PABLO MARTÍNEZ ZÁRATE
La invención del
espacio cinematográfico se debe en gran medida a películas siderales. Tres de
ellas, entre otras, han marcado la historia de cine: El viaje a la Luna, 2001:
Odisea en el espacio y, recientemente, Gravedad.
Las aportaciones
de la película de Georges Melies van más allá de los valores intrínsecos a toda
su producción. Esto es, no radican únicamente en el fantástico diseño
escenográfico, sino también en artefactos narrativos que nos permiten
desplazarnos por el espacio exterior y que nos cautivan incluso a más de un
siglo de su realización. Podríamos decir que fue el primer ser humano capaz de
hacer visible la superficie lunar gracias a su magia óptica y su tan audaz
creación de personajes.
Por otro lado,
Stanley Kubrick tuvo una ventaja considerable en los casi setenta años que
separan a las dos películas tanto en la evolución de la industria del cine,
como en los avances científicos que acompañaron dicho periodo. En ambos casos,
pero bajo premisas distintas, los directores partieron de textos literarios
para desarrollar su ciencia-ficción. La diferencia es quizás la profundidad
científica con la cual Kubrick preparó su película (vale mucho la pena ver
el detrás de cámaras para entender la complejidad del proyecto).
Del mismo modo
que Melies inventó técnicas narrativas, Kubrick hizo historia al desplazar la
cámara en entornos sometidos a gravedad cero. La combinación de las
composiciones de Strauss (Richard y Johann) y Ligeti, con las secuencias
labradas por Kubrick, John Hoesli (director de arte), Geoffrey Unsworth
(cinematografía) y el resto del equipo de producción, concibieron una fórmula
nunca antes vista de trayectoria fílmica en el espacio exterior y, ultimadamente,
en el espacio mismo visto a través del ojo mecánico del cine; la cámara, como
supuestamente las naves donde se mueven los personajes, parece estar suspendida
en el espacio, flotando a miles de kilómetros de la Tierra.
Y entonces
llegamos a nuestros días, con una ya “vieja” historia de exploración espacial,
y la cinematografía de Lubezki combinada con las ocurrencias de los Cuarón.
Fueron cuatro años para diseñar una tecnología capaz de transmitir la sensación
de gravedad cero sin sacrificar la vida de los actores (que hubiera sido sin
duda un sacrificio costosísimo). Así, cinematográficamente, continúa la
vanguardia impuesta por los dos ejemplos citados anteriormente, regalando al
espectador secuencias caracterizadas por un dominio de lenguaje inigualable. El
plano secuencia inicial es prueba de ello: la cámara inventando el espacio,
casi con inteligencia propia, al seguirle la pista al trabajo en suspensión de
los astronautas. Pero después de verla a profundidad, compararla con la
destreza ya manifiesta en los otros títulos de Cuarón, nos encontramos ante una
disyuntiva.
A diferencia de
las dos películas citadas con anterioridad, Gravedad no habla en momento alguno
de una inteligencia extraterrestre. Ni irrisoriamente antropomórfica ni
geométricamente imponente. La amenaza de padre e hijo Cuarón da vueltas
alrededor de la tierra dos veces en hora y media, multiplicando su potencial
destructivo. Esa es quizás la única fuerza narrativa, más allá de los guiños,
símbolos y chistoretes que sueltan a lo largo de la historia. Pero esa
fortaleza es también su condena. Mientras la amenaza viaja a cientos de
kilómetros por hora, sin ayuda de nadie la heroína y el héroe caído (hasta su
caída) se mueven alrededor de la órbita terrestre detrás de lo imposible
y, por supuesto, alcanzando ese imposible espectacularmente, al puro estilo de
Hollywood. Entonces, tal parece que el logro de Cuarón y compañía es meramente
técnico, de lenguaje cinematográfico, mas no de diseño narrativo. Esto implica
que la obra se resuelve en lo que solamente es verosímil para un espectador no
científico. Y funciona muy bien, como muchas películas de Hollywood. Pero tal
funcionamiento se sostiene únicamente en su dimensión cinematográfica, pues en
el eje narrativo no hay una exigencia mayor por parte de los creadores.
Lo anterior no se debe solamente a la inverosimilitud, que siempre puede
excusarse mientras las reglas mismas que sostienen la historia se integren a un
mismo universo, a un mismo orden de las cosas. He ahí el problema de Hollywood
en muchas ocasiones, y el de Cuarón en relación a Melies y Kubrick. En
Gravedad, los realizadores no diseñan un mundo nuevo, pero tampoco respetan las
reglas del mundo al que han sometido a sus personajes. El colmo llega en el
momento de la agnición y todo se reduce a un problema de inconsistencia.
Inconsistencia magistralmente realizada (se gana un 10 redondo), pero
inconsistencia a final de cuentas. ¡Vaya! El ser humano no es perfecto.
Cuarón, en una
visita reciente a México, confesó ser “esclavo de la narrativa”. Qué pena, pero
en esta película lo comprueba. Éste, uno de los pocos títulos del director que
no parten de textos literarios, confirma el irremediable destino de Alfonso:
México ha perdido a su mejor director de cine, quien hoy se ha convertido ya,
innegablemente, en un gringazo. Lo extrañaremos. Ojalá regrese algún
día.
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De ARQUINE, 01/11/2013
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