JOSÉ CRESPO ARTEAGA
Sin proponérmelo
me ha salido bastante patriota la receta de hoy, mejor dicho, el manjar que
acabo de improvisar para deleite, primero, de mis ojos y luego de mis papilas
gustativas. El subconsciente me ha movido a disponer los elementos del plato en
un orden nacionalista, como queriendo imitar los colores de la bandera:
enjundiosos tomates que simbolizan la sangre de los mártires de la
independencia, doradas monedas de camote a cuenta del oro y otras riquezas del
subsuelo y pálidos pepinillos (unas hojas de apio o espinaca quizá le darían
más lustre al decorado) para ilustrar el verdor de los prados y bosques que
pueblan el territorio nacional.
Dicen que la
patria es la tierra que nos cobija, ese molde de fronteras imaginarias en el
cual crecemos. Un concepto tan manipulado a conveniencia que ya no sabe a nada.
Mi patria no tiene montañas, ríos, pueblos, selvas, playas ni volcanes. Mi
patria palpita en cualquier rincón donde arde un fogón, hierve una marmita y
escapa el olor de algo cocinándose. Y de yapa, mi patria descansa en una buena
siesta. Mi patriotismo huele a cocina, nada más.
Pero basta de
ensoñaciones patrióticas que no conducen a nada. Que, mejor, los sabores de la
tierra y los aromas del aire nos conduzcan al disfrute efímero y recuerdo
permanente. Qué tal si empezamos por la sopa: ésta ha de ser ligera, de regusto
más o menos neutral, tipo una de fideos cabellos de ángel o corbatitas,
decorada con cilantro picado como único complemento. Lo de esta yerba no es
casual, pues el intenso perfume que emana al contacto con un caldo caliente
despertará el instinto asesino por la comida, preparándonos para el placer que
viene después (a falta de cilantro, vale el perejil, de espíritu más moderado,
eso sí).
Por los efluvios
que ya escapan de la cocina se adivina el plato fuerte. No hay nada más
explosivo para el cerebro que el detonante de unos filetes asándose en la
cazuela. Pura pulpa de lomo de reses criollas, criadas en medio del campo entre
pastizales y arboledas. Ganado fiero de múltiples pasturas luego se prodiga en
la carne más exquisita, a no dudarlo. Se asegura que el cordero de Oruro tiene
un toque dulzón e irresistible por criarse en pleno altiplano, a pura dieta de
paja brava. Lo mismo podría aseverarse de la tierna carne que de vez en cuando
llega hasta mi mesa, por fortuna o por cortesía de mi madre, más bien.
Negado para
filetear carnes como soy le he encargado que me los prepare y los deje listos
para la sartén. La magia de sus manos combinada con especias y salsas ha puesto
la sazón en su justa medida. La carne ha marinado un par de horas en la salsa
para que su jugo sea absorbido lentamente. Por todo trabajo, he puesto a hervir
papas y camotes por separado, para que no se manchen unos a otros, y unos son
más veloces en la cocción, según lo sé por experiencia. Los vi en el mercadillo
del barrio y se me ocurrió combinarlos por primera vez, esperando que me
resulte una joya en cuanto a sensaciones.
Empecemos por la
pinta primero: mi platillo se deja comer con la mirada, para activar
inmediatamente esa parte del cerebro asociada al placer y la contemplación
estética, ¿dónde se ha visto unas subyugantes papas jaspeadas de morado casando
perfectamente con el matiz áureo de unos camotes en su punto más dulce? en
ninguna patria, salvo quizás en lo más recóndito de unas selvas cruceñas donde
se oculta una gema de indudable belleza exótica: la bolivianita. No se puede
imitar a la naturaleza, dicen los manuales, pero que estuve cerca con este
homenaje culinario nadie me quita de la cabeza.
Ya está, pueden
imitarme si quieren en cualquier latitud del planeta. Que los elementos –la
carne, los vegetales- los hay a montones. Que la receta del manjar es de una
sencillez apabullante, desde luego. Que no entiendo ni papa de cocina, puede
ser. Que estoy hablando desde la autocomplacencia, tal vez. Pero esa
papa de cautivadores tonos violetas, con su hondo sabor a tierra mineralizada
para mayor dicha, dudo que crezca en cualquier parte. La suerte de vivir en una
tierra tan pródiga me hace sentir privilegiado, qué le vamos a hacer, y me hace
querendón de estos pagos. ¿Qué eso me hace patriota como ninguno?
Me he zampado el
platillo en cuestión de minutos, para que sepan cuánto dura mi patriotismo. Y
la carne suavecita, rematada con áspero tinto chileno, casi me supo a placer
culpable. Que fusilen al traidor mientras suena la Marcha Car-naval.
Ametrino o bolivianita
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 18/07/2017
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