KONSTANTIN PAUSTOVSKI
La primera
impresión es siempre muy importante. Se considera, por lo general, que es la
más decisiva. Estamos convencidos de que, cambiemos o no de opinión sobre una
persona, da igual, porque tarde o temprano regresaremos a la primera impresión.
La vigencia de la
primera impresión no se puede explicar con nada, a excepción del convencimiento
que ponemos en nuestra propia agudeza y percepción. En mi vida he experimentado
a menudo esta “primera impresión”, pero siempre con una intensidad variable.
Con frecuencia la
primera impresión nos plantea adivinanzas socarronas.
Mi primer
encuentro con Isaac Bábel ocurrió en circunstancias un tanto misteriosas y de
admiración por mi parte. Tuvo lugar en 1925, en los alrededores de Odessa, en
un paraje conocido como la Fuente del Medio.
Al occidente de
Odessa, a lo largo de muchos kilómetros de la costa, se extiende una franja de
jardines viejos y casas de campo. A todo este lugar se le conoce con el nombre
de las Fuentes (la Pequeña, la del Medio, y la gran Fuente), aunque no exista
ninguna fuente allí. Y parece que nunca la hubo.
Toda la franja de
las Fuentes estaba dividida en estaciones (por el número de paradas del
tranvía), desde la primera hasta la estación 16.
En la novena
estación, para el verano, yo abría las ventanas del balcón en la casa de campo.
Muy cerca, al otro lado del camino, vivía Bábel con su mujer, la bella
pelirroja Eugenia Borisovna, y su propia hermana Meri, a quien todos llamaban
cariñosamente Merita.
Merita, como
dicen en Odessa, era parecida “hasta lo imposible” al hermano y resignadamente
cumplía todos sus encargos. Y Bábel le asignaba muchos, los más diversos, desde
pasar en limpio sus manuscritos en la máquina de escribir hasta bregar con
admiradores inoportunos y descarados. Ya por aquel tiempo llegaban en grupos
enteros desde la ciudad para “ver a Bábel”, lo que producía en el escritor
estremecimiento e indignación.
Bábel había
regresado recientemente de la Caballería Roja, donde prestó servicio como
combatiente raso, bajo el nombre de Liutov. Sus cuentos ya se habían publicado
en muchas revistas como Anales, Lef, El
Erial Rojo y en periódicos de Odessa. Lo asediaba una multitud de jóvenes
literatos de esa ciudad. Y lo irritaban tanto como sus admiradores.
La gloria iba de
su lado. Ante nuestros ojos Bábel se convirtió en un preceptor literario y, al
mismo tiempo, en un sabio imprescindible y burlón.
A veces Bábel me
llamaba para comer en su casa. Con todas nuestras fuerzas lográbamos cargar una
inmensa cazuela de aluminio con papilla líquida. A la cazuela, Bábel la llamaba
“el patriarca”, y, cada vez, cuando aparecía, sus ojos brillaban
carnívoramente.
De igual forma le
brillaban cuando me leía en voz alta en la playa versos de Kipling, o “Mi
pasado y mis ideas” de Herzen, o el cuento del escritor alemán Edshmid, “La
duquesa”, que cayó en sus manos misteriosamente. Era un relato sobre el
ahorcamiento por pillaje del poeta francés François Villon y su trágico amor por una monja duquesa.
A Bábel también le gustaba leer el poema de Arthur Rimbaud “El barco
ebrio”. Leía magníficamente estos versos en francés, los leía con empeño,
fácilmente, como zambulléndose en sus frases estrafalarias, como estrafalario
era el flujo de las imágenes y comparaciones.
-A propósito- acotó una vez Bábel-, Rimbaud fue no solo un poeta sino
también un aventurero. Comerció en Abisinia con colmillos de elefantes y murió
de una enfermedad propia de los elefantes. En él había algo que lo emparenta
con Kipling.
-¿Qué? –pregunté yo.
Bábel no contestó de inmediato. Sentado sobre la arena caliente, lanzaba
al agua guijarros achatados.
Nuestra ocupación preferida en ese tiempo era lanzar guijarros, entre más
lejos mejor, y escuchar cómo penetraban en el agua produciendo un sonido
parecido al descorche de una botella de champaña.
-En la revista Satiricón –dijo Bábel
sin ninguna relación con lo que había comentado antes- publicó el talentoso
poeta satírico Sacha Chorni.
El verdadero apellido de Chorni era Glikberg. Lo recordé porque habíamos
acabado de lanzar guijarros al mar y porque en uno de sus poemas escribió: “Existe
también la isla de la soledad del pensamiento. Sé valiente y no temas descansar
en ella. Allá las peñas sombrías resaltan sobre el mar, en un lugar donde se
puede pensar y lanzar piedritas al agua”.
Observé al cabo de un rato a Bábel. Sonreía tristemente.
-Sacha Chorni era un judío tranquilo –dijo Bábel-, yo también fui así en
un tiempo, cuando todavía no escribía. Entonces no entendía que la literatura
no se hace ni con tranquilidad, ni con timidez. Se necesitan dedos tenaces y
nervios templados para arrancar de la propia prosa, incluso con sangre, los
fragmentos más superfluos, pero que tal vez sean los más amados por ti… Es lo
más parecido a una autoflagelación. ¡Para qué me metí en este penoso asunto de
la escritura! Yo podría haberme ocupado, como mi padre, de maquinaria agrícola,
de trilladoras y máquinas flotadoras Mak-Kormik. ¿No las ha visto usted? Son
hermosas y exhiben elegantes colores. Hasta puedes escuchar cómo susurra el
trigo seco en sus cedazos. Pero en lugar de todo esto, ingresé en el Instituto
de Psiconeurología solo para vivir en Petrogrado y emborronar cuenticos. ¡La
escritura! Soy asmático crónico y ni siquiera puedo gritar como debiera ser. Y
el escritor no debe musitar, sino hablar con toda su voz. Creo que Maiakovski
no farfulló y Lérmontov dio de manera sencilla una bofetada con sus versos a
los descendientes “de la conocida ruindad de los padres glorificados…”.
__
De EL MALPENSANTE, junio-julio de 2007
No comments:
Post a Comment