Con una rápida
hojeada del libro, lo que primero pensé fue que la erudición es generalmente
cansadora y aburrida, pero la lectura atenta de la obra de los doctores Ramón
Rocha Monroy y Gonzalo Montero Lara, me sorprendió con algo escaso en las
letras bolivianas: una entretenida erudición enciclopédica, que escandaliza y alboroza la carcajada de la
sorpresa y de la complicidad con sus dichos y su glotonería parrandera.
Como sabiamente
advierte mi compadre Ojo de Vidrio, la picardía las ciudades y pueblos de
Bolivia inventa y reinventa con creatividad inagotable, apodos, injurias,
coplas y versos jocosos y jubilosos que sepultan las aflicciones pasadas, se
burlan del ahorita, y desafían entre risas las amenazas del futuro, y sirven
para que comunicarse confianzudamente con la divinidad en Santa Vera Cruz
Tatala.
Comprobé esta
ubicuidad cuando en la colección de chicherías de Sacaba leí la “Fusil-Pierna”
en referencia a una mujer con piernas delgadas (Kaspi-Chaki), que me recordó
que mi papá contaba que en los años treinta, con las cicatrices de Ayoayo y el
Acre y cuando ya se avizoraba la guerra del Chaco, los chuquisaqueños se
deleitaba con su famoso champán de chicha, en aqhahuasis con nombres bélicos,
como la Fusil-Chaki por su pata de palo y la Cañón-Siki.
En todos los
casos se trata de una rebeldía contra el respeto y el tedio que nos imponen
silencio, quietud y seriedad desde las aulas escolares y los empleos
amansadores donde la obediencia y la humillación son
obligatorias. La picardía revela la vocación de libertad, igualdad y solidaridad que une y da sentido a
la vida, en oposición a la sociedad globalizada de la codicia, el éxito y el
egoísmo anómico.
Al terminar de
leer el libro del Ramón y el Gonzalo encontré en la tapa las palabras del
Homero Carvalho reafirmando que la risa está garantizada. Es la pura verdad.
Pero ahí nomás me sentí triste y empecé a cavilar sobre la muerte y el olvido
de innumerables chicherías y sus ejecutivas chicheras, la ruina del
Altillo, el eclipse de aguerridos
militantes de la buena vida, y sobre esas amplificaciones ensordecedoras que
han reemplazado a las elegantes cuequitas en piano.
Después de tanta
risa pensé en la decadencia de la picardía, me sentí umphu y abatido al repasar
las páginas nostalgiosas del Claudio Ferrufino, que no solo se lamenta por las
gentes y las charlas ahogadas en las tutumas, sino por el verdor y el aire puro
del tibio paisaje qhochala, tan propicio para beber, comer, cantar y enamorar
con la tripa abierta, hasta sumirse en sueños dulces y profundos.
La nostalgia me
hizo notar que en el campo subsiste la picardía astuta y juguetona del quechua
que trae su alegría desde el mundo de la Pacha Mama, donde brotamos y crecemos
naturalmente, como los árboles, al amparo de la naturaleza y la comunidad;
donde el niño aprende, el adulto produce y el viejo enseña. En ese mundo el
trabajo es una fiesta en la que todos participan, desde la infancia hasta la
muerte. Las niñas y los niños aprenden a trabajar con alegría y a gozar del
descanso junto a su familia y su comunidad, suprimiendo el egoísmo, la pereza y
la mala conciencia del disfrute de bienes y placeres obtenidos por el robo del
trabajo ajeno. El tiempo de las comunidades es dichoso porque se dedica a
producir y reproducir la vida.
Pero el
capitalismo no se ocupa de la vida sino de producir mercancías, cosas que
intercambia en el mercado para acumular ganancias, los seres humanos obligados
a vender su trabajo y su tiempo a través
del salario, son también mercancías, cosas que pertenecen al capitalista De esto se queja el Claudio Ferrufino: en la
ciudad agringada no tiene tiempo, ya no encuentra los pasadizos del vicio, ni
la fiesta eterna y la fraternidad; la vida se le va, olvidada de lo que fue.
Entonces me
pregunté ¿Qué nomás nos estará pasando? Y me puse a buscar sin chacotas ni
nostalgias, algún remedio supere decadencia de la picardía en el capitalismo.
Para empezar, considero que la picardía cochabambina no es igual a la picaresca
española porque en ésta predomina la narración de acciones al margen de las
buenas costumbres y las leyes; en cambio la picardía qhochala radica en
travesuras lingüísticas, por lo tanto propongo discutir la destrucción de una
comunicación que, lubricada con chichita, caracteriza a la picardía de Cochabamba.
Para explicar esta pretensión
me apoyo en los tres modos de comunicación que
integran el mundo de la vida[1].
El primero es el
modo objetivo de comunicarnos con el mundo ya dado de lo natural, cosas y sucesos externos, que llegamos a
conocer comunicativamente para trabajar en la producción y reproducción de la
vida. Antes del salario, la invasión colonial animalizó y cosificó a los
originarios para enriquecerse con el tiempo y trabajo robados, aparte de
usurpar a las mujeres para gozarlas pero no para reproducir la vida. Las indias y los indios cosificados fueron
contaminados con el evangelio que infectó su cultura y su moral para imponer la
obediencia absoluta al poder, así suprimió la comunicación entre iguales,
cuando lo único aprobado era trabajar sin respiro. La colonia mutiló los modos
de la vida comunicativa, solo quedó la relación con una naturaleza expropiada e
inaccesible al originario que perdió la relación instrumental y utilitaria con
el mundo. La producción en esta situación era un mero abuso del trabajador,
para quien la ociosidad y la borrachera eran una efímera rebelión defensiva.
