MARIO LOZANO
La historia de
las matanzas entre seres humanos es, por desgracia, tan antigua como la propia
humanidad. Los primeros asesinatos los encontramos registrados en la remota
prehistoria: especialmente famoso es el caso de Ötzi, el cadáver congelado hallado
en los Alpes, que murió herido por varias flechas. Ya en la era histórica, los
primeros conflictos organizados que tenemos registrados se originan en
Mesopotamia y Egipto. A partir de entonces, las guerras han sido compañeras
inseparables del devenir humano, alzando imperios o pequeños estados y
derribando a otros.
Sin embargo, ha
sido durante el siglo XX cuando la brutalidad del asesinato masivo ha alcanzado
cifras apocalípticas. A muchos nos vienen a la cabeza genocidios como el de los
nazis contra los judíos o los gitanos, el de los turcos otomanos contra los armenios
o, mucho más reciente, el de Ruanda. Todos ellos de números espeluznantes:
millones de seres humanos asesinados por el mero hecho de pertenecer a un
determinado grupo étnico al que se odia, al que se quiere exterminar.
Iglesia de
Cristo y monumento a la caballería alemana antes de ser cambiado de lugar en
2009
Pero algunos de
estos crímenes no son tan conocidos. Por eso, hoy queremos recordar que uno de
los primeros genocidios del siglo XX comenzó en África, más concretamente en la
actual Namibia. Aunque sus cifras no fueron tan terribles como las de otros
genocidios posteriores, la intención de borrar del mapa a dos grupos étnicos
fue exactamente igual.
El territorio de
la actual Namibia se compone de dos grandes desiertos: el del Kalahari, cuyas
precipitaciones anuales permiten el desarrollo de una escasa vegetación de la
que dependen no pocas especies animales, y el de Namibia, de grandes campos de
dunas. La vida para el hombre allí ha sido siempre difícil; no en vano, los
pueblos que la habitan, como los namaqua –del grupo khokhoi- y los ovambo o los
herero –bantúes-, entre otros, son nómadas, luchando constantemente por
encontrar agua donde poder saciar su sed y la de su ganado.
Alemanes combatiendo
a los rebeldes herero
Durante la época
del nefasto reparto de África, a finales del siglo XIX, los alemanes pusieron
sus ojos en aquella reseca extensión de terreno, la única que no reclamaban ni
portugueses ni ingleses. De esta manera, en 1883, un comerciante llamado
Lüderitz adquiría una porción de terreno en la costa cerca de Angra Pequena.
Así nacía la aventura germana en el sudoeste africano.
Por su clima seco
y ausencia de enfermedades, junto con la existencia de algunas tierras
fértiles, la nueva colonia del África Sudoccidental Alemana se convirtió en un
territorio apto para la colonización blanca. Pronto los colonos empezaron a
instalarse en el terreno, arrebatando a los nativos sus tierras y su ganado.
Éstos, además, pasaron a convertirse en mano de obra barata al servicio de los
alemanes. La situación empeoró con la construcción del ferrocarril de Otavi, el
cual facilitó la penetración germana al interior. Las violaciones de mujeres
herero, frecuentes y rara vez castigadas por el derecho germano, añadieron más
leña al fuego del descontento aborigen.
Los abusos y el
racismo de los germanos exacerbaron los ánimos entre los pueblos nativos, que
pronto se decidieron a tomar las armas. La rebelión estalló en 1903, liderada
por los Nama. Pronto se les unieron los herero, una etnia bantú. En un primer
ataque, dirigido por el jefe Samuel Maharero, mataron a entre 123 y 150 colonos
alemanes, logrando cortar las comunicaciones de Windhuk –hoy Windhoek-, la
capital colonial. El gobernador Leutwein, aterrorizado, pidió refuerzos a
Berlín, quien le envió al general Trotha al mando de un ejército de 14.000
soldados.
Trotha era una
persona inflexible, que consideraba que con los rebeldes no se podía negociar.
Así, tomó la drástica decisión de exterminar a los herero y los nama o, al
menos, conseguir expulsarlos del territorio ocupado por Alemania. Además, el
general germano creía que la lucha con los nativos era un asunto de guerra
racial por los recursos, por lo que sólo cabía exterminarlos.
Lothar von
Trotha
Lothar von Trotha
pudo contener a los levantiscos hereros y namas, derrotándolos en la batalla de
Waterberg, librada entre el 11 y el 12 de agosto de 1904. Los alemanes
procedieron a perseguir a los que no habían podido capturar tras la derrota,
matándolos sin piedad junto a mujeres y niños. Sólo 1000, con Maharero a la
cabeza, lograron cruzar la frontera con la Bechuanalandia inglesa (hoy
Botswana), mientras otros murieron intentando encontrar agua potable en el
desierto de Omaheke.
Pero la
brutalidad de Trotha no quedó ahí. Tras prohibir a los que habían escapado su
entrada en la colonia, ordenó el internamiento de todos los herero y los nama
en campos de concentración, siendo el más famoso el de Shark Island, en
Lüderitz. Sometidos a trabajos forzados, hambrientos, enfermos y azotados con
frecuencia, se cree que entre el 50 y el 75% de los presos murieron entre 1905
y 1907. Además, a algunos se les inyectó opio y arsénico, siendo empleados como
cobayas humanas. Unas 300 calaveras fueron enviadas a Alemania con el fin de
ser utilizadas para demostrar la supuesta superioridad de los blancos sobre los
negros.
Algunas voces
alemanas mostraron su disconformidad con los métodos empleados por Trotha –en
quien no es difícil ver a un precursor del nazismo-, como el propio gobernador
Leutwein, quien quería llegar a un acuerdo con los herero y los nama y, sobre
todo, el canciller imperial Bülow, que veía aquel exterminio como un acto
inhumano. Pese a todo, nada cambió.
Una vez que se
clausuraron los campos, la humillación no terminó para los nativos. Los 19.000
supervivientes fueron repartidos como mano de obra barata para los colonos
alemanes, teniendo que portar siempre un disco de metal con su identificación.
Pero lo peor, sin duda, fue la prohibición de poseer ganado, algo fundamental
para una sociedad ganadera.
Los crímenes de
los alemanes en Namibia no fueron revelados a la opinión pública internacional
hasta 1918, cuando el Imperio Alemán fue derrotado. Las cifras de las víctimas
son difícilmente calculables, ya que nadie sabía con exactitud cuántos nativos
habitaban el territorio, dada su alta movilidad. Se estima que murieron unos
10.000 namas y entre 25.000 y 100.000 hereros, lo que suponía el 80% del total
existente antes de las masacre.
Alemania pidió
perdón a los herero y los nama cien años después, en 2004. Con las excusas
llegó una cierta cantidad de dinero para compensar a los descendientes de las
víctimas y numerosos actos de reconocimiento del dolor causado. Se reconoció el
daño hecho, aunque las cicatrices del genocidio aún pueden sentirse en la
actual Namibia.
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De REINO DE
AKSUM/Cultura etíope y eritrea, 08/05/2016
Imagen: Supervivientes
herero
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