El maestro Discépolo le
dio a Ernesto Sábato, sin darse cuenta, la más celebrada definición
de tango cuando afirmó que solo es «un pensamiento triste que se puede bailar».
El libro en el que aparece la cita está dedicado a Borges, y Borges
protestó por la dedicatoria y por la cita: a su juicio, los tangos ni son
pensamientos (podrían ser, como mucho, emociones), ni son tristes, sino que,
por el contrario, hablan de la felicidad y del coraje de sus muertos. Allí
están para probarlo las canciones de la Guardia Vieja y las primitivas melodías
de violín que se improvisaban en las “casas malas” a finales del XIX, donde los
hombres bailaban con hombres un baile «demasiado indecente para la mujer». Hoy,
y desde el éxito alcanzado por el Libertango de Piazzola,
parece estar recuperando su carácter instrumental originario, pero ya unido
para siempre a la nostalgia, a la melancolía que lo ha hecho famoso y de la que
el propio Borges es involuntario cómplice en su poema El tango,
donde acaba añorando ese «pasado irreal que de algún modo es cierto, / el
recuerdo imposible de haber muerto / peleando en una esquina del suburbio».
En cualquier
caso, triste o alegre, sentido o pensado (esta sería una definición exacta de
la variedad europea), Borges, Sábato, los cantores de la epopeya o de la
versión más dolida, cronistas más o menos eruditos como Lastra o Vicente
Rossi, todos coinciden en que el tango es, fundamentalmente, una música y
un baile violentos. Su origen, como el del jazz, es salvaje: la milonga rural,
los patios de los barrios pobres, la música de los negros. Sus pasos se llaman
cortes y quebraduras. El violín tanguero “llora”. El bandoneón “se queja” y
“gime”. Sus personajes son arquetipos literarios: la prostituta, valesca o
criolla; el niño bien, pijo rebelde que busca riña en los lupanares orilleros;
el compadrito bebedor que observa receloso desde el fondo de la barra al niño
bien; y el malevo, descarado y pendenciero, el puñal en la cintura, la boca
fruncida en torno al cigarro consumido. Son los gauchos de la urbe, gauchos
contemporáneos que se enamoran y se desgracian en los bajos fondos de la
ciudad. Y eso es el asesinato en el tango: una desgracia que acaece a asesino y
a asesinado, simple cuestión de suerte o destino ineludible de tragedia griega,
lo mismo que el amor, siempre incendiario, de macho dominante y altanero como
lo es el mismo baile. La víctima de una y otra cosa a menudo es la mujer.
Como muestra el
reciente ensayo The tango Machine, de M. J. Lurker,
en torno al tango se ha levantado (no sin esfuerzos institucionales) un
imaginario que hoy se identifica con el alma argentina, sin importar que
algunos de los tangos más hermosos hayan sido compuestos en Montevideo y sus
orillas se disputen la paternidad del baile; sin importar, tampoco, que otras
latitudes hayan sabido apropiarse de él (Japón, por ejemplo, o Finlandia, que
merece toda la atención por ser un caso de excepcional idoneidad que ya ha sido
comentado por Antonio Costa en esta revista, porque ¿qué otra
cosa podría bailarse en la larga noche finlandesa? ¿qué escuchar, si no, para
vencer la melancolía nacional, esa saudade ártica que
llaman kaijo?). Sin importar, en fin, que su realidad sea que cada
vez son menos (y más viejos) los que se interesan por él. Se trata de una
mitología violenta como toda mitología, ligada a esas coordenadas australes que
suenan a frontera y fin del mundo, Palermo, Corrales, San Telmo, Balvanera; a
esos nombres de reminiscencias mediterráneas que han ido dando estatura al
«reptil de lupanar» de Leopoldo Lugones: son Carlos Gardel, Le Pera, Sosa, Manzi, Canaro, Rinaldi, Corsini, Lamarque,
los De Caro, Tita Merello, Flores, Contursi y Maizani,
en fin, el maestro Aníbal Troilo, el gran Astor Piazzola.