En la economía colonial,
que fue esclavista, mercantilista y proto-capitalista, la mercancía más barata
fue la fuerza de trabajo. En tal situación, los únicos alivios de “la indiada”,
antes de agotarse o matarse, eran la coca sagrada y un simulacro de libertad en
la farra. Pero el genocidio, la animalización y la cosificación no borraron los
conocimientos culturales, ni las normas morales, ni la reflexión introspectiva
de los originarios que con terca resistencia mantuvieron vivos los anhelos de
libertad y justicia con sus idiomas e instituciones comunitarias, con los que
podían argumentar y unirse para decidir sus heroicos alzamientos mil veces
derrotados, hasta que por fin, derrotaron al
colonialismo, para emprender el camino de la emancipación.
El segundo modo
comunicativo es el del mundo social, el mundo ético de las reglas e
instituciones, tradicionales o legales, que regulan la acción comunicativa para
coordinar la relación en el trabajo productivo y en la reproducción de la vida;
apuntando a la rectitud y la justicia para distribuir con equidad los roles y
los productos del trabajo que sostienen
la unidad comunitaria y social. Así, las culturas andinas mantienen la
institución de la autoridad dual y rotativa de la pareja (chachawarmi) que
gobierna el ayllu, con el consenso, la solidaridad y la reciprocidad. Las
normas de “lo correcto” son socializadas desde la niñez por mediación de la
estructura lingüística que relaciona al niño y sus personas de referencia. Los colonizadores ignoraron estas
instituciones e impusieron por la violencia la ética del egoísmo, inculcando la
creencia de que la salvación post-mortem del alma es un asunto que atañe
exclusivamente a la obediencia hacia el colonizador propietario de dicha alma.
En esta moral de la sumisión, las conversaciones y farras picarescas eran un
bálsamo de fraternidad, justicia y libertad, contra las catequesis y las misas
que prohibían toda comunicación que no fuera la unidireccional del tatacura al
pueblo.
Puede colegirse
que el hecho de “soltarse la lengua” en la picardía deriva de estos
antecedentes. Lamentablemente, los mandamientos cristianos de obediencia a las
jerarquías, no están aún borrados de la picardía machista de gobernantes,
maestros, esposos, padres y tucuy imas, que siguen cosificando a las mujeres, esposas,
amantes, chicheras, putas y sirvientas, lo mismo que a las niñas, los niños, y
a los trabajadores asalariados o desempleados.
Y el tercer modo
comunicativo es el de la relación interior de la subjetividad, o mejor dicho,
de la intersubjetividad reflexiva, al que tiene acceso privilegiado cada yo
personal, pero que se exteriorizar en la acción comunicativa del triple mundo
de la vida, constituido por la cultura, la sociedad y la personalidad; el mundo de la vida es raíz
de la racionalidad crítica en la praxis productiva y en la praxis comunicativa.
El neoliberalismo
ha invadido y sojuzgado el mundo de la vida con las estrategias de un supuesto
progreso o desarrollo, basadas en la propaganda y el consumismo que
pretenden encerrar los mundos del conocimiento, la ética y la libertad dentro
de la cosmovisión de un mercado atiborrado de mercancías, que se ofrecen no
como remplazos, sino como las únicas y legítimas fuentes de lo bueno, lo sano,
lo bello, lo alegre y lo creativo.
Con estas
disquisiciones me animo a sugerir provisionalmente algunos procedimientos para restaurar la picardía cochabambina con
remedios para complementar a las añoranzas. Pero antes permítanme exponer mi
convicción de que, en la sociedad, lo que no evoluciona involuciona, y lo que
no se regenera degenera. Creo además que nuestro Estado plurinacional y comunitario tiene los recursos humanos y
racionales suficientes para parir con nuestra comunicación basada en la verdad,
la corrección y la sinceridad, una nueva picardía en un nuevo mundo de la vida.
Por ejemplo,
algunos compinches dirán que la chicha es buena para la salud, pero esta
declaración se podrá argumentar --con o sin tutumazos de por medio-, hasta
aceptar una verdad razonable y criticable,
como podría ser la conclusión de que la chicha no es solo buena sino también dañina, y correspondería a
un consenso la decisión de manejar esta dialéctica. Esa sería una verdad
comunitaria abierta a la crítica, que expresa lo que se sabe, se siente y se
disiente, sin ninguna imposición de un poder del tipo “yo sé más que ustedes”.
Al contrario, se salvaguardan los derechos e intereses por encima de las normas
e instituciones, no siempre racionales, que están ancladas en la sociedad.
Pero hay que
evitar el cierre de los espacios de incertidumbre, ambivalencia y duda, porque
en ellos nace la espontaneidad y la iniciativa, es decir la capacidad iniciar
algo nuevo, de dar una sorpresa, de reír y hacer reír, abriendo las puertas del
cambio, libres para darnos el gusto de
realizar nuestros propios propósitos.
Y aquí me llega
el recuerdo de un caso singular en la historia del nunca suficientemente
comentado y alabado Tornillo:
En una de tantas
veces, el Gordo Já Já instaló en los altos de la salteñería, un notable servicio de cuidados intensivos con el
benemérito empeño de brindar asistencia a los Tornillistas intoxicados por
alguna farra fuera de lo común. Aunque este empeño era evidentemente loable y
benéfico, no sé si fue suficientemente argumentado. Sea como fuera, la
iniciativa del Gordo recibió grandes muestras de hilaridad y gratitud.
Para despedirme
de ustedes podría contarles algo de la relación entre el alcohol, la picardía y
la gobernación.
3 de mayo 2017
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De LA PICARDÍA EN
COCHABAMBA, Editorial KIPUS, 2017
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