Libero Grassi,
dueño de una fábrica de pijamas y calzoncillos, publicó esta carta en el Giornale
di Sicilia el 10 de enero de 1991: “Queridos extorsionadores: pueden
ahorrarse las llamadas telefónicas amenazantes y los gastos en bombas y balas,
porque no vamos a pagar el chantaje y estamos bajo protección policial. He
construido esta fábrica con mis manos, es el trabajo de mi vida, y no pienso
cerrarla”. En esa misma fecha acudió a una comisaría de Palermo y puso una
denuncia contra los mafiosos que le visitaban y le llamaban. Algunos de ellos
fueron detenidos. Como consecuencia de este gesto, Grassi solo vivió ocho meses
más.
Durante esos
últimos meses apareció en diarios, radios y televisiones, llamando a la
rebelión cívica contra la Mafia. Una noche asaltaron su fábrica, se la
destrozaron y le robaron la cantidad exacta de dinero que le reclamaban. Él
siguió su empeño contra las amenazas, el miedo, incluso el desprecio: “Muchos
clientes han dejado de venir a nuestra tienda. El presidente de la Asociación
Industrial declaró que yo hacía demasiado ruido. Otros empresarios dicen que
mancho la imagen de Sicilia, que la ropa sucia no hay que lavarla en público y
que voy a los medios por afán de protagonismo. Ellos siguen pagando. Consideran
que la Mafia es invencible. Comprendo el miedo, pero si todos colaboráramos con
la policía y diéramos los nombres de quienes nos chantajean, la extorsión se
acabaría pronto. Yo no soy un quijote, ni un moralista ni un apóstol. Solo
quiero seguir tranquilamente mi camino”. El 29 de agosto de 1991, Grassi salió
de su casa a las 7.30 de la mañana. Antes de llegar al coche, el mafioso
Salvatore Madonia se le acercó y le pegó tres tiros en la cabeza.
Dos años antes,
la Policía había descubierto un libro de cuentas de la familia Madonia con los
detalles de las empresas a las que cobraban el pizzo, el chantaje
mafioso: unos 150 negocios de un barrio de Palermo —restaurantes,
concesionarios de coches, tiendas, talleres y fábricas—, que pagaban entre 150
y 7.000 dólares al mes. Ninguna de las 150 personas extorsionadas quiso dar
ningún dato a la Policía sobre los chantajistas. Dos años más tarde tampoco
hubo ninguna declaración sobre el asesinato de Grassi. Nadie vio nada.
“Cuando la Mafia
mató a mi marido, muchos amigos dejaron de saludarme”, recuerda ahora Pina
Maisano, de 83 años, viuda de Grassi. “Si nos cruzábamos por la calle, hacían
como que no me conocían. Me quedé con un hijo y una hija y nadie me apoyó. Las
asociaciones de empresarios callaron, los partidos políticos se desinteresaron,
el Estado me ignoró. Me sentí muy sola. Fueron unos años de mucho desamparo.
Hasta que decidí pasar al contraataque”.
Palermo
despierta
Doce años después
del asesinato de Grassi, una mañana las calles de Palermo aparecieron
empapeladas con miles de adhesivos que decían: “Un pueblo que paga el pizzo es
un pueblo sin dignidad”. Una periodista preguntó a Maisano si conocía a los autores
de las pegatinas. “No, yo no los conocía, pero le dije a la periodista que para
mí era como si fueran mis nietos”. Unos días más tarde, tres jóvenes fueron a
visitarla y se le presentaron: “Pina, somos tus nietos”.
Edoardo Zaffuto,
palermitano de 36 años, fue uno de los primeros integrantes del grupo Addio
Pizzo (“adiós al chantaje”), uno de los nuevos “nietos” que se acercaron a Pina
Maisano. Su compromiso por la lucha antimafia había brotado durante la
adolescencia, poco después del asesinato de Grassi: “Los chicos y las chicas de
mi edad crecimos en los años 80 con tiroteos diarios por las calles de Palermo,
pero nunca hablábamos de la Mafia, ni en casa, ni en el colegio, ni entre los
amigos. Hubo un momento clave que a muchos nos hizo despertar: las imágenes
brutales del atentado contra el juez Falcone, que había condenado a cientos de
mafiosos en el macrojuicio de Palermo, esas imágenes del cráter de la autopista
y los coches destrozados”. Zaffuto tenía 15 años cuando los capos de Sicilia
programaron aquel bombazo.
