Thursday, July 20, 2017

Sacrificios humanos para la Santa Muerte

JAVIER QUINTERO

En Nacozari de García, un municipio de quince mil habitantes donde casi todos se dedican a la minería, es evidente la religiosidad. Entre las montañas de Sonora, en el noroeste de México, los pobladores dedican ofrendas a sus santos con la esperanza de recibir favores a cambio.

Esas muestras de fe están esparcidas por todas partes, incluso en los inmundos separos de la comandancia municipal, donde un joven delincuente de 23 años pasó dos semanas encerrado, con la única compañía de un lápiz, y para no pensar en la lentitud de las horas comenzó a hacer trazos en las paredes. Más tarde, como un buen artista, realzó esas formas con sombreados casi perfectos.

Los dibujos eran símbolos religiosos. Con sus dones de artista plástico, el delincuente había revelado en tonos grises una espectacular imagen de San Judas Tadeo y a su lado un ángel triste con las alas caídas; también dibujó una Virgen de Guadalupe con la misma silueta de siempre y su gesto apacible.

Para sorpresa de los policías que cuidaban las celdas, una mañana vieron que en una parte de la pared, convertida en mural, se erigía la imponente imagen de la Santa Muerte, un esqueleto de aspecto tenebroso vestido con una túnica oscura y portador de una afilada hoz. Sobre su calavera, el artista escribió “La Niña” con una preciosa caligrafía y pidió que los próximos delincuentes que ingresaran a la misma celda la llamaran así con mucho respeto.

La adoración a la Santa Muerte es cada vez más arraigada en los estados del sur y el centro de México y los creyentes afirman que les concede favores a cambio de simples ofrendas, principalmente de dinero y altares con velas; sin embargo, la fe en ella, aunque es rechazada por la Iglesia católica, se ha extendido hacia otras partes del país, como en este municipio serrano llamado Nacozari de García.

En la carretera, a veces tétrica por sus barrancos profundos, hay cruces que recuerdan la muerte de automovilistas que cayeron al fondo, pero también hay pequeños altares con veladoras e imágenes dedicadas a la Santa Muerte, en un pacto para la protección de los parientes que siguen vivos.

El pueblo está entregado a sus asuntos espirituales. En la iglesia Sagrado Corazón de Jesús, el cura, que es español, oficia misa todos los días y atiende servicios privados cuando lo solicitan. En las casas católicas las señoras rezan, pero en otras partes, entre el monte, hay personas que le dedican ofrendas de sangre a la Santa Muerte.

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El 6 de marzo de 2012, el herrero Martín Barrón López presintió que algo malo estaba pasando en el pueblo, tras la desaparición de dos niños con los que él había tenido contacto.

El primero, de diez años, vivía a tres casas de la suya en el barrio El Asilo y se llamaba Martín Ríos Chaparro. Él desapareció en julio de 2010 y nadie lo volvió a ver. El segundo niño, llamado Octavio Martínez Yáñez, también de diez años, había ido a su casa en algunas ocasiones hasta que desapareció en los primeros días de marzo de 2012. Tampoco lo volvieron a ver.

Su lazo con estas dos desapariciones comenzó a formarse tres años atrás, cuando llevó a vivir a su casa a una joven y sucia mujer que vivía en condiciones infrahumanas en Milpas Justiniano, afuera del pueblo, en medio de la nada. Cuando la conoció, estaba embarazada, pero parece que eso no le importó al herrero, pues después le enseñaría a bañarse, a usar la lavadora, a mantenerse limpia y a cuidar juntos al bebé que venía en camino.

Ella es Georgina Barrón Meraz, que ahora tiene 20 años y era tía de Octavio, el segundo niño desaparecido. Es hija de Silvia Meraz Moreno, una mujer de aspecto descuidado que le rendía un ferviente culto a la Santa Muerte en su casa e involucraba a toda su familia en los rituales.

En su relación diaria, el herrero Martín Barrón López notaba algo extraño en la familia de su concubina. Fue un par de veces a Milpas Justiniano a recogerla y de reojo veía en el interior de la casa dos cuadros con la imagen de la Santa Muerte, alumbrados con veladoras. “Las dos veces que fui no me gustó a mí nada”, diría después.

A su casa, en la colonia El Asilo, llegaban sin avisar los familiares de Georgina a visitarla. Martín evitaba tener relación con ellos, mucho menos con Silvia Meraz Moreno y su concubino, Eduardo Sánchez Urieta, un veracruzano conocido en el pueblo como “El Chilindrino”, muy raro, siempre ensimismado. Cuando iban, a veces llevaban al niño Octavio.

