De todos los
futuros posibles, tuve que escoger la abogacía. Cierro los ojos, hago un
flashback y de nuevo estoy ahí: en el predio de la calle Loayza, con veinte
años recién cumplidos, oyendo el pajpakerío de un "doctor” de cabeza
nevada, intentando aprender, intentando no dormirme. El profesor habla de su
vida, habla de sus logros… No habla de derecho laboral.
Antes de acabar
la clase, señala que el examen va a ser la próxima semana. Que hay que comprar
el libro. Que el autor -y al decir esto su cara se colorea de orgullo- es él.
"Barato es”, agrega mientras sostiene un ladrillo gris como su cabello.
Dos tomos por 150 bolivianos.
-¿Va a valer
puntos? -pregunta una estudiante cuya cabeza es irreconocible entre la marea de
alumnos.
El "doctor”
sonríe. Medita su respuesta. Y con un carisma digno de un Papá Noel sin barba,
menciona:
-Algo les voy a
reconocer.
Nada de qué
extrañarse
Todo eso ocurrió
hace casi ocho años y apenas es una pieza. Una pieza más, similar a otras, del
contradictorio y contaminado rompecabezas que es y siempre ha sido la Carrera
de Derecho de la UMSA.
Justo hace pocas
semanas, los periódicos informaron la detención de un docente emérito que
realizaba cobros a estudiantes para presentarse como tribunal en los exámenes
de grado. Los ingenuos se sorprendieron.
Quienes pisaron
alguna vez la carrera, no. Sabido es: la plata subterránea corre con tanta
fluidez en la vida diaria del universo abogadil, que para muchos lo raro sería
enterarse de que un docente ha participado de un tribunal sin cobrar un
centavo, sin hacerse rogar y que esté a la hora pactada.
Como ocurre con
cualquier árbol torcido, todo empieza desde el año cero. En el vestibular,
antes de la prueba de ingreso. Un nuevo flashback: Ahora tengo dieciocho años y
me paso el día estudiando los librillos del curso prefacultativo para ganarme
un cupo en la carrera. Un día, luego de clases, una compañera me dice que tiene
un contacto que, a cambio de quinientos dólares, puede garantizarme una nota de
aprobación en el examen de ingreso. Rechazo la propuesta. Sin embargo, otros
no. A las pocas semanas, la oferta se hace viral en todo el prefacultativo,
como la letra de una canción de moda, como los chismes de la parranda de
anoche.
Ahora bien, lindo
sería que los problemas de Derecho se redujeran a la corrupción
institucionalizada. Pero no. Los tentáculos de la mediocridad cobran forma de
acoso sexual, pedagogía nula e investigaciones pacatas.
¿Quién no conoce
al docente mirón, ese que desde su atril (¿o trono?) divisa a la estudiante
bonita, la analiza, fantasea con ella? Justo este año, en enero, una amiga que
cursó el vestibular en 2016 me contó que uno de los profesores -uno con cargo
importante- le ofreció "una ayudita en el examen” a cambio de una salida
con ella. Nota por cuerpo. Petición que se repite en el pregrado, en la UMSA
entera, en el ejercicio de la profesión.
Hay docentes que
no van a clases. Hay otros que sí, pero tarde, luego de hacerse esperar igual
que divos con la agenda repleta y una colección de pretendientes en los
contactos del WhatsApp. Profesores con más corbata que pedagogía. Doctores sin
doctorado. Auxiliares de docencia cuya máxima tarea es cargar los documentos
del profesor. Centros de estudiantes con dirigentes que cursan el quinto año
por enésima vez.
Tesis que cuando
mucho aspiran a un copy paste bien disimulado, redactadas con la rigurosidad de
un chico de quince años y plagiadas con la destreza de un viejo de
noventa.
"Por favor,
pongan un boliviano sobre el pupitre”, dijo una vez un docente luego de
repartir las hojas de un parcial.
¡Una fotocopia
(que en la calle Potosí no vale más de veinte centavos) a un boliviano! La
mendicidad no conoce límites. Y se extiende hasta los libros que los profesores
se autopublican y ofertan en clases cual Cajita Feliz de Mc Donald’s: la
hamburguesa es la nota que recibes a cambio, la obra equivale al juguetito que
se rompe a los dos días. Ninguna editorial avala esos textos. Y dudo que alguna
lo haga.
He trabajado con
Santillana y otras casas editoras y por mi experiencia en el rubro puedo
afirmar que gran parte de esos libros están por debajo de cualquier estándar.
Me acuerdo de un manual de derecho constitucional que, ilusionado, compré a un
docente en mi segundo año de carrera. Decir que se trataba de un plagio sería
incorrecto. Lo apropiado, más bien, sería afirmar que el texto era un collage
de fragmentos de otros libros citados de manera ridícula. Había páginas
rellenas con una cita de cuatro párrafos. Otras páginas, las menos groseras,
tenían la decencia de incluir algo de la propia cosecha del autor, aunque esa
cosecha jamás pasaba de un párrafo de cuatro líneas y un contenido que se
ahogaba en los lugares comunes.
Hans Kelsen debe
estar revolcándose en su tumba.
Causas
Una letal
combinación de miedo ("el docente me puede reprobar”) y un chauvinismo
universitario ridículo ("la UMSA es la mejor, por eso todo es más
difícil”) ha logrado que estudiantes, docentes y titulados -entre ellos quien
escribe- opten por la autocensura y no denuncien los atropellos. Acorazados en
la autonomía universitaria, los maquinadores de la supuesta mejor casa de
estudios de Bolivia han instaurado un principado cuyos habitantes, adormecidos
por el espejismo del diploma o la corpulencia del cheque mensual, silencian lo
que se debiera ser gritado, naturalizan lo grotesco y se tapan la nariz ante
cualquier filtración del hedor que contamina cada espacio de la vida del
umsista.
Por supuesto, hay
excepciones. Microscópicas, prometedoras excepciones. Incluso en Derecho, donde
encontré un par de profesores apasionados por su trabajo, algún auxiliar que
jamás cedió a la siempre bien remunerada tentación de convertirse en el
alcahuete oficial de su docente, y un grupo de estudiantes cuyo objetivo iba más
allá de un simple título o un puesto en una repartición estatal. Pero una
gaviota no hace verano.
Billetera mata
galán, dice el refrán amoroso. En la UMSA -y en especial en Derecho- la
billetera mata a la ciencia.
Así como los
paquetes de cigarros alertan sobre los perjuicios que devienen del acto de
fumar, el predio de la calle Loayza debería exponer a los postulantes y al
público en general advertencias sobre la madeja de irregularidades que se
suceden a lo largo de la vida universitaria.
O mejor, para
evitarnos eufemismos e hipocresías, debería colgarse, en la entrada de la
Facultad, un banner gigante con el siguiente mensaje: "Te conviene
estudiar otra cosa”.
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De PÁGINA SIETE, 02/07/2017
Imagen: George Grosz
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