El detonador se
lo dejaron al sicario Giovanni Brusca, el Matacristianos,
responsable confeso de “muchos más de cien pero menos de doscientos
asesinatos”. Porque sabían que Brusca no iba a dudar. El 23 de mayo de 1992,
cuando la caravana de tres coches blindados pasó por el punto preciso, apretó
el botón y explotaron quinientos kilos de TNT ocultos bajo la autopista. El
primer automóvil voló setenta metros y cayó en un olivar, con los cuerpos
despedazados de los escoltas Antonio Montinaro, Vito Schifani y Rocco Di Cillo.
En el tercero, que resistió la sacudida, resultaron heridos otros tres
escoltas. El segundo coche reventó y cayó al cráter abierto en el asfalto. En
él quedaron malheridos el juez Giovanni Falcone y su mujer Francesca Morvillo,
que morirían pocas horas después.
A las pocas
semanas, el 19 de julio de 1992, Paolo Borsellino fue a visitar a su madre en
un barrio de Palermo. Era otro de los jueces que había dirigido el macrojuicio,
como mano derecha de Falcone. Cuando se acercaba al portal, explotó un coche
cargado con cien kilos de TNT: murieron Borsellino y cinco escoltas. Su viuda
organizó un funeral privado y prohibió que los políticos participasen: los
jueces llevaban años lamentando la escasa implicación del Estado en la lucha
contra la Mafia y hasta su complicidad con ella, se quejaban de los pocos
recursos de los que disponían y del desamparo en el que habían muerto
asesinados otros investigadores anteriores, como el juez Terranova, el prefecto
Dalla Chiesa y hasta ocho periodistas sicilianos. “Morimos porque estamos
solos”, había declarado Falcone. El historiador John Dickie, en su libro Cosa
Nostra, afirma que el Estado italiano como tal nunca se enfrentó a la
Mafia: la batalla la dio “una heroica minoría de jueces y policías, respaldados
por otra minoría de políticos, miembros de la administración, periodistas y
ciudadanos normales y corrientes”.
En las exequias
por los cinco escoltas de Borsellino, una muchedumbre de policías de paisano y
de ciudadanos palermitanos rompió el cordón de seguridad y entró en tromba a la
catedral de Palermo para encararse con las autoridades. Al presidente de la República,
Oscar Luigi Scalfaro, y al presidente del Gobierno, Giuliano Amato,
zarandeados, insultados y ahogados por la avalancha, los sacaron del templo en
volandas. “Fue el día en el que los sicilianos nos levantamos y acusamos a las
autoridades, en su misma cara, de no hacer nada para proteger a los jueces y
protegernos a nosotros.
El Estado nos tenía abandonados”, recuerda Francesco
Giglio, que ahora tiene 37 años y entonces era otro de esos adolescentes
palermitanos que empezaba a desarrollar un compromiso antimafia. “Echamos a los
políticos de la catedral porque solo nosotros teníamos derecho a llorar por
nuestros hermanos, que habían muerto para liberarnos. En los días siguientes,
algunos compañeros recorrimos las escuelas de la ciudad para pedir a los alumnos
que marcharan con nosotros hasta el árbol de Falcone”. Ese árbol, situado
frente a la casa del juez asesinado, se convirtió en núcleo de peregrinaciones:
los palermitanos dejaron allí flores, mensajes, poemas, fotografías. “Por
primera vez, la gente perdió el miedo de gritar su rabia contra la Mafia y
contra las instituciones sordas y ciegas”, sigue Giglio. “Fue un momento de
gloria. Tras muchos años de toques de queda y silencio institucional, mi ciudad
volvió a nacer. Me sentí orgulloso de ser siciliano, como nunca me había
sentido antes. Desde entonces, todo cambió”.
