Noviembre.
Y el reducto de
preservada alegría de las noches y los amaneceres de los ángeles que piden
limosnas para ellos mismos; la cercanía de las vacaciones; las fiestas de la
independencia con piratas, capuchones, bailarinas, clérigos sin tonsura, chinos
de ojos orientales con bata de papel de seda y sombrero de pagoda. Y los
buscapiés.
Como castillo de
roca que se lleva el huracán, el noviembre de tragedia se sobrepuso a los
talismanes de inocente dicha que alguna vez mostraron el rostro alegre de la
vida posible.
La radio
vociferaba, antes del mediodía de luz reposada, que un grupo de la guerrilla,
M-19, había ingresado al recinto de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo
de Estado. Autoridades de la rama judicial.
Fueron horas de
inciertas y dolorosas incertidumbres. Voces de magistrados, eran nuestros
maestros, que pedían un alto al fuego, inventarios de personas que lograban
salir de esa trampa de disparos, explosiones, informes de la fuerza pública, un
gobierno sin voz, sin iniciativas de respuesta. Apenas, el desmadre de plomo
por todos lados, explosiones, y después de los helicópteros que dejaban
soldados en la azotea del palacio, un tanque cascabel rompiendo la puerta
principal para entrar. Todos sin memoriales de demandas, recursos, audiencias.
La muerte en su enloquecida danza sin disfraz.
En un momento la
radio fue controlada y el silencio volvió la incertidumbre angustia.
Quienes no
sabíamos qué hacer, bendito Lenin que lo sabía, nos acercamos hasta donde el
cerco del ejército lo permitía. Mi amigo, el poeta y compañero de estudios,
Santiago Aristizábal, una vez se casó, abandonó su vivienda de frontera con el
memorable Goce Pagano donde se oía jazz de 6p.m. a 7:30pm y después se
presentaban libros y después se oía y se bailaba échale tierrita y tápalo. Allí
se editó la primera novela de Tomás González, y se lanzó el libro de cuentos de
Eduardo Márceles Daoconte. Se mudó, Santiago, al hermoso edificio Sabana, que
era más hermoso cuando la avenida 19 de la capital, preservaba sus árboles. No
era la primera vez que las tribulaciones me condujeron al asilo de mi amigo.
Con él fui confesor en la ermita de Mariquita. Esta vez el ascensor subió al
piso alto de su casa. Una llovizna de desgracia caía silenciosa sobre la ciudad
y la arropaba. Salimos al balcón y a pocos metros la plaza de Bolívar era una
espantosa danza de llamas ambiciosas de cielo, humo espeso, estallidos, cenizas
como mariposas de mal agüero, y nosotros, allí, sin palabras y sin lágrimas,
conociendo un suplicio sin consuelo.
Cuando volví a
casa no supe qué quedaba de mí. En la máquina del contestador telefónico me
recordaban lo imperioso de viajar a Medellín para otorgar unas becas de
creación literaria.
Autómata de responsabilidades, sin dormir, fui al aeropuerto. Allí estaba, desolado y con voz apagada, Arturo Alape.
Autómata de responsabilidades, sin dormir, fui al aeropuerto. Allí estaba, desolado y con voz apagada, Arturo Alape.
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De BAÚL DE MAGO
(columna del autor en EL UNIVERSAL), 27/07/2017
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