Braulio Blas Soto
era medio puelche, medio gallego, medio irlandés, medio matrero y medio loco
Braulio Blas Soto
era medio baqueano, medio cateador, medio vago, bastante borracho –su sangre
irlandesa- y medio loco, insistiré con ello
Sus hazañas,
hallazgos, galardones y merecimientos eran memorables al sur del Aconcagua
Descubrió la
famosa mina de ópalos del cerro Cochicó, unos ópalos nobles, de colores fogosos
Encontró
turquesas inmensas, como huevos de ñandúes, en Andacollo y un cuerno de
unicornio en la pampa de Litrán que enterró en algún hueco, que no señaló, y
luego extravió en su memoria
Halló numerosos
puertos de montaña, ausentes de la cartografía, que atravesaban la cordillera
siguiendo inmemoriales huellas indígenas
Debajo de un
promontorio de piedras negras, encontró un amarre de cueros, y dentro del
alijo, una carta dirigida a Manuel Rodríguez firmada de puño y letra por el
mismísimo San Martín donde le instaba a seguir hostigando a los godos con sus
guerrillas
La carta la perdió
en un juego de naipes en una noche de mala espina interminable en Curicó
El 47, era enero,
salvó la vida al único sobreviviente de la caída del avión postal holandés que
se estrelló cerca al lago Epu Lauquen
El rey de Holanda
le envió otra carta, agradeciéndole el rescate, y también una medalla, grabada
en oro, con un sol y laureles. La perdió también, una vez que creció el Atuel y
casi muere cuando las aguas arrastraron a Estrella, su yegua
Amigo de
Saint-Exupéry, se los veía juntos en una fotografía donde el conde lucía un
quillango finísimo que Soto le obsequió y que, a su vez, le fue regalado a él
por un cacique tehuelche. La foto se quemó en un incendio cuando los nazis se
tomaron Lieja
Un invierno,
entró a explorar las serranías de Auca Mahuida en compañía de un kallawaya que
había arribado solitario desde las montañas de Bolivia. Cómo aparecieron tres
meses después en Carmen de Patagones, doscientas leguas al este, nadie puede
dar fe. Uno dijo que fueron volando porque “el boliviano ese era un mago
poderoso”. Otros le creyeron a Soto: caminaron por la nieve, guiados por el
sonido del mar que el brujo del norte escuchaba en su caracola. ¿Y qué comían?
–preguntaban con avidez. Chuletas de guanaco y plantas de la tierra, aseguraba
Braulio Blas. ¿Y dónde dormían? En cuevas, si nos topábamos, o en pozos que
cavábamos con las manos ¿Y qué encontraron? –inquirían, alucinados. Soto se
volvía lacónico y contestaba, invariablemente: el poder del viento
Braulio Blas Soto
era medio sabio, medio extraño, medio inclasificable
Lo que no había
término medio para definirlo era en esto: Braulio Blas Soto sabía contar
Vos le ponías dos
ginebras en la mesa y te narraba en verso, corregida y aumentada, la historia
de Marco Polo –decía, también, que era medio veneciano, me faltó aclarar
Lo conocí en un
boliche de Algarrobo del Águila, un lugar que merecería figurar en todas las
bitácoras sólo por su nombre
Es lo más agreste
de La Pampa, la provincia de La Pampa, territorio puestero, reino del caldén,
el fraile Aldao pasó por aquí cuando Tata Rosas lo mandó a pactar con las
tribus, te cuenta Braulio Blas Soto y lanza un dardo: una bisabuela mía fue su
amante…
¿Amante de Aldao?
–mi curiosidad me abruma: la historia de Aldao es una de las mejores historias
argentinas que se pueden evocar, la historia del general dominico, el fraile
guerrero, el gobernador progresista y amigo de los pobres, el militar
despiadado. Una síntesis, un mundo: un país
Si, de Aldao, del
mismo –insiste Soto y hace una seña: dos ginebras más
Mi bisabuela se
llamaba Fiona. Aldao la rescató. Era cautiva de los puelches. Era hija de un
irlandés, comerciante en cueros, afincado en Tapalqué, y más borracho que yo.
Se apellidaba Kelly. Lo mataron en una riña de gallos, el mismo año de Caseros.
Mama Fiona se afincó en Mendoza. Aldao le dio unas tierras por los lados del
Tupungato. Tuvo nogales y miles de cabras. Un día conoció a un francés que
estudiaba piedras y escribía poemas. Se enamoraron. Partieron rumbo a Chile, a
embarcarse en Valparaíso, con la promesa de Europa. Era verano. Un alud de
nieve la sepultó con el franchute en el medio de la cordillera –Braulio Blas
Soto no cesa de reírse y vuelve a pedir dos más. Nunca pude encontrar ni medio
hueso de la abuela, ni menos que menos los baúles del francés –todos, al sur
del Aconcagua, juraban que estaban llenos de oro de los indios antiguos y de
piedras raras que cualquier sultán de Adén pagaría sin dudar un dineral por
ellas…
¿Y?- lo apuro
¿Y qué? –me mira
fijo
¿Y el tuyo? ¿Tu
tesoro?