Apenas unos meses
antes, a principios de 1992, se habían hecho firmes las sentencias del
macrojuicio dirigido por Falcone y Borsellino. Tras muchos años de
investigaciones, procesos y apelaciones, en un camino entorpecido a menudo
desde las propias instituciones del Estado, las sentencias finales condenaron a
360 mafiosos. Y gracias a las revelaciones del capo arrepentido Tommaso
Buscetta, demostraron que la Mafia funcionaba como una organización
jerarquizada, regida por una comisión que decidía los crímenes principales, y
que constituía un Estado paralelo infiltrado en las instituciones, los partidos
políticos y los negocios. Hasta entonces, como explica Dickie, era frecuente
que se negara la propia existencia de la Mafia: muchos políticos, empresarios o
intelectuales consideraban que la violencia se debía a una mera cuestión de
carácter siciliano, una tradición de grupos que funcionaban al margen de la ley
con la “viril arrogancia de quien vela por sus intereses”, de gente violenta
pero con un código de honor que incluso le confería cierto glamour.
Santino di
Matteo, uno de los mafiosos que preparó el atentado contra Falcone, fue
detenido y comenzó a colaborar con la justicia. Entonces el Matacristianos Brusca
secuestró a su hijo, Giuseppe di Matteo, de 12 años, lo tuvo encerrado
veintiséis meses y al final ordenó que lo estrangularan y lo disolvieran en una
bañera de ácido nítrico. No fue el arrebato de un loco: fue una decisión
colectiva de los líderes de la Mafia, coherente con su código de honor. El
sicario que ahogó al niño lo explicó así ante un tribunal: “Yo era un soldado
de la Cosa Nostra, obedecía órdenes y sabía que estrangulando a un niño podía
hacer carrera. Estaba muy contento”. Este era el carácter sistemático y atroz
de la Mafia que revelaron Falcone y Borsellino durante el macrojuicio. Por eso
fueron asesinados a bombazos en los meses posteriores.
Esos atentados
sacudieron Palermo como nunca antes. Miles de ciudadanos colgaron sábanas de
los balcones en señal de protesta, trenzaron una cadena humana que cruzaba la
ciudad y salieron en una marcha masiva contra la Mafia. Entre los manifestantes
estaban Pina Maisano, pocos meses después de que asesinaran a su marido, y
Edoardo Zaffuto, el adolescente que empezaba a abrir los ojos, impresionado por
la brutalidad mafiosa. Sus caminos se entrelazarían doce años más tarde.
En esas
manifestaciones hubo algo que conmovió al joven Zaffuto y que marcó el carácter
de sus primeras militancias: “Por primera vez leí y escuché frases contra la
Mafia. ¡De eso no se hablaba nunca! Pero cuando miles de personas fueron
capaces de juntarse para protestar en voz alta, consiguieron una gran fuerza.
Por eso, cuando empezamos nuestra campaña contra la extorsión, decidimos que
primero debíamos romper el silencio”.
Así pues, el 29
de junio de 2004 siete jóvenes recorrieron de madrugada las calles de Palermo
pegando miles de carteles: “Un pueblo que paga el pizzo es un
pueblo sin dignidad”. Cuando los palermitanos despertaron y salieron a la
calle, quedaron conmocionados con aquel grito antimafia que inundaba su ciudad.
Al mediodía los informativos sicilianos abrieron con imágenes de las paredes
empapeladas, por la tarde las autoridades improvisaron una rueda de prensa para
mostrar su apoyo a los comerciantes que rechazaran el pizzo y
la cámara de comercio anunció que pondría de nuevo en marcha el teléfono para
recibir las denuncias confidenciales de empresarios chantajeados. El teléfono
lo habían suspendido unas semanas antes porque nadie denunciaba nada.
“La mera palabra pizzo era
tabú”, dice Zaffuto. “Nadie hacía comentarios sobre el chantaje cotidiano, pero
unos pocos jóvenes empapelaron la ciudad con esa palabra y obligaron a que los
medios, las autoridades y los ciudadanos hablaran sobre el asunto. Al nombrar
el problema, empezamos a encararlo”. Así dieron continuidad al empeño de
Borsellino, quien poco antes de ser asesinado declaró: “Hablad de la Mafia.
Hablad de ella por la radio, por la televisión, por los periódicos, no paréis
de hablar de ella”. El silencio y el miedo, explicaba el juez, componen el
ecosistema ideal para que prospere la Cosa Nostra sin que nadie la moleste.
Comercios que
no pagan
También Pina
Maisano se empeña en divulgar las palabras de su marido, en propagar la voz
rebelde que la Mafia quiso acallar con tres balazos. Es una mujer de 83 años,
menuda, de pelo blanco y movimientos muy suaves, que se ha convertido en uno de
los iconos de la resistencia cívica. Encabeza manifestaciones, concede
entrevistas en los medios, viaja por escuelas de toda Italia para hablar con
crudeza sobre los estragos de la Mafia y desmontar el glamour de los matones.
