustible justo y, si estaba programada una escala técnica en
otro aeropuerto, por qué no la hicieron cumplir? ¿Por qué permitían operar a la
aerolínea si no honraba sus deudas a la FAB por concepto de mantenimiento?
¿Cómo es que nadie sabía que el piloto tenía un proceso disciplinario dentro de
la FAB?, ¿Cómo puede ser posible que una misma persona sea a la vez piloto y
copropietario de una aerolínea, acaso no hay conflicto de intereses en ello?
Todas estas preguntas permanecen en el aire, mientras el Gobierno se querella
contra una experimentada funcionaria de Aasana, quien en su defensa arguye que
había observado cinco irregularidades en el plan de vuelo, y que pese a ello el
viaje no se interrumpió, sin saberse hasta ahora quién dio el permiso de salida.
Cuesta creer que
una empleada de bajo rango haya tomado una iniciativa de tamaña
responsabilidad, lo que lleva a la interrogante de que ¿será posible que los
controladores aéreos toman decisiones tan cruciales, así por así? Una vez más,
despidiendo o encarcelando a mandos medios u operativos como lo hicieron con el
Fondo Indígena, YPFB, Epsas, y otras empresas estatales pretenden hacer creer a
la población que se combaten la corrupción y otras anormalidades (con estos
antecedentes, la funcionaria de Aasana ya se ha dirigido a la frontera
brasileña a solicitar refugio). Parte de la ciudadanía se tragará el cuento sin
rechistar, pero no podrán engañar a los organismos mundiales. La imagen del
país está por los suelos y se cierne la amenaza de sanciones internacionales a
la aeronavegación.
Lo sucedido con
el avión del Chapecoense supone la coronación de la norma evista de “meterle
nomás”. En honor a la verdad, esta forma tan desordenada de hacer las cosas,
data desde tiempos antiguos, mucho antes de la llegada del caudillo al poder.
Sólo que bajo su gubernatura, este malsano proceder ha alcanzado proporciones
épicas, a tal punto que se ha institucionalizado en todas las instancias del
Estado, valga la contradicción. La cultura de la improvisación figura en el ADN
de la sociedad boliviana. Es cosa de todos los días, con acciones que van desde
la simple rutina hasta decisiones transcendentales o de gran importancia. Nadie
en su sano juicio –con excepciones- usa el cinturón de seguridad de un
vehículo y muy pocos motociclistas circulan con el casco en la cabeza. Si no
fuera por una ley obligatoria (promulgada hace poco más de una década) nadie
compraría seguros contra accidentes de tránsito. Este es el país de los muelles
atados con gomas para ahorrar unos pesitos por no ir al taller mecánico, como
todavía siguen circulando vetustos micros con garrafas de GLP instaladas
clandestinamente, unas verdaderas bombas de tiempo. El último fin de semana una
riada se cobró tres vidas, sin llover copiosamente, en un barrio norteño de
Cochabamba; lo de siempre, por colapso de unas construcciones irregulares en
medio de quebradas o torrenteras, levantadas a la vista de las autoridades. La
codicia mueve a opulentos propietarios a construir “nomás” edificios por encima
de la autorización municipal, total se paga una multa y queda todo
regularizado. Hace unos años, en la ciudad de Santa Cruz, se desplomó un
edificio de diez pisos, matando a quince trabajadores, porque al dueño se le
ocurrió añadirle un apartamento a la azotea o algo parecido.
Y así podríamos
seguir enumerando pequeñas y grandes violaciones a las normas, atropellos al
sentido común y otras falencias que a veces rayan en la negligencia criminal.
Sería ingenuo pensar que era la primera vez que el avión de LaMia operaba al
filo del reglamento, conociendo la permisividad de las autoridades nacionales.
El último dato es que ayer por la tarde detuvieron al gerente de LaMia, mera
cortina de humo para desviar a la opinión pública de las implicaciones de
fondo, que tienen que ver con la oscura propiedad de la aerolínea, ligada a
capitales venezolanos y seguramente con nexos en el gobierno local (anoche, el
ministro vinculado al ramo, dijo que “no podía dar el dato con precisión”
acerca de quiénes eran los propietarios). Si el accidente hubiera ocurrido en
suelo boliviano, ya estarían los serviles burócratas empeñados en tapar el
caso, como lo hicieron con tantos otros. Pero dada la amplia repercusión del
infortunado club brasileño, el lío se les ha ido de las manos, y el resto
del mundo estará tomando nota de cómo se hacen realmente las cosas en
Bolivia.
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 07/12/2016
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