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Aunque no le consta, el comandante de la Policía Municipal de Nacozari de García, José Miguel Espinoza Osuna, cree que Silvia Meraz Moreno tomó un cuadro de la Santa Muerte que adornaba una pequeña capilla a un costado de la carretera, en memoria de algún accidentado. La precariedad en la que vivían ella y su familia seguramente no le permitía comprar una imagen, así que fue a robarla a esa parte de la sierra.

En su casa le encendía veladoras a la imagen y pensaba en que la Santa Muerte la ayudaría a encontrar dinero. Silvia, de 44 años, le pedía favores y aseguraba que hablaba con ella y que le exigía sangre nueva, producto de un sacrificio humano, a cambio de protección para su familia.

En diciembre de 2009, Silvia ideó una estrategia para quedar bien con la Santa Muerte y cumplir sus exigencias. Su compañera de parrandas en las cantinas locales, Cleotilde Pacheco, de 55 años, sería la primera víctima. La llevó a su casa en Milpas Justiniano, le dijo que se sentara y que recogiera veinte pesos que estaban tirados en el suelo. Cuando la diminuta Cleotilde se agachó, Silvia le dio tres hachazos en la nuca y acabó con su existencia, sin miramientos ni sentimientos de culpa. Ni siquiera pensaba que extrañaría a su amiga porque recibiría a cambio todo el apoyo de la Santa Muerte y eso le llenaría el alma y la colmaría de felicidad.

Ese fue el primer sacrificio para la Santa Muerte, pero ahora Silvia debía deshacerse del cuerpo de Cleotilde.

“Era una señora muy delgadita, muy chiquita”, recuerda Jorge Castillo, un señor que trabaja para el Ayuntamiento y que años atrás le llevaba bolsas llenas de comida a la pobre Cleotilde.

El papá de Silvia, Cipriano Meraz Aguayo, entonces de 80 años, cavó una fosa en la parte baja de una loma para echar el cuerpo de Cleotilde. Georgina, la hija de Silvia y concubina del herrero, ayudó a acomodarla y enterrarla. La familia de Silvia presenció el acto sangriento y calló por conveniencia. Ahora solo debían esperar a que la Santa Muerte cumpliera su promesa de prosperidad y bienestar.
Mientras tanto, en el pueblo inició la búsqueda de Cleotilde. Fueron colocados cartelones con su fotografía en los lugares que frecuentaba, pero al cabo de un tiempo muy breve el pueblo desistió. Algunos creyeron que se había ido lejos con otro hombre y había abandonado a su esposo, un viejo que todavía recorre las calles con una bolsa sobre su espalda, recogiendo latas de aluminio para vender.

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Pasó el tiempo y todos se olvidaron de la frágil Cleotilde, pero en julio de 2010 el pueblo entero comenzó a preocuparse de nuevo cuando fue notoria la ausencia del niño Martín Ríos Chaparro, un feliz estudiante de cuarto grado.

Estaba desaparecido. El herrero Martín Barrón López veía en las calles los cartelones con la imagen del niño, su vecino, y también se preocupaba.

Apenas el 29 de marzo de 2012, dieron con su paradero. Hallaron sus huesos entre el monte, cerca de un río que ahora está seco. El niño fue llevado ahí por Silvia y su concubino, el veracruzano, a una casucha fabricada con cartón y cobijas viejas, donde hay perros feroces como guardianes. Lo obligaron a beber alcohol hasta que su cuerpecito de diez años no soportó más el efecto y cayó al suelo. La hija menor de Silvia, llamada Yahaira, entonces de 13 años, lo degolló y le dio treinta puñaladas, obligada por su madre, convertida en una temible lideresa. La familia de Silvia participó en el sacrificio y ofreció su sangre a la Santa Muerte, luego arrojó el cuerpo al monte y los animales carroñeros se encargaron del resto.

“Con la crecida del río el cuerpo fue arrastrado y es hora de que no encuentran su cabecita”, relata el empleado municipal Jorge Castillo. Era un segundo sacrificio humano para la Santa Muerte y Silvia no veía ningún beneficio todavía.

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En marzo de 2012 el pueblo prácticamente volvió a sumirse bajo una ola de terror, al enterarse de la desaparición y posterior muerte del niño Octavio Martínez Yáñez.