En la sede de la organización Addio Pizzo, donde se reúne a menudo con sus
“nietos”, señala una foto enmarcada: “Es la última que le hicieron a Libero, en
una chalupa, en Mondello, dos días antes de que lo asesinaran”. Lo cuenta en un
tono casi inaudible, con un cariño y una dulzura que estremecen. “Libero era un
hombre muy valiente. Sabía muy bien lo que hacía, sabía que estaba condenado a
muerte, pero tenía una conciencia aguda de la injusticia. No solo se negó a
pagar el pizzo, sino que impulsó un movimiento contra la Mafia.
Escribió en los diarios y fue a las televisiones. Rompió el silencio. Por eso
lo mataron”.
“Yo tenía 16 años
cuando asesinaron a Libero Grassi”, recuerda Zaffuto, de pie junto a la viuda.
“Entonces en Palermo se asumía que si no pagabas a los mafiosos, seguramente te
destruirían el negocio o te matarían. Era lo normal. Hasta 2004 apenas nadie
denunciaba las extorsiones a la policía. Para dar la vuelta a tanta
resignación, era necesario que muchos comerciantes se rebelaran al mismo tiempo
y que tuvieran una protección de la sociedad”. Tras la campaña de los
adhesivos, los jóvenes de Addio Pizzo tantearon en 2005 a aquellos empresarios
y comerciantes palermitanos que parecían dispuestos a rechazar el chantaje
públicamente. Pidieron a Maisano que presidiera una comisión de garantías: un
grupo de jueces, escritores, periodistas, sacerdotes y otras personalidades
palermitanas que apoyaban la iniciativa. Maisano aceptó y en 2006 presentaron
la primera lista de cien empresas y comercios que decían no a la Mafia.
“Vivimos un
momento crítico cuando los mafiosos quemaron la ferretería Guajana, uno de los
negocios de la lista”, explica Zaffuto. “Ahí se jugó nuestra credibilidad como
garantía antimafia. Pero la reacción fue muy buena: teníamos mucho eco en los
medios y conseguimos presionar al Gobierno para que diera un nuevo local a Guajana,
como preveía la ley, pero para que lo hiciera inmediatamente. La respuesta
rápida era clave”. Gracias a un apoyo social cada vez mayor, el activista cree
que están derrotando el miedo paso a paso: “Ningún comercio adherido al Addio
Pizzo volvió a sufrir ataques. A la Mafia le interesa la discreción, no le
conviene atacar a una iniciativa que hace mucho ruido en la sociedad. Tres
mafiosos detenidos explicaron ante el juez que existía una orden de dejar en
paz a nuestros comercios. Así que poner el adhesivo de comercio afiliado al
Addio Pizzo en el escaparate ya no es exponerse a un ataque, sino la mejor
manera de defenderse”.
Addio Pizzo
también edita una guía de “consumo crítico”, en la que aparecen los negocios
que no pagan a la Mafia: “Pedimos a los palermitanos que consuman en esas
tiendas. Es una decisión ética: así apoyan a los valientes, animan a que se
sumen más comercios y dejan de financiar a la Mafia. Porque cuando los
ciudadanos consumimos en una panadería, una carnicería, una sala de cine o una
librería que paga el pizzo, una parte de nuestro dinero acaba
llegando a la Cosa Nostra”.
Andrea, un
palermitano de 40 años que prefiere ocultar su verdadero nombre, abrió un
pequeño restaurante en el centro de la ciudad a principios de 2012. Asegura que
no paga el chantaje: “Los de mi generación ya no funcionamos con la mentalidad
tradicional. Tenemos formación universitaria, conocemos nuestros derechos,
sabemos la importancia de una economía legal… En otros barrios de Palermo,
donde la vida sigue siendo más cerrada, casi todos los comerciantes pagan el pizzo.
Pero los negocios más modernos del centro no lo hacemos. La sociedad está
cambiando. Si yo recibiera alguna extorsión, iría inmediatamente a poner una
denuncia. Por suerte, los jueces y la policía luchan contra la Mafia con más
decisión que hace veinte años, que en tiempos de Libero Grassi, y los mafiosos
han perdido fuerza en las calles”.
