Atrapar la luz
del atardecer iluminando los cerros desnudos. Que esa luz sobreviva hasta el
otro día. Que ese nuevo día te reciba iluminado con la luz del sol calentando a
las piedras. Que las piedras de tanto sol, se rajen. Que de la rajadura de las
piedras, sientas su olor. Que ese olor, ese olor inconfundible que sólo
atesoran las piedras, te contagie.
Así, la vida. El
olor de las piedras no se compara a ningún otro olor. Es la canción más antigua
de todas: los ecos de un mundo nonato y etéreo a un mundo volcánico, en devenir
y en convicción de serlo, en decisión y forja de mundo. Todos los mundos caben en
esa inquietud, todos: los posibles, los imaginados, los desconocidos; los
mundos que pudieron ser y que no lo fueron.
Todo el blues de
los mundos, amarrados a una piedra: mejor dicho, al olor de esa piedra. Que
calienta el sol, el sol que viene de las selvas, un sol húmedo y vivificador
que ¡hace bailar a las piedras! Y las piedras bailan, bailan tanto, danzan sin
parar, cada molécula de piedra, toda su piel y todo su corazón amurallado que,
en su frenesí danzante, se rajan. De allí, de ese estallar de la piedra, surge
su olor inclasificable y su virtud.
La virtud de una
piedra. El hallazgo más clarificador de todos es encontrarlo. Acaso fuiste
enseñado así: la virtud del cuchillo es cortar. Si un cuchillo no corta, no
sería cuchillo. Es el principio de toda supuesta lógica: o sea, de todo el
sentido y de toda la razón que se pretende anima al mundo, lo explica, lo
justifica. Más claro: lo ampara. No hay mundo sin una idea del mundo. De ahí,
de ese principio, nacen todas las guerras que enmadejan al cerebro, el caos
neuronal se multiplica y colisiona, el racionalismo, la manzana de don Newton,
y el nazismo, las ciudades, los semáforos, las computadoras. Batallamos siglos
(nada) tratando de cascabelear a esa verdad: si no corta, no es cuchillo. Si no
es ario, lo extermino. Si es palestino, igual.
La virtud de una
piedra. Nadie te enseña. Algunos dirán: no es comunicable. Dime: ¿a quién le
importan las piedras? Los racionales han dicho: las piedras, el reino mineral
en el cual las han clasificado, es un mundo muerto, que sólo yace, un mundo no
comunicable porque ellos, los minerales, pobres de ellos, no se comunican.
¡Válgame Dios si los que así fosilizan el orbe son los mismos que han vuelto al
oro su valor vil y supremo! ¡El molibdeno cotiza en bolsa! Y luego te dicen que
las piedras son inertes, que las piedras no saben, que las piedras no dicen
nada.
La febril y
despiadada disposición de los poderosos por anular todo vestigio de magia de
nuestras vidas nos han encajonado en un espacio-tiempo donde se congela el
magnetismo y el contagio y el ímpetu que cada piedra, por el simple hecho de
ser eso, de ser piedra, es capaz de traspasarte. Ese magnetismo y ese contagio
tienen que ver con la virtud de las piedras.
Insistimos,
entonces. ¿Cuál es la virtud de las piedras? La virtud de las piedras, la
virtud de cada piedra, es la fuerza.
La fuerza.
La fuerza: la
energía comprimida de todos los mundos, los que habitamos y los que jamás
conoceremos, pero que están ahí, concertados, compactados, conectados, en la
forma, peso, textura, superficie, presencia y dignidad de una piedra.
La fuerza: toda
la historia que conocemos, desde las cavernas y el fuego hasta las casas
amontonadas de Katal Huyuk, desde las ciudadelas de Ur hasta las pantallas de
los televisores y los teléfonos llamados inteligentes, toda la historia humana,
toda, habita en una sola astilla de una sola piedra.
La fuerza: esa
serenidad que sólo ellas, las piedras, poseen, y que es eso que sólo sobrevive
más allá de la riqueza, de la maldita acumulación, más allá del poder, de su
inconducente perpetuación, más allá de todas las tempestades que nos agitan.
La fuerza. La
energía capaz de devolvernos paz, la paz de una piedra, la paz de cualquier
piedra, la paz de todas las piedras.
Será por eso,
digo, que cuando contemplamos una montaña aún sentimos que todo puede cambiar y
que todo puede volverse bondadoso y que el mundo no es el sitio estéril al cual
quieren acostumbrarnos.
Será por eso, por
la virtud sin doma de las piedras, que un niño pudo vencer a un gigante. Será
por eso, por la virtud inconmovible de las piedras, que piedra sobre piedra, se
han construido las únicas realidades humanas que valen la pena anotar o añorar
tawantinsuyanamente hablando.
Será por eso, por
la virtud colmada de sensibilidad y gloria que poseen las piedras, que el poeta
dijo una de las más puras de las verdades poéticas: con usura, nunca tendrás
una casa de piedra. (Ezra Pound)
La otra gran
verdad que nos develó la poesía es que, como ya te vine advirtiendo para que no
me digas que deliro, es que las piedras se comunican, las piedras
hablan, papá. Eso le dice Ernestito a su padre, caminando por
el Cusco, según lo escribió ese gran mago llamado José María Arguedas en un
libro que trata, de la manera más amable, la más humana y la más tierna, sobre
las piedras.
El libro se
llama Los ríos profundos.
Se llama así
porque todas las piedras que ruedan y braman y aúllan, corriente abajo y sin
retorno, componen la música del padre de todos los ríos: el Apu-Rimac, el
Apurimac de los mapas, el Señor de las Aguas, y es casi como decir The Rolling
Stones, y no es lo mismo, pero es igual.
Si en las aulas
se lo leyera, estoy convencido: el mundo sería diferente. El mundo sería un
santuario. Un santuario a la belleza, a la belleza irredenta, sin estéticas que
la encorseten, la belleza pura y dura de la piedra: a la serenidad que devuelve
paz, a la energía creativa sin mesura, a la fuerza perpetua de la virtud. Y en
las piedras, en cada piedra, celebraríamos la majestad de ese mundo, el mundo
que nos merecemos, un mundo sin usura y sin guerras, nuestro mundo, el mundo de
las piedras, nuestras reinas olvidadas, nuestro amor más profundo, nuestra
perdida grandeza.
Los hombres, en
su soledad, miraron a las estrellas, miramos a las estrellas, allá arriba. Es
momento de volver la mirada a las piedras, aquí, abajo, en la tierra. Las
piedras. Tan próximas. Tan nuestras.
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 17/12/2016
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