PABLO CINGOLANI
Tal vez jamás se
vuelvan a escribir libros así.
Tal vez sí: si no
resignamos nuestra capacidad de soñar. Si no nos rendimos a la triste evidencia
de la época: un mundo donde los niños son todo y cualquier cosa, menos
portadores de un sueño. Como los niños de las Cruzadas, esos que intentaron,
como sus mayores, rescatar la Santa Tumba, el Santo Sepulcro, para aquellos que
lo devocionaban, lo anhelaban, lo soñaban. Hoy, los niños son vejados de mil
formas, son aniquilados sin culpa, son vendidos por bandidos sin alma, son
martirizados como lo fue el propio Cristo.
La cruzada de los
niños, ese libro que soñó y escribió Marcel Schwob, nos devela la potencia
expresiva y la dimensión evocativa del sueño, de la inventiva, la invención, la
creación en suma, que sustenta y alienta eso que llamamos –o queremos seguir
llamando- literatura.
Estamos tan
inundados de realismo barato –de un realismo bombardeado de frivolidad, de una
banalización de todo lo valioso, el cuerpo, el arte, las convicciones, las pasiones
humanas, la guerra, la paz- que hemos descartado -por intrascendente, porque
simplemente no cuaja en el formato voraz del reality show, porque absurdamente
carecemos de la sensibilidad para valorarlo-, hemos desechado, decía, todo
aquello que nos remita a la esencia, a las esencias, a aquello que nos formó
como seres con espíritu, a eso misterioso que no entra en una puta pantalla de
televisor.
La cruzada de los
niños es un viaje en búsqueda de eso esencial. El libro de Schwob es un desafío
a que lo busquemos.
Unos niños
parten, guiados por una niña ciega, por la entrañable Allys, en pos de la Santa
Tumba. Salen, simplemente, de sus hogares, imantados por una misión que es más
fuerte que ellos, que es más poderosa que el deseo de sus padres de retenerlos
junto a ellos. Se van juntando en los caminos que se cruzan, atraviesan ríos y
acechanzas, padecen sed y miedo, pero ellos siguen, jamás se rinden,
convencidos que la misión que los conduce es la fuerza misma, es esa fuerza
que, en su verificación sensible, palpable, concreta, es el rostro de Cristo,
de ese Cristo infantil, que los ojos yermos de la niña Allys ven en cada
mendrugo de pan que los moradores de los pueblos por los que deambulan arrojan
al paso de los niños peregrinos, que la niña Allys ve en cada piedra que brilla
en los senderos, que la niña Allys ve en los ojos de los lobos que los acosan
pero también en los ojos de sus compañeros, los otros niños, que la llevan de
su mano, que son multitud, que son esperanza que marcha, que son la salvación
del mundo, y también su ocaso, su derrota, su perdición.
Porque –y ese es
Schwob hablando como lo hubiese sentido el mismísimo Papa de la Cristiandad,
uno de los protagonistas de su obra- está mal el mundo si los niños deben ser
sus salvadores, está agonizando nuestra cultura y nuestra dignidad si debemos
sacrificar a los niños para que el mundo renazca y no perezca en el lodo de la
infamia y de su propia soledad. Un mundo que no sabe defender a sus niños, un
mundo que no los protege, no los cuida, es un mundo rumbo a su destrucción, a
su apocalipsis, a su propio fin.
Schwob logra
sintetizar todo eso, y más, mucho más –porque siempre hay más, escondido y
latente, en las obras genuinas de la creación humana- en su libro sobre los
niños cruzados.
Cristo Jesús,
Jesús Cristo, dicen que dijo que dejen que los niños vengan hacia Él. Vayamos,
como Él quiso, también hacia esa literatura que siempre nos conmoverá, que
siempre encenderá una luz de verdad en nuestros corazones, que siempre nos
inspirará con su fervor frente a esa patética realidad donde los niños no valen
nada, cuesta menos asesinarlos, no son valorados como lo más bello y lo más
fecundo que podemos atesorar.
Libros como el de
Marcel Schwob nos ayudan a entender, con su tremenda emoción y la virtud más
sana y la menos engañosa, que aún queda todo por hacer, que es preciso abominar
de ese mundo que mutila y hace sufrir a los niños y que si es menester destruir
ese mundo –donde los niños hambrean y son heridos, donde los niños son
mercancía, como cada cosa-, hay que hacerlo: hay que acabarlo, hay que
demolerlo, hay que derrumbarlo.
Eso, antes, lo
llamábamos hacer la revolución. Ahora no sé qué se llamará. Como se llame, hay
que volverlo realidad efectiva, para que ese Nuevo Mundo florezca y allí, los
únicos privilegiados vuelven a ser, como nunca debiesen haber dejado de serlo,
los niños. Nuestros niños. Todos los niños.
Río Abajo,
Noche Buena de 2016
__
De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 25/12/2016
No comments:
Post a Comment