Con un creciente
número de denuncias, con su poderío militar debilitado por las instituciones y
por la resistencia ciudadana, los nuevos capos renunciaron a los atentados
callejeros y desplazaron sus negocios a los tráficos ilegales, las finanzas y
los altos despachos. “Pero en la calle tampoco podemos cantar victoria. La
mayoría de los negocios de Palermo sigue pagando el pizzo”, dice
Zaffuto. “Cambiar la mentalidad exige un trabajo enorme: para una panadería de
barrio que lleva cincuenta años pagándola, la extorsión ya está incorporada
como un impuesto más, no la consideran anormal”.
En cualquier
caso, los avances son considerables. Si en la primera guía publicada en 2006
aparecían cien comercios de Palermo que rechazaban el pizzo, en la
última, de 2011, ya son más de setecientos.
Macarrones
libres de mafia
Los sicilianos
también pueden comprar “macarrones libres de Mafia”. Y vino, aceite, legumbres
o mermelada. Los encuentran, por ejemplo, en la Tienda de la Legalidad, donde
se venden productos elaborados por cooperativas agrícolas muy peculiares:
cultivan tierras incautadas a la Cosa Nostra, no pagan chantajes y así lo
proclaman en sus envases. La Tienda de la Legalidad es una casa confiscada a
Bernardo Provenzano, el capo de todos los capos, detenido en 2006. Y está
situada en Corleone.
“Todo el mundo
relaciona Corleone con la Mafia. Es una relación innegable, como en tantos
otros lugares de Sicilia, y encima le pusieron nuestro nombre al capo de El
Padrino… Pero lo verdaderamente específico de este pueblo es la antimafia:
aquí han nacido algunas de las luchas cívicas más valientes”, explica
Massimiliana Fontana, gerente del CIDMA (Centro Internacional de Documentación
sobre la Mafia y la Antimafia), una institución situada en este pueblo del que
salieron los capos más sangrientos del siglo XX: Navarra, Leggio,Riina y
Provenzano.
La historia de
Corleone, una pequeña ciudad agrícola y ganadera de la provincia de Palermo,
representa un ejemplo ideal para ver cómo la Mafia ha tiranizado a los
sicilianos y cómo en los últimos años se están sacudiendo esa opresión.
El viajero inglés
W. A. Paton describió Corleone en 1897 como un pueblo de “mujeres pálidas y
anémicas, hombres de ojos hundidos, niños anormales y andrajosos que mendigaban
pan, gruñendo con voz ronca como viejos cansados del mundo”. El interior rural
de Sicilia, según los informes de la época, era una región de miseria, hambre,
analfabetismo, malaria, en la que los campesinos vivían sometidos a los terratenientes
en condiciones cercanas a la esclavitud. Una organización militarizada velaba
por mantener esa situación de dominio feudal: los primeros grupos mafiosos.
Los
terratenientes vivían en sus palacios de Palermo y encargaban la administración
de las tierras a losgabelloti, unos intermediarios tiránicos que
cobraban las rentas, se quedaban con parte de ellas, extorsionaban a los
campesinos, organizaban bandas de asaltantes y cuatreros, y asesinaban a quien
hiciera falta para controlar el comercio de alimentos con la ciudad. Como
relata Dickie, el recién nacido Estado italiano fue incapaz de imponer una
fuerza legal y democrática en la remota Sicilia, así que los capataces rurales
se instalaron en ese vacío, formaron bandas violentas, se extendieron de negocio
en negocio y se especializaron hasta constituir una eficaz “industria de la
violencia”, un gremio más del sector servicios siciliano: si un agricultor o un
comerciante quería que sus negocios prosperaran, que nadie destruyera las
cosechas ni asaltara los transportes, debía contratar los servicios de
“protección” de los mafiosos. En las siguientes décadas, este sistema de
chantaje y violencia se fue consolidando como una gran estructura de familias
coordinadas y dirigidas por una comisión central. Se infiltró en las ciudades,
controló ayuntamientos, saqueó fondos públicos, manejó empresas, se apoderó de
grandes negocios como el de la construcción y dio el salto al tráfico mundial
de drogas y armas. Por el camino cayeron cientos y cientos de cadáveres, los de
cualquier persona que se opusiera a sus negocios.
