TEXTO para
COMUNAL:
Los tiempos de
Praga seguían siendo tremendos. Eran unos ochenta que ya entraban en fase de
disolución, pero todavía la vida tenía días de mil horas punta. Algunas de esas
horas sabían a rayos, y otras sabían. Había recibido la llamada de Enrique Miñano
unos meses antes. Miñano era el responsable de la sección audiovisual de
Rompeolas, un organismo de promoción cultural de la Comunidad de Madrid, y
quería hablar sobre la posibilidad de producir un videoarte, cosa inaudita en
mi vida, antes y prácticamente después. No el videoarte, sino que alguien me lo
produjera, a mí y al resto de la humanidad. Miñano venía del vídeo social de
barrio y a día de hoy es una de las grandes memorias del videoarte de esos
tiempos. Nos reunimos en los altos del Bud-Pachá durante un concierto de Silvio
creo recordar, y acordamos hacer Praga, un “roadvideo de los continentes-vida
en una baldosa” que era una forma de explicar que lo que iba a hacer estaba
“pensándose”.
Acababa de
terminar o estábamos terminando Las hijas heroicas, personalmente mi vídeo más
fallido, que de todas formas había ido bastante bien y ganó la Biennal de
Barcelona. Eran los tiempos en los que “cenábamos de exposiciones” que era
acudir a dos o tres presentaciones en las cuales había piscolabis suficientes
como para darte por cenado -tras dura batalla con la brigada de las viejas del
canapé- y luego tragarse la noche intentando pagar lo menos posible y si fuese
posible nada, que normalmente era todo lo que teníamos. El recorrido podía
empezar en la curva del Theos de la plaza Vázquez de Mella -hoy felizmente
Zerolo-, el McDonalds de Montera, la Fábrica de Pan, el tabernako Escudero o en
el Gris, que en aquel entonces era uno de los cuarteles generales del afterpunk
patrio. Luego seguía por el Mac, la Ola, el Kruella, el Salón España -desde
donde Javier Bellot controlaba la publikmekanik de la noche-, la discoteca que
estuviera de moda en ese momento y que cambiaba de nombre cada dos meses para
seguir siendo lo último, y terminar en el inclasificable El Baile. Malasaña era
entre más pop-rockero y nu-hippy y Chueca entre postmoderno, siniestro y
mondogay. Ese Chueca limitaba por la zona de Pelayo con el ambiente hardcore
gay de los leather que poco a poco se fue apoderando de esa zona. La sala de
exposiciones del Banco Exterior que llevaba Boyer en esos momentos, los
cócteles del hotel Suecia o del mismo Círculo, Buades… eran los cenáculos por
donde deambular antes de pasar a la noche. Yo había dejado mi década de cartero
y vivía del paro que contribuía al mantenimiento de la oficina que teníamos en
pleno Cibeles, y en la que básicamente convocábamos fiestas en las que metíamos
hasta 200 personas en 30 metros cuadrados, de 8 de la tarde a 6 de la mañana en
la que la fiesta terminaba con alguna descacharrante (esta es la palabra)
representación de Emilio el Moro a cargo de Buda X. El Rock-Ola ya había
cerrado, el Alcalá-20 ya había ardido… De los intentos posteriores como
Autopista, Astoria… sólo se mantenía la sala Universal… pero florecían
videobares, lugares alternativos como Los Lunes de Vídeo del Círculo y lugares
emblemáticos y multiarte como el Espacio P de Pedro Garhel y Karín Ohlensläger.
Había estallado la ciclogénesis de las terrazas con el Teide como irruptor y
las terrazas del Mac o del España como modernidades de distinto standing.
Éramos felices, y puede que no tanto, por la pulsión pura de la edad, los
tiempos, los desencantos tan trillados y esas caídas en picado tipo Shyamalan
que nos empezaban a rodear.