Su abuelastro, el concubino de Silvia, lo llevó a una casucha en un paraje de la localidad conocida como Las Torres, donde se alzan imponentes las torres de conducción de electricidad, pero que paradójicamente no suministran luz a ese sector pobre de Nacozari de García. Llegar allí es complicado por cualquier medio y la vista solo alcanza los cerros resecos.

Silvia y sus hijos estaban en un cuarto, también fabricado con madera y cobijas, cuando el veracruzano emborrachó al niño. La misma táctica que la vez anterior. El pequeño Octavio cayó sobre un mugroso colchón, completamente sedado por el alcohol, y nunca sintió nada. Le dieron varios machetazos. Su sangre fue una ofrenda para la Santa Muerte, cuya imagen pendía de un madero, con las órbitas oculares dirigidas hacia el lugar del sacrificio. Octavio permaneció inerte varios minutos hasta que salió la última gota de sangre tibia de su cuerpo.

El veracruzano cavó una fosa a un costado de la casa y echó el cuerpecito sin vida. Luego lo enterró y puso una capa de cemento encima para evitar los malos olores de la descomposición. Así pasaban los días. La familia de Silvia convivía con la improvisada tumba y los niños la pisaban cuando salían del cuarto a jugar.

Al contrario del niño Martín Ríos Chaparro y de Cleotilde, nadie en el pueblo buscaba a Octavio; sin embargo, los malos presentimientos del herrero Martín Barrón López sirvieron de base para que se iniciara una investigación policiaca.

Una vez, mientras veía Discovery Channel, le llamó la atención un reportaje sobre sacrificios humanos que hacían en otras partes del mundo.

“Miré que por allá, en otro país, pasó un caso parecido y que allí mismo los echaban a un pozo. Fue un presentimiento ver cómo es que también ellos viven en la pobreza y consumen drogas y yo quería ir para que investigaran por qué se estaban perdiendo los niños. Yo tenía miedo de que me involucraran a mí porque vivía con Georgina”, asegura Martín.

Él afirma que no interpuso ninguna denuncia, pero que sí le contó a alguien sobre los presentimientos de que quizá la familia de su concubina estuviera involucrada en algo terrible. Así fue que llegaron policías investigadores a Nacozari de García, a entrevistar a los familiares de Silvia Meraz Moreno, a Georgina, al veracruzano, a los otros hijos de la matriarca.

Todos cayeron en contradicciones y comenzaron a culparse unos a otros de la autoría material de los asesinatos. Señalaron a Silvia como la líder. Los investigadores descubrieron las mentiras y complicidades en esa familia, unas para protegerse a sí mismos y otras para señalar culpables. Había ocho involucrados. Silvia era la cabeza.

Sin más que perder, finalmente revelaron los sitios donde estaban los tres cadáveres: el de Cleotilde debajo de la loma, el de Martín en el río y el de Octavio en el patio de Las Torres.
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La gente del pueblo, al enterarse de los tres sacrificios humanos, pasó del terror a la psicosis. En la escuela secundaria los estudiantes inventaban la presencia de una mujer de negro que se aparecía ante ellos y les arrebataba los teléfonos celulares o los asustaba en los pasillos. La describían como a la Santa Muerte.

Los maestros tuvieron que intervenir y explicarles que todo era producto de su imaginación, que no había nada malo en el pueblo y que esa serie de asesinatos era un hecho aislado.

El empresario local y padre de cuatro hijos, Víctor González, califica al pueblo como tranquilo. “Eso no prevalece en Nacozari. Fue un hecho insólito porque no se practica aquí la adoración a la Santa Muerte ni los sacrificios humanos como ofrenda. Nacozari es un pueblo tranquilo, de gente trabajadora y honesta”, asegura.

Y eso parece. Nacozari, a las cuatro de la tarde, cuando los mineros han salido de trabajar, recobra su vida en las calles empedradas, con negocios abiertos y una plaza central a la que llegan los más viejos a despedir al sol.

En el pueblo están asustados, pero quizá ese sentimiento pase pronto porque la mayoría de la gente estará refugiada en su religiosidad y habrá oraciones para el descanso de las tres víctimas durante la misa que seguramente habrá hoy o mañana o después.

Además, ni Silvia Meraz ni sus familiares están ya en el pueblo porque fueron trasladados a la cárcel en la capital de Sonora, quizá decepcionados porque hasta ese momento la Santa Muerte no les cumplió lo que le pidieron con tanta vehemencia.

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De PERIODISMO NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA, 31/08/2012

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