En la orilla
oeste de la ría, en sentido contrario a la moda, está S. Adrián. Pueblo
marinero cuyas casas se construyen en la montaña. La carretera, que los separa
del mar, es una serpentina plagada de enormes rotondas, casi invisibles de noche,
que desembocan en la carretera de Pontevedra. Parece no haber nada en ese
lugar, como en los pueblos zamoranos con nombre de río: Calzadilla de Tera,
Camarzana de Tera, Micereces de Tera "Pasalalengua por Tera"... o los
terminados en Órbigo o Polvorosa. Grave error.
En plena
carretera general, a 20 m de la tercera rotonda (hay 10) aparece el único lugar
con aparcamiento: un bar de viejos, de esos de mesas de madera, partida de
cartas y dominó, café con gotas, carajillos a dos manos, puerta de tiras
plásticas y mecanismo abrasador de moscas. Dicen que, en estos lugares, se come
maravillosamente, aunque no tengan aspecto apetecible. Aquí, la cocina de Mucha
no tiene nada que envidiarle a la de cualquier cocinerillo televisivo, pero
infinitamente más económica. Tiene una pega: no pides, te sirven lo que hay y
te lo comes. Pobre de ti como no lo termines. Serás el bebedor de zarzaparrilla
de las pelis de John Wayne: nenaza bronqueada por la abnegada cocinera. Aquí
quedamos, el viernes, con un conocido reportero nacional y su familia. Se
hospedarán en la casa rural de más arriba, regentada por una pariente de Luis,
marido de Mucha, que, al carecer de cocina, incluyen el servicio en el
hospedaje.
Al llegar, han
cerrado parte de la terraza con toldos y las moscas se agolpan en el ventanal
plástico. Los vociferantes treintañeros que se pelean con ellas, enmudecen para
no sacarnos ojo mientras aparcamos, damos las buenas tardes y escogemos una
mesa fresca. La contraseña parece ser el arrastre de la silla ya que al
primero, hablan; al segundo, callan para volver a sus asuntos al tercero y
abandonarlo al cuarto... un juego divertido. Vemos a Luis salir del huerto con
cuatro lechugas y varios tomates. "Hoy habrá ensalada", pensamos, y
mientras toma nota de la bebida, hace un gesto a su esposa para que se acerque
a saludar. Es dicharachera, vociferante, nerviosa, simpática, mandona, bajita y
de carnes prietas. Nos vuelve a contar que no puede jubilarse, que le quedan 6
años, ahora 8, para poder descansar de todos esos mangantes que tiene como
clientes, mientras les lanza un guiño y una enorme sonrisa, y le preguntamos
qué habrá de cena.
- "Justante
os chocos?"
- Sí.
- Pos estás de
sorte.
Han levantado el
toldo, por fin, mientras las moscas se expanden en busca de calor.
- "¡Luis,
carallo. ¿Andas parvito ou qué?!", le grita desde la barra. Han entrado en
tropel, chasqueando el mecanismo que las electrocuta. Ni el réquiem de Mozart
lo superaría.
Y va mudando la
clientela, envejeciendo a medida que pasan los minutos, que no la conversación,
que se mantiene y engulle al que llega. Allí están el alcalde, un concejal, el
tesorero; Antonio, marinero jubilado; el dueño de una conocida cadena de
panaderías; uno con el dedo corazón de la mano derecha, vendada; Juan, el
carpintero; Pedro, el electricista, carcajeándose con el sonido de la muerte;
Remigio, el notario; Amando, el aparejador, con cuatro albañiles de la zona y
Santiago, recolector de bateas. Comentamos la disparidad entre puesto y automóvil.
El Audi A6 es de un albañil, mientras que el aparejador viene en un Ford Escort
de veinte años, el Discovery, nuevecito, es de Antonio mientras el dueño de las
panaderías viene en un Citroën C3 destartalado. Hablan de impuestos y empresas,
de asfaltado y limpieza de montes... hasta que aparece nuestro invitado,
reconocido por Antonio.
-"Tí eres
ese da tele ¿non?
- "Sí"
- " O
catalán de merda que quere separarse"
- Catalán de
mierda, sí. Separarse... le presento a mi esposa.
Y nos sentamos en
nuestras mesas, como si nada hubiese ocurrido. La mirada de Antonio habla por
él, perdida en la nada. Tiene la camisa mal abrochada, mostrando su lustroso
barrigón cervecero. Los vaqueros sucios, un zapato de cada padre, gorro de
paja, cana amarillenta, tez ennegrecida, ojos rojos que contrastan con un iris
celeste. Se aferra a una botella de cerveza, medio vacía, que han dejado los
muchachos de la tarde. Su copa, de licor café, se ha evaporado, dice que por el
calor. Lo sientan entre dos mientras Mucha lo amenaza con vetarle la entrada si
vuelve a repetirse algo parecido. Luis le trae otro licor café y un trozo de
empanada de xoubas.
- "Come
algo, que no digan no cementerio que non te coidábamos", le dice. Antonio
sonríe y hablan de Cataluña y del PP y de Podemos y de Pedro Sánchez y de cómo
puede volar un avión y de los mecanismos de las amasadoras del pan, en la
siguiente media hora.
Comienza a
anochecer, la marea está en su plenitud porque arrecia la brisa. Las moscas se
arremolinan en torno a las bombillas del porche. El avión de Barcelona,
comienza a hacer las maniobras de aterrizaje. Aparece Venus en un cielo limpio
que va del turquesa al añil en un degradado perfecto. Las golondrinas chillan y
comienzan a aparecer los primeros murciélagos. El perfil de la montaña se
bidimensiona convirtiéndose en la pintura del mejor academicista del siglo XIX.
El chisporroteo del fuego ha dado paso al olor de la carne y las sardinas a la
brasa. Sal, aceite, pan de centeno y maíz acompañan la conversación de nuestra
mesa. Al lado, el grupo va creciendo. Sacan mesas, sillas, botellas de licor,
las cuarenta y los mirones. Nos conquistan por tramos, a traición, cuando Luis
recoge la mesa, el niño pide el helado y se han llevado a Antonio, dormido, a
su casa. Al final, aunque quieras, es imposible separarse.
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Imagen: Claude Monet, 1865
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Imagen: Claude Monet, 1865
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