El Estado
italiano recién nacido tampoco fue capaz de proveer un bienestar mínimo para
los sicilianos. Por eso, ante el paro, la pobreza y la falta de oportunidades,
la Mafia cultivó una imagen de organización preocupada por los suyos, que daba
trabajo y protección a sus paisanos, que defendía valores como la familia, la
lealtad y el honor. Esa propaganda moral sedujo a muchos sectores de la
sociedad. Y maquilló un sistema de opresión implacable, cuyos únicos criterios
eran la acumulación de riqueza y poder. La Cosa Nostra concedía favores a
cambio de una sumisión absoluta, imponía la extorsión y el silencio
obligatorio, establecía pactos de corrupción y complicidad con los poderes
políticos, fueran del color que fueran, y asesinaba a cualquiera que
incordiara.
Algunas de las
primeras rebeldías brotaron precisamente en Corleone. En la década de 1890,
Sicilia vivió una proliferación de los llamados fascios, embriones
de los actuales sindicatos: eran ligas locales de campesinos y mineros,
inspirados en una amalgama de ideas socialistas, cristianas y democráticas, que
peleaban por mejorar las atroces condiciones laborales de la época. En
Corleone, la hermandad de campesinos estaba liderada por Bernardino Verro,
un funcionario municipal que fue despedido por denunciar el poder abusivo de
los mafiosos y los terratenientes. Predicaba el socialismo, la unión de los
trabajadores y la igualdad de hombres y mujeres. Y montó una iniciativa que
atacaba directamente a la Cosa Nostra: dirigió una cooperativa agrícola en la
que los propios socios arrendaban la tierra, la gestionaban, se repartían los
beneficios de manera equitativa y prescindían de los intermediarios mafiosos.
Los corleoneses, entusiasmados por este sistema más justo y libre, votaron en
masa por Verro y lo convirtieron en alcalde de Corleone en 1914. Un año más
tarde, varios sicarios lo mataron a tiros en una calle del pueblo.
Así se inauguró
la tradición mafiosa de asesinar a quienes luchaban por los derechos de los
trabajadores. En 1948, el sindicalista corleonés Placido Rizzotto, impulsor de
una campaña para que los campesinos sicilianos obtuvieran la propiedad de las
tierras, fue secuestrado, asesinado y arrojado a una sima en las montañas. Sus
restos no se encontraron hasta 2009 y no se pudieron identificar hasta marzo de
2012. La noche del asesinato, un pastor de 13 años llamado Giuseppe Letizia,
que cuidaba su rebaño, presenció el crimen. Al día siguiente su padre lo
encontró tirado en el campo, delirando, con fiebre alta, y lo llevó al
hospital. Allí, cuando empezó a recuperarse, el niño relató el asesinato. Y a
las pocas horas murió tras recibir una inyección letal. El director del
hospital era el doctor Michele Navarra, el capo de Corleone. El médico que
atendía al niño bajo las órdenes de Navarra abandonó su puesto de trabajo y a
los pocos días emigró a Australia.
En esos años de
la posguerra mundial se estaba gestando la terrible dinastía corleonesa. A
Navarra lo mató en 1956 su vecino y antiguo subordinado Luciano Leggio, que así
se convirtió en el nuevo capo. A partir de los años 70, a Leggio lo sucedieron
sus socios Totò Riina y Bernardo Provenzano. Los corleoneses dirigieron el
“saqueo de Palermo” (la fiebre de construcción salvaje que arruinó la capital
siciliana, con la ayuda de los alcaldes corruptos Salvo Lima y Vito Ciancimino)
y después, con el propósito de dominar en exclusiva el tráfico mundial de
heroína, lanzaron una guerra de liquidación contra las facciones mafiosas
rivales, que dejó más de mil muertos en apenas dos años, entre 1981 y 1983.
La campaña de
exterminio les dio el poder pero acabó volviéndose en su contra. Uno de los
enemigos a los que derrotaron fue Tommaso Buscetta, capo de los dos mundos,
emperador de la heroína en Sicilia y América: los corleoneses le mataron dos
hijos, un hermano, un yerno, un cuñado y cuatro sobrinos. Cuando fue apresado
en 1983, Buscetta decidió vengarse testificando contra los corleoneses. Pidió
una entrevista con el juez Falcone y empezó a desvelar el entramado de la Mafia
como nunca nadie había hecho antes. Así arrancaron las investigaciones del
macrojuicio de Falcone y Borsellino, que acabaron con cientos de mafiosos
condenados y con la organización muy dañada.