En medio del
desenfreno lúdico-creativo había conocido a Lola Sordo, modelo de referencia de
talentos como Alvarado, Piña… Y actriz de películas de ese cine turbio que iba
desde Iquino a Gonzalo García-Pelayo pasando por gente que nunca firmó con su
nombre. Íntima amiga de los Zulueta, Will More, Poncela… era algo así como la
musa lisérgico-intelectual del destape. Lola Sordo iba ya en caída libre, era
el desconcierto existencial y la materialización de los rumbos que tomaba la
fiesta infinita. Maltratada, con hijos sin custodia, pero de una generosidad
vasca, no tan foral. En alguno de esos saraos nocturnos hablamos de La noche
del cazador y de hacer Praga, que no tenía nada que ver La noche del cazador, y
de que estaba buscando a la protagonista. Al momento ella se encargaba del
estilismo mientras buscábamos a la enigmática Praga.
La noche anterior
al inicio de la grabación estábamos sin actriz. Nitzia, una camarera mulata que
iba ser la actriz, había desaparecido tal y como apareció: entre gin-tonics.
Entre suspender o no, Lola Sordo me dijo que tenía a la persona ideal. Había
una fiesta en el Círculo y allí me presentó a Heidi Kilpelainen, quedamos para
el día siguiente y empezamos a grabar.
Heidi era una
finlandesa muy guapa que tenía un finísimo equilibrio videogénico entre niña y
femme fatal afrancesada, pero sin paso por la pastosa post-adolescencia. Tenía
un metrónomo gestual magnífico. Mi método de dirección de actores estaba en su
cenit de cosificación del actor, aunque no era exactamente eso, más bien era
una forma de coreodramaturgia “wilsoniana” si enredamos un poco más.
Mi idea era, y de
alguna forma sigue siéndolo, provocar situaciones que hacían que algo
prodigioso pudiese aparecer delante de la cámara según los elementos que íbamos
colocando. Colocar elementos e inducir una acción/situación que sólo la cámara
y yo entendíamos y que solo descifraría el montaje final. Era control de tempos
y encaje de microestructuras que iban desde una mirada hasta cualquier cambio
de tensión. Eso -en la base- era lo que hacía crecer un universo argumental
propio y giroscopiaba una narrativa que -por fuerza y deducción- tenía que ser
más “complicándose” que complicada. Todo eso era muy difícil de comunicar, los
actores creían que todavía no estaban actuando cuando ya tenía lo que
necesitaba de ellos, una forma de naturalidad muy difícil de conseguir de otra
forma en actores que todavía no lo eran o no lo serían nunca. Era una forma de
ponerle alma a un mueble… es feo, pero era un método. De ahí que normalmente
seguían pautas de movimiento en cámara, no textos. Heidi tenía una enorme
capacidad de expresión, una expresividad volcánica -muy poco escandinava según
el estereotipo- y videogénicamente abarcaba todo, cualquier secuencia-viñeta
era muy fácil con ella. Tenía un inmenso talento natural. Y luego estaban los
demás, casi todos amigos del amplísimo grupo de nocturnidades. Estaba Din
Matamoro, uno de los grandes genios de la pintura de nuestro tiempo, que hacía
de estatua-padre. Paco Valdés y Buda Equis actuaban según un método que
llamábamos “interpretación comparada o excomparada”, no se busque traducción ni
explicación. El método hacía que pudiera conseguir registros dramáticos de una
tubería.
