«Una vez, antes
de acomodar los cartones y sentarnos en las gradas cubiertas de grasa de la
calle Baltasar Alquiza (un lujito que a veces el Vico financiaba) nos
percatamos de la presencia de un hombre, recostado en la acera y sin la pierna
derecha. Se había quedado tieso, ni su torpe ayudante de madera se animaba a despertarlo.
Lo dejamos así y le echamos un kajj y a seguir charlando, al rato llegaron los
aya kathatis (Unidad de la policía que levanta cadáveres). Un varita y los vecinos
ya habían denunciado antes al charquesito. Se llevaron todo menos un palo de sombrilla
que le servía de muleta. Víctor me dijo asustado “Yo no quiero morir así”, y
los dioses le dieron gusto: se murió en una cama del Hospital Arco Iris de La
Paz.
«Lo conocí al
empezar la década de los ochenta, entonces un poeta y novelista, René Bascopé,
dirigía el periódico de izquierda AQUÍ. Este victucho colaboraba en la
edición del periódico. Un día su sed de alcohol lo llevó a menoscabar el poder
de la prensa revolucionaria, burló la vigilancia de los periodistas y se llevó
varias resmas de papel. Como pesaba demasiado, vendió la futura edición a un vendedor
de hot dogs, a una cuadra del órgano escrito. Los rojos se enojaron y a la
cárcel fue a parar. Después de unos días lo liberaron. René me consultó acerca
de lo que la ley nos permitía en este caso. Por toda respuesta lo acompañé a
una ferretería a comprar un candado; luego el Yale se reía comentando lo
sucedido.
“Nos farreamos
por aquí y allá y más acullá. En su memoria nombro algunos lugares: La Guerra,
La Curvita, El Pezón de la Mariposa, La Thujsa Culo, El Averno o La Marujita.
Escribió varios libros hermosos, crónicas de su andar. El que le trajo más
problemas fue su “Diccionario de Coba”. Un oficial de policía, al parecer único
propietario de todo germanismo, lunfardo o lenguaje marginal, amenazaba con
iniciarle un proceso por plagio. El “Tanta escritor” me pidió asesoramiento. Lo
tranquilicé diciéndole que si había algún derecho conculcado era el de los choros
y nunca del tombo.
“Le metimos unos
tragos meses antes de su muerte. Las malas lenguas dicen que el Omar (otro
borracho) y este locuaz penitente interrumpimos su tratamiento, aventándolo al
abismo de esta forma. No hay tal. El Perro ya venía en picada y ese apodo al que
hago alusión era el más querido por el finado, decía. La última vez que nos
cañamos me pidió a gritos que una vez muerto, yo, su apóstol fulero, estableciera
una verdad meridiana acerca de su triste final: que no lo mató la madre al
quemarle el cuerpo a sus seis años por haber traído a la casa alcohol de menos octanaje
(claro él se bebía la mitad de la botella y la rellenaba con agua); que no lo
mató la deslealtad e ingratitud de sus compañeros de asalto, ni que se iba por
padecer de tuberculosis y cirrosis hasta en las uñas; que murió a causa de las
palizas, abusos de toda índole, semanas o meses de encierro en celdas húmedas a
las que se añadía baldazos de excrementos como principal alimento ofrecidos a
cuenta de la policía nacional.”
__
Del libro
CHUQUIAGO, DERIVA DE LA PAZ, de Miguel Sánchez-Ostiz, de próxima aparición en
Editorial 3600.Imagénes:
1 Detalle del mural de Diego Morales en el Bocaisapo, La Paz.
2 El autor.
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