El tango es,
entonces, un pensamiento o un sentir violento que se puede bailar. Es también
nostálgico, precisamente por lo feliz (yo no sé cómo a Borges se le pudo
escapar esto), y antes que violento se han utilizado tradicionalmente los
adjetivos pasional o arrebatado. Ricardo Güirales, con unos versos
desgarradores, lo califica además de severo y triste, amenazador, bestial,
fatal y bruto, hostil y despechado, «aliento de prostíbulo», «mancha roja»
coagulada en negro, lento «baile de amor y de muerte». De amor y de muerte.
Añade en otro lado que a través del tango uno puede experimentar la dureza del
arrabal como a través de la tela de la empuñadura se siente el frío del acero.
Y eso que
Güirales, según todos los testimonios, era un bailarín elegante, de suavidad
felina, ejemplo de esa ternura inherente a la violencia tanguera (de oxímoron
está el mundo lleno) que encuentra su mejor reflejo en la estrechez de los
cuerpos, en la pareja que baila contra el mundo en la rueda, alejándose,
juntándose de nuevo, dos rostros que se rozan en la penumbra mientras suena la
música, ojos que se desafían y se buscan, piernas que se enlazan, y otra vez el
silencio. El tango es en este sentido como El Jaguar, el personaje de La
ciudad y los perros de Vargas Llosa que nos es
descrito a través de los otros chicos como un joven temible e implacable, pero
que, ulteriormente, con lentitud y en la intimidad, demuestra ser capaz de una
dulzura y de un amor conmovedores.
Güirales era,
como Discépolo, un bailarín. Pero en lo que no se insiste lo suficiente es en
que los tangos no solo se pueden bailar, sino que pueden también ser leídos.
Sus letras son la expresión, en su origen, del encuentro crepuscular del siglo
XIX con el amanecer del XX, y de una forma de sufrir y de amar que es
universal.
Más acá de la
música, reparar en la letra de un tango supone reconstruir un pasado de
vigencia actual, ficticio y poético. Hay letras de tango sangrientas (Te
llaman malevo, Los jazmines de San Ignacio) y lloronas (Soledad, Mi
noche triste, Tu pálida voz); las hay amargas (Malevaje, Viejo
smoking, Cambalache) y dulces (Te quiero, El día
que me quieras). Se escribe al tango mismo (El choclo, Apología
tanguera) y a la ciudad añorada o perdida (Mi Buenos Aires querido, Volver, Melodía
de arrabal). Se escribe a esos amigos que desaparecieron o que se dejaron
atrás (Cafetín de Buenos Aires, Tres amigos). Se escribe,
sobre todo, a la mujer (Margot, Malena, Gricel,
las profesionales de Corsini), en algunas ocasiones con un sadismo machista que
ha sido estudiado recientemente por el profesor Martín Kohan en Ojos
brujos y que se explicita, por ejemplo, en el recurrente asesinato de
la mujer traidora o en el regreso arrepentido con su hombre, al barrio, a la
vida que dejó por codicia o por lujuria (Volverás, golondrina, Noche
de Reyes, o Dicen que dicen, cuyo compositor, Enrique
Delfino, pidió al letrista que se dejara de recuerdos: que no dijera que la
mató, sino que la matara ahí mismo). Un ejemplo de la inversión de los papeles,
en el que el hombre es el miserable traidor y el desenlace no se salda con un
feminicidio, lo encontramos en los tangos de Agustín Magaldi.
Son, en cualquier
caso, versos populares «de amor y de muerte». Los hay que darían para un
seminario de metafísica. No pasaron desapercibidos a los poetas, como los
poetas no pasaron desapercibidos a sus protagonistas. Borges, en sus
conferencias, sugiere que alguien debiera juntar un día todas las letras de
tango, comparándolas con el romancero castellano, y escribir con ellos la
canción de gesta argentina que sucedería al Martín Fierro. Julio
Cortázar declaró que el tango resulta pobre comparado con el jazz
(añoraba la improvisación), pero de una pobreza hermosa, y sabemos que uno de
sus poemas favoritos era el Mano a mano de Celedonio
Flores, un tango que cantaba Gardel. Del otro lado del mar, Lorca relacionó
la sentimentalidad del cante jondo y la sentimentalidad del jazz y, según Gibson,
ensayó el tango tras su visita a Buenos Aires a finales de 1933, «abanico de
lágrimas» cuyo sentimentalismo nada tenía que envidiar ni al jazz ni al cante
jondo; allí trabó amistad, en el café Tortoni, con Carlos Gardel y con Enrique
Santos Discépolo, que a su vez compartían mesa con escritores de la talla
de Victoria Ocampo u Oliveiro Girondo, encuentros
que recordaría con cariño Tania “La Lucianito”. «El tango, Federico, hoy es tu
tango», dice Gloria Marcó en el que le dedicó a su muerte. No
este tango, sino El Tango, que es desde entonces propiedad del poeta granaíno.