El rodaje -la
grabación- fue extenuante más por la falta de presupuesto que por el esfuerzo,
que no era poco. No recuerdo bien la duración, serían unos diez días en los que
nuestro cosmos aproximado se convertía en una fuente de colores-continente y de
objetos que tomaban video-vida mientras en la calle el mundial de fútbol
avanzaba sin España que para variar no pasaba de cuartos de final (creo que
Eloy falló un penalti crucial). Un día llegó un taxista con un reloj de
pulsera. Se lo había dejado en prenda una señora que no tenía para pagar el
viaje. Por detrás del taxista, el portero del inmueble donde rodábamos recogía
una vomitona que malcampaba por el hall. Eran los flecos del modelo existencial
disolvente de Lola Sordo que, en cualquier caso, no falló en su función, en
ningún momento. Nadie falló y todos aportaban: los mismos Paco Valdés y Buda
Equis que eran mis socios en la productora y junto a Miñano llevaban la
producción, el fotógrafo Manuel Xineiro del que me gustaría saber hoy en día,
el segundo operador Vladimir Da Col del que quisiera recordar cómo nos
conocimos, actores como Joaquín Bors y Harri Garmen -que eran mis amigos
Joaquín y Harri-, Amaranta Ariño, Goyo Esteban, Patricia Mas, Mar García de la
Vega, Carlos Ata, Eugenia Esteban, Ana Girón, Narciso Rodríguez, Susana
Menéndez, Miguel Raposo, Cesar Gozalo, Eugenio Matas (socio también, al igual
que Raúl Montalbán), Martina Villar… Los recuerdo mientras leo el
inclasificable flyer del 86. Y luego en el montaje y la postproducción Juan
Cesar de la Heras y la desaparecida Ana López… Seguramente se me olvida
alguien. Si ese alguien leyese esto que lo dé por hecho, los quiero igual.
La grabación
terminó el mismo día que Argentina ganó su segundo mundial contra Alemania y
después de que la zarpa de Dios regatease a once patos ingleses. Nos lo iba
retransmitiendo Miñano en dinámicas idas y venidas al bar.
La presentación
en el Palacio de Cristal de El Retiro fue: por la noche (para que a pesar del
cristal se pudiera ver algo en la pantalla) del 5 de diciembre (para pasar
muchísimo frío). Todo gran idea mía, aunque Rompeolas contribuyó con un
catering que llegó cuando la gente estaba desayunando en su casa.
Con todo, la
sensación fue buena, pero había un ligero punto decadente, de fin de ciclo.
Luego llegó el premio del festival de Madrid (a pesar de la Comunidad de
Madrid) y lo celebramos con una fiesta de combat-fondú en el Maravillas. Y fin.
Praga funcionó
muy bien, ganó varios premios y tuvo un gran recorrido internacional durante
algunos años. Luego, con una parte de ese mismo equipo, grabamos Suicidio del
Arcángel San Gabriel en un Reina Sofía al que todavía no había llegado la pompa
corraliana. El equipo se fue disolviendo, Heidi ya se había ido a Londres,
Vladimir se largaría a Colombia… Y nosotros cerramos La Turka y creamos La
Confusión Española con la idea de profesionalizarnos algo más o algo. A Lola
Sordo la volví a ver bastantes veces, quedábamos en el Círculo. El eje
Malasaña-Chueca languidecía y se abría una línea Amnesia-Ática que vendría a
ser una falla de San Andrés entre la heroína y la cocaína.
Todo se fue
apagando un poco y luego un poco más. Lola Sordo desapareció. En el Nairobi,
uno de los bares que dibujaban la marca caduta de aquel tiempo, Pedro Garhel me
dio la noticia que publicaban algunos periódicos locales por el levante patrio:
en un hotel de Benidorm habían aparecido muertos una mujer por sobredosis y un
hombre ahorcado. La mujer era Lola Sordo y el hombre no sé. Hasta ahí lo
esperable, lo misterioso vino después, años después: en una peluquería de
viejo, en la que tienes en la espera el obligado placer que escoger entre el
Interviú, el Hola, algún Superolé o el Marca… No podría explicar y tampoco es
interesante por qué entre toda esa jugosa oferta cogí el Diez Minutos, y menos
explicable por qué directamente me fui a las cartas al director, que es por
donde nunca nadie acabaría ni empezaría, pero ahí estaba una carta que decía:
Soy Lola Sordo y no estoy muerta.
(… off-course, seguirá)
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De COMUNAL, diciembre 2016
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