Monday, July 17, 2017

Santridán

PAZ MARTÍNEZ

En la orilla oeste de la ría, en sentido contrario a la moda, está S. Adrián. Pueblo marinero cuyas casas se construyen en la montaña. La carretera, que los separa del mar, es una serpentina plagada de enormes rotondas, casi invisibles de noche, que desembocan en la carretera de Pontevedra. Parece no haber nada en ese lugar, como en los pueblos zamoranos con nombre de río: Calzadilla de Tera, Camarzana de Tera, Micereces de Tera "Pasalalengua por Tera"... o los terminados en Órbigo o Polvorosa. Grave error.

En plena carretera general, a 20 m de la tercera rotonda (hay 10) aparece el único lugar con aparcamiento: un bar de viejos, de esos de mesas de madera, partida de cartas y dominó, café con gotas, carajillos a dos manos, puerta de tiras plásticas y mecanismo abrasador de moscas. Dicen que, en estos lugares, se come maravillosamente, aunque no tengan aspecto apetecible. Aquí, la cocina de Mucha no tiene nada que envidiarle a la de cualquier cocinerillo televisivo, pero infinitamente más económica. Tiene una pega: no pides, te sirven lo que hay y te lo comes. Pobre de ti como no lo termines. Serás el bebedor de zarzaparrilla de las pelis de John Wayne: nenaza bronqueada por la abnegada cocinera. Aquí quedamos, el viernes, con un conocido reportero nacional y su familia. Se hospedarán en la casa rural de más arriba, regentada por una pariente de Luis, marido de Mucha, que, al carecer de cocina, incluyen el servicio en el hospedaje.

Al llegar, han cerrado parte de la terraza con toldos y las moscas se agolpan en el ventanal plástico. Los vociferantes treintañeros que se pelean con ellas, enmudecen para no sacarnos ojo mientras aparcamos, damos las buenas tardes y escogemos una mesa fresca. La contraseña parece ser el arrastre de la silla ya que al primero, hablan; al segundo, callan para volver a sus asuntos al tercero y abandonarlo al cuarto... un juego divertido. Vemos a Luis salir del huerto con cuatro lechugas y varios tomates. "Hoy habrá ensalada", pensamos, y mientras toma nota de la bebida, hace un gesto a su esposa para que se acerque a saludar. Es dicharachera, vociferante, nerviosa, simpática, mandona, bajita y de carnes prietas. Nos vuelve a contar que no puede jubilarse, que le quedan 6 años, ahora 8, para poder descansar de todos esos mangantes que tiene como clientes, mientras les lanza un guiño y una enorme sonrisa, y le preguntamos qué habrá de cena. 

- "Justante os chocos?"

- Sí.

- Pos estás de sorte. 

Han levantado el toldo, por fin, mientras las moscas se expanden en busca de calor. 

- "¡Luis, carallo. ¿Andas parvito ou qué?!", le grita desde la barra. Han entrado en tropel, chasqueando el mecanismo que las electrocuta. Ni el réquiem de Mozart lo superaría.

Y va mudando la clientela, envejeciendo a medida que pasan los minutos, que no la conversación, que se mantiene y engulle al que llega. Allí están el alcalde, un concejal, el tesorero; Antonio, marinero jubilado; el dueño de una conocida cadena de panaderías; uno con el dedo corazón de la mano derecha, vendada; Juan, el carpintero; Pedro, el electricista, carcajeándose con el sonido de la muerte; Remigio, el notario; Amando, el aparejador, con cuatro albañiles de la zona y Santiago, recolector de bateas. Comentamos la disparidad entre puesto y automóvil. El Audi A6 es de un albañil, mientras que el aparejador viene en un Ford Escort de veinte años, el Discovery, nuevecito, es de Antonio mientras el dueño de las panaderías viene en un Citroën C3 destartalado. Hablan de impuestos y empresas, de asfaltado y limpieza de montes... hasta que aparece nuestro invitado, reconocido por Antonio.

-"Tí eres ese da tele ¿non?

- "Sí"

- " O catalán de merda que quere separarse"

- Catalán de mierda, sí. Separarse... le presento a mi esposa. 

Y nos sentamos en nuestras mesas, como si nada hubiese ocurrido. La mirada de Antonio habla por él, perdida en la nada. Tiene la camisa mal abrochada, mostrando su lustroso barrigón cervecero. Los vaqueros sucios, un zapato de cada padre, gorro de paja, cana amarillenta, tez ennegrecida, ojos rojos que contrastan con un iris celeste. Se aferra a una botella de cerveza, medio vacía, que han dejado los muchachos de la tarde. Su copa, de licor café, se ha evaporado, dice que por el calor. Lo sientan entre dos mientras Mucha lo amenaza con vetarle la entrada si vuelve a repetirse algo parecido. Luis le trae otro licor café y un trozo de empanada de xoubas. 

- "Come algo, que no digan no cementerio que non te coidábamos", le dice. Antonio sonríe y hablan de Cataluña y del PP y de Podemos y de Pedro Sánchez y de cómo puede volar un avión y de los mecanismos de las amasadoras del pan, en la siguiente media hora. 

Comienza a anochecer, la marea está en su plenitud porque arrecia la brisa. Las moscas se arremolinan en torno a las bombillas del porche. El avión de Barcelona, comienza a hacer las maniobras de aterrizaje. Aparece Venus en un cielo limpio que va del turquesa al añil en un degradado perfecto. Las golondrinas chillan y comienzan a aparecer los primeros murciélagos. El perfil de la montaña se bidimensiona convirtiéndose en la pintura del mejor academicista del siglo XIX. El chisporroteo del fuego ha dado paso al olor de la carne y las sardinas a la brasa. Sal, aceite, pan de centeno y maíz acompañan la conversación de nuestra mesa. Al lado, el grupo va creciendo. Sacan mesas, sillas, botellas de licor, las cuarenta y los mirones. Nos conquistan por tramos, a traición, cuando Luis recoge la mesa, el niño pide el helado y se han llevado a Antonio, dormido, a su casa. Al final, aunque quieras, es imposible separarse.

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Imagen: Claude Monet, 1865

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