Noé, que ya ha
cumplido cuatro años, nos contó que el puma de su habitación, está triste.
Estuvo todo el día de ayer viendo por la ventana, llorando por subirse a los
árboles del paseo y cuando le trajeron la tarta de queso le susurró, muy despacito
y con su zarpa sujetando la cabeza, que preferiría bacalao con patatas porque
la tarta no sirve para morder.
Es normal, nos
dice, está acostumbrado a su casa islandesa donde no hay árboles que añorar, ni
coches, ni asfalto. Que desde su ventana ve la huerta de la bisabuela y la casa
del patocerdo del que se ha hecho amigo inseparable. A Pink, el puma, le gusta
rebozarse entre las piedras de la playa para que sus garras no se afilen y así
no hacerle daño cuando lo acaricia.
Hace un mes, más
o menos, también podrían ser 6 días, Pink chocó contra Melgar, el patocerdo, y
le rompió una de sus patas. Desde entonces Melgar salta por la hierba porque
las piedras son muy duras y le ha creado un problema, porque no puede rascarse
el culo como de costumbre. Debemos tener en cuenta que Melgar no tiene pico, ni
morro, tiene la boca de barro y no puede lamerse, como lo hace Pink, porque los
patocerdos carecen de lengua. Comen lentejas y arroz hervido para beber al
tiempo que se alimentan y si, para hacerse su amigo, quieres darle pan con
salmón, vomitará dos días enteros y tendrá que venir el médico de patocerdos o
el de caballos, que también sirve, a meterle una jeringa por su única
oreja.
A estas horas,
Pink está algo más tranquilo. Ha dejado de llorar porque Noé le presta su juego
de construcción y están haciendo la ciudad de verdad: ni casas, ni coches, sólo
piedras enormes con agujeros para esconderse cuando nieva. Ahora sólo necesita
garbanzos y hamburguesa y patatas cocidas con mahonesa para ser feliz del todo.
Feliz Navidad.
Feliz Navidad.
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Fotografía: Peter Zeglis
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