En diversas
épocas, los capos corleoneses fueron detenidos y condenados a cadena perpetua:
Leggio en 1974, Riina en 1993 y Provenzano en 2006. Con los grandes nombres de
la Mafia entre rejas, los vecinos de Corleone se empeñaron en rescatar los
grandes nombres de la antimafia. En 2001 unos jóvenes agricultores del pueblo
se atrevieron a cultivar terrenos incautados a la Cosa Nostra, y a su
cooperativa le dieron el nombre de Placido Rizzotto, el sindicalista corleonés
asesinado y olvidado en una sima durante seis décadas.
Esta singular
iniciativa de las cooperativas antimafia también surgió como una reacción
ciudadana tras los asesinatos de Falcone y Borsellino. El sacerdote Luigi
Ciotti, conocido en Italia por su trayectoria de luchas sociales, aprovechó las
protestas masivas de Palermo para proponer un plan contra el crimen organizado.
Recogió un millón de firmas en todo el país, consiguió que se convocara un referéndum
y que en 1996 se promulgara una ley: la que permite que los bienes confiscados
a la Cosa Nostra sean cedidos a organizaciones con fines sociales. También
fundó Libera, una red antimafia que hoy une a más de 1.500 asociaciones,
sindicatos y escuelas de toda Italia. En esos años nació el proyecto de
especializar Corleone como ciudad antimafia: allí fundaron el Centro
Internacional de Documentación de la Mafia, montaron la Tienda de la Legalidad
en una casa confiscada al capo Provenzano y una casa rural en terrenos
incautados a Riina, dedicaron una plaza a Falcone y Borsellino…
En ese ambiente
de reacción social contra la Mafia, los quince agricultores de la cooperativa
Rizzotto se unieron para enfrentarse al miedo. “Al principio resultó muy
difícil”, explica Simona Sgroi, palermitana de 32 años y miembro de Libera.
“Nadie del pueblo se atrevía a trabajar en terrenos confiscados al capo Riina,
nadie quiso dejar en alquiler una máquina cosechadora a la cooperativa, después
los mafiosos les quemaron los tractores…”. Pero mantuvieron el pulso hasta
ganar la batalla del arraigo social: “La gente del pueblo empezó a ver que la
cooperativa les hacía contratos, que por fin cotizaban, tenían seguro médico y
derechos laborales, no como cuando mandaban los mafiosos. Vieron que una
economía limpia les beneficiaba”, explica Sgroi. “Además las cooperativas salen
en los medios de comunicación, en verano llegan voluntarios de toda Italia para
la cosecha, y a los mafiosos no les compensa meterse con un movimiento tan popular.
La repercusión es el mejor escudo. A la Mafia se la derrota cuando se quiebra
el silencio”. Los agricultores antimafia llevan años aumentando la producción,
venden en supermercados de toda Italia y han comenzado a exportar vino y pasta.
Incluso conquistan
símbolos. Muchos de ellos se forman ahora en el Instituto Profesional para la
Agricultura, en Corleone, que tiene una sede asombrosa: una villa con torres,
jardines, suelos de mármol y muebles de maderas nobles. Es una mansión
confiscada a Totò Riina, el capo que dirigió la guerra mafiosa de los mil
muertos, que dominó el negocio de la heroína y que se encargaba de estrangular
personalmente a sus víctimas después de que sus sicarios las torturaran. Riina
fue precisamente quien ordenó las matanzas de los jueces Falcone y Borsellino.
Pero no calculó que del cráter dejado por sus bombas emergería un movimiento
antimafia capaz de perseguirlo, encarcelarlo, confiscarle los bienes y hasta de
convertir su suntuoso palacio en un centro de educación pública.
El Ayuntamiento
de Corleone recicló los salones de los narcotraficantes en aulas para
agricultores, en un gesto de democracia simple y cotidiana. Y así lanzó un
mensaje poderoso: la sociedad siciliana empieza a recuperar los recursos y la
libertad que la Mafia le ha vampirizado durante siglos.
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De PERIODISMO
NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA (originalmente JOT DOWN), 20/02/2016
Imagen: Afiche de Excellent Cadavers (Ricky Tognazzi, 1999)