Ah, se inspira:
ya te deben haber contado…
Y si, le digo: no
voy a venir al pedo desde tan lejos…
Al sur del
Aconcagua, el tesoro de Soto brillaba más que ningún otro.
* * *
Braulio Blas Soto
tuvo su momento de gloria: cuando apareció en las páginas de los periódicos de
Buenos Aires diciendo que había descubierto una ciudad perdida en medio de la
nada. La noticia la trajo un ingeniero de YPF que lo había conocido en Chos Malal,
cuando andaban por ahí prospectando petróleo. Nadie le creía al ingeniero hasta
que en un coctel del club de ajedrecistas de refugiados de Lublin, se encontró
con Levillier, el insigne Levillier, historiador canónico.
Ahora cuenta
Soto: Levillier, Roberto Levillier, dice que le dijo al ingeniero: ¿y cuántas
botellas de vino se chupó el paisano –paisano me dijo el coso, Soto reía- antes
de que le cuente la historia de la ciudad perdida?
Unas siete, tal
vez ocho –le respondió el ingeniero- sabía beber el hombre
Entonces, debe
ser cierto: los borrachos no mienten –dicen que le aseguró Levillier, Roberto
Levillier, y luego ametralló con el sitio, con la más aproximada ubicación del
sitio donde se localizaba la ciudad perdida
Está en las
faldas de un volcán –secreteó el funcionario, mientras bebían el mejor vodka de
todas las Polonias
Quise saber su
nombre pero Soto no me lo dijo. Insistió, amagó pedir licor, pero Soto lo cortó
en seco: mirá, ingeniero, volvete a Neuquén por donde viniste y traete caballos,
hombres, herramientas, carpas y un buen fajo de billetes, ¡ah! y dos botellas
de whisky de Irlanda, una para mí solito y otra para que la compartamos, y yo
lo llevo
Levillier no se
acongojó. Puso a funcionar su extraordinaria memoria geográfica y luego
exclamó, para sí, para el ingeniero, para el mundo entero: ¡Caramba, Suárez!
(así apellidaba el ingeniero), ¿acaso no se ubica? Al norte de Chos Malal, está
la Cordillera del Viento, y en esa cordillera, el pico principal es un volcán
–Levillier estaba exultante, estaba a punto de volver a descubrir con Balboa el
Océano Pacífico. Fue entonces que pegó un alarido y luego gritó: ¡el Domuyo, el
volcán Domuyo, querido Suárez!
Suárez se
sorprendió (por tanto cariño). Sólo atinó a decir: ¿y ahora que hacemos, Levillier?
Nada, por ahora nada, brindemos nomás por este feliz encuentro. Mañana, voy al
periódico para anunciar que la Ciudad de los Césares está a punto de ser
re-descubierta
Dicho y hecho.
Dos ginebras más. Al otro día -15 de septiembre de 1955-, la noticia salió
publicada en La Prensa, el periódico de los Gainza Paz que había sido
expropiado por el gobierno peronista. El titular decía: DESCUBREN CIUDAD
PERDIDA EN LA PATAGONIA. El subtítulo aclaraba: SE TRATARIA DE LA CIUDAD DE LOS
CESARES, SEGÚN LEVILLIER Y EL ARRIERO SOTO (las carcajadas del susodicho
retumbaban en el bar y medio Algarrobo del Águila) Al otro día, esto es
historia conocida: vino el golpe de estado contra el general Perón, que se
exiló en una cañonera paraguaya. La llamada Revolución Libertadora arrasó con
todo
¡Qué mala leche,
compañero! –sentenció Braulio Blas y me abundó para mayor esclarecimiento: vaya
a cualquier biblioteca y trate de conseguir un ejemplar de La Prensa de esos
días. No hay ni mierda. Los milicos prohibieron hasta la Marcha Peronista y de
la Ciudad de los Césares, si te he visto, no me acuerdo. El potencial mayor
descubrimiento arqueológico de toda la historia argentina frustrado por una
asonada de entorchados: cierra, a mí me cierra
¡Traé dos
ginebras más, Manuel! ¡Salud, mi amigo! ¡Por la Ciudad de los Césares!
Disculpame un momento, Soto: ahora vuelvo
Es noche
profunda. Es más profunda aún en Algarrobo del Águila. Salgo a hacer aguas
afuera. Quiero aire. Es mucha historia junta. Mientras desaguo, busco
visualmente la Cruz del Sur, luego apunto mi mirada al sudoeste, más preciso:
al sud-sudoeste. Vuelo, mentalmente, cincuenta leguas en línea recta. Ya la veo
Allí está.
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Fotografía: Volcán Antuco, Chile, con el volcán Domuyo, Argentina, al fondo.