JOSÉ CRESPO ARTEAGA
Nada hay como la
comida ancestral. Ya habrá ocasión de hablar de lawas, phiris y otras
deliciosas querencias que la memoria guarda con inusitada claridad. Dan ganas
de volver a los tiempos idos cada vez que un viejo olor es traído por la brisa
desde algún fogón de leña o sitio parecido. Si hasta cuando arde la hojarasca
el humo pareciera tener sabor.
¿Y dónde se
prueba la mejor comida ancestral? En el campo, por supuesto. Así que nos
dirigimos para Sipe Sipe el último domingo, a mitad de la mañana, pasando por
su coqueta plaza, hoy transformada en otro mercadillo y merendero al paso,
lamentablemente como viene ocurriendo con todos los pueblitos vallunos. Pude
ver que todavía colgaba un largo cartel en una de las esquinas donde rezaba “X
Feria del Pañuelo…”, digo del Buñuelo, que seguramente organizaron semanas
atrás. Saber que otra placita histórica había sido engullida por el comercio
era como para ponerse a llorar.
Por el pollo,
para el almuerzo, habíamos circundado la plaza, y de paso nos aprovisionamos de
los gigantes “pasteles” que están llenos de aire y apenas algo de queso en sus
paredes. El engaño más grande, sin embargo, sabrosos ni duda cabe. Basta que
uno se antoje y los demás pecamos por inercia, aunque sea para amortizar el
vacío del estómago. Hablando de antojos, decía a mis acompañantes que deseaba
un phiri de aquellos de antaño, sin saber que allí en Sipe Sipe podía
encontrarse en un puesto del mercado, tal como me aseguró una de mis primas.
Como si su humeante aroma me hubiese llamado de repente, al estar en las
proximidades. En otra ocasión será, me dije, para ir en su búsqueda.
Dejamos atrás la
población mientras atravesábamos veredas tranquilas donde limoneros estaban en
todo su verdor, a pesar del invierno. Seguíamos el camino de tierra, colina
arriba, hasta divisar la casita de campo de los tíos, que parecía fundirse
junto a un sembradío de cebada como en un cuadro impresionista. El molle de la
entrada, en cuanto pusimos pie en tierra, parecía darnos la bienvenida con una
ráfaga olorosa de sus resinas. Los tres perros del hogar, ni se mosqueaban ni
agitaban la cola al vernos, como si nos conocieran de toda la vida. No sé si al
observarlos tan plácidos y asoleándose recostados en el patio me despertó de
nuevo el deseo canino de llevarme algo a la boca, como si mente hubiese
olvidado que pocas horas atrás había desayunado con normalidad. O es que el
campo aviva el apetito o ya se adivinaba un ají de fideo en la cocina.
Mi tía había
pensado, para el plato fuerte, homenajearnos con unos “tamales”, receta
heredada de la rama de su familia, ya que en la nuestra no sabíamos de tal
manjar y yo jamás había probado alguno. Qué apetitoso se veía de entrada que el
maíz cocido iba a ser molido en el batán, de piedra cuadrada bien tallada. Y no
era cualquier maíz, sino una variedad selectamente descascarada a la manera
tradicional, en paila de cobre y con auténtica ceniza como mejor abrasivo. Se
sabe que hoy, por razones de costo y cantidad, los artesanos pelan el maíz,
sumergiéndolo en baños calientes con cal u otros abrasivos industriales. En el
sabor del grano cocido se sabe al instante la diferencia, pues es innegable el
regusto algo amargo que la ceniza transmite al producto en el proceso del
pelado.
Luego ese
cocido, mote como gustamos llamar bolivianamente, es idóneo
para reforzar ensaladas y guisos como el fricasé de cerdo. En la familia acostumbramos
devorárnoslo acompañando las sopas en vez de pan, o a manera de postre con
rebanadas de queso. Es que el sutil rastro de la ceniza, es tan subyugante para
el paladar que fácilmente puede convertirse en vicio, por lo menos para
algunos, con este escribiente a la cabeza. Y que nos dijeran que
íbamos a degustar unos tamalitos de tan rico material, nos despertaba la
inquietud mínimamente.
Con una facilidad
pasmosa, las manos hábiles de mi tía moldearon la masa resultante, a la que
sólo había añadido huevos y algo de sal. En la palma ahuecada, con ritmo
artístico, iba formando unas bolas con queso rallado al centro. Para la próxima
vez podemos hacer con relleno de carne y ají, cebolla picada y ramitas de
quillquiña, me anunció, y yo me juré no faltar al acontecimiento, aunque tenga
que atravesar otra vez el horroroso pueblo de Quillacollo, a modo de religioso
sacrificio, pensé resignadamente. Ya saben, yo y mi manía de no ir a provincia,
con los aires de citadino que me gasto.
Mi prima remató
la faena hundiendo los tamales en aceite abundante y muy caliente, previo
rebozado en batido de huevo con una pizca de harina. Mientras dábamos fin al
primer plato, los tamales reposaban en papel absorbente. Hice los honores
correspondientes de hundir el tenedor para tomar un bocado. Aquella explosión
de sabor, queso fundido y maíz ‘ceniciento’, aderezada con llajua, desataba la
dicha terrenal desde mis adentros. Luego, el patio y unos asientos de piedra a
la sombra del molle obraron el milagro de la sobremesa. Hasta que llegó el
viento de las cinco, anunciando con su fiero silbar que era hora de regresar.
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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 25/07/2017
De EL PERRO ROJO (blog del autor), 25/07/2017
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