Los escritores
regalaban sus letras a los compositores; los compositores se regalaban los
tangos entre sí, o se los vendían. Alguno fue robado. Había quien no daba
importancia a la letra, generosamente, y quien se demandaba hasta la censura y
la ruina por mantener su firma en la cuartilla. Se dice que en 1934 Gardel y Le
Pera pasaron cuatro semanas de insomnio encerrados en un piso de París, el
primero a las teclas del piano, el segundo a las teclas de la máquina de
escribir, trabajando en los tangos de la película Cuesta abajo. Ese
era el ambiente en el que se escribían, se tocaban y se bailaban los tangos.
Del prostíbulo pasó a los salones de las casas, a los teatros y a los cines
(como el jazz, otra vez). Del gaucho urbanita a la masa de inmigrantes
desarraigados que dieron identidad a los barrios del Río de la Plata. Las
mujeres empezaron a cantarlo, y hoy, en las ruedas cotidianas, no es extraño
que sea ella quien lidere el baile, como no lo es que bailen mujer con mujer y
hombre con hombre (otra vez). El tango ha cambiado, pero quien lo escucha en
2017 no puede sino sentirse hermanado con los hombres y mujeres que a lo largo
de más de cien años han sido heridos por los cortes de sus pasos, por los
quejidos del bandoneón.
La metáfora
física del baile es de una sugestión exacta: el bailarín tanguero se entrega al
desconocido, lo abraza, confía en el otro. Se sienten el cuerpo propio y el
cuerpo ajeno con intensidad, su tacto, su olor, la profunda emoción de la
música deviene en profunda intimidad. Acabada la canción, los bailarines se
separan, vuelven a estar solos. Se han encontrado en la música y en el baile,
pero también en la poesía. La nostalgia que evocan los versos de Corsini y
de Expósito, la sencillez de los tangos de Flores, la afilada
precisión de las letras de Héctor Blomberg, la sonoridad
incomparable de Le Pera, son también un vínculo. El que nos queda a quienes no
sabemos bailar.
Federico, que se
sentía «inclinado a la comprensión de los perseguidos» (por eso su interés en
el cante de los gitanos, en el jazz de los negros), pensaba que la poesía era
sencillamente «una palabra a tiempo» fundada en el amor, el esfuerzo y la
renuncia: palabra de marginados para marginados, única palabra que importa.
Esta «mitología de cuchillos» que, según Borges, constituiría la porvenir
recopilación de todos los tangos escritos, no habla (como se ha pregonado) de
la naturaleza del alma argentina; su lírica es la de todo corazón humano,
herido pero entero, eternamente perseguidor y perseguido. Podríamos decir
(Güirales nos perdone) que a través de las letras del tango uno puede sentir la
dureza de la vida igual que a través de la empuñadura se sienten el frío del
acero o el calor de la sangre en la hoja del puñal, y que puede hacerlo, como
escribió el poeta Raúl Zurita en la carne viva de Chile, «sin
pena ni miedo», con el coraje de la grela porteña que es su heroína, con la
sonrisa resignada y melancólica de un cantor de café.
Pocas cosas hay
en el mundo más poderosas que el olvido, dice Antonio Pau en Música
y poesía del tango. «Una de ellas es la voz de Carlos Gardel». Las palabras
a tiempo de Federico son otra. Y hay tres o cuatro más en las letras de los
mejores tangos, para quien quiera escuchar y esté dispuesto a recibir los
cuchillos del recuerdo, a morir peleando con Borges (ciego y letal como un
samurái de Kurosawa) en una esquina del suburbio, por un pensamiento triste que
se puede bailar.
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De SEPHATRAD
(blog de Isac Nunes), 26/07/2017
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