GABRIEL PRACH
Bitácora de un
lunes atroz tirado en la cama con fiebre, y dos cajas de remedios y una botella
mineral y una colilla de cigarro en la boca y calor, y...
No es esa la
manera, ni menos el fondo. Nunca supiste qué era madurar, vivir a fin de
cuentas. Porque madurar no es salir a trotar por los jardines y la playa
de Santo Domingo, dejándose de payasadas con los cabros de la pobla:
Tampoco comprarse un autito de esos coreanos que enceras y pules todos los
fines de semana para sacar a pasear a la hija del supervisor de turno, que
es más fome que chupar un clavo; desabrida la flaca que milita en RN,
donde ahora tú también militas porque “está bien” ser de allí. Madurar
tampoco es asistir todos los domingos a misa con la camisita
impecablemente planchada y las gafas Bollé, para ocultar las ojeras de la
borrasca que te pegaste la noche anterior con los compañeros de trabajo en
la picá de Lo abarca. Madurar no es comprarse un raquet de tenis de esos
de los buenos y dejarlo en el living por si viene alguien y contarles del
partido ficticio que jugaste el domingo pasado, porque hace siglos que no
vas y ya ni idea tienes de los precios de arriendo de las canchas. Crecer no
significa ir al casino y gastarte esas doscientas lucas que no tienes,
sólo por llevarle el amén a la hija del jefe que, de aburrida la niña, te
invitó a salir. Madurar no era estudiar la carrerita administrativa que te
libraría de los fierros en que estábamos todos trabajando y ponerte la
ansiada corbata que, a fin de cuentas, sólo te ha estrangulado todos estos
años. Ser un hombre “bien” que no fuma, que paga a tiempo sus tarjetas y,
que apenas tuvo cuenta corriente, anduvo con el fajo de cheques en una
billetera kilométrica, sólo para mostrar que habías progresado al pagar
la cuenta del mall de turno. Estar así de bien no era irse al recital del
grupo de moda el viernes y el domingo ir a “visitar” a tu mamá con familia
incluida sólo porque no te quedaba ni un miserable peso y no tenías ni
para comer. Crecer, madurar, estar ahí, no era tomar ese camino ingrato
que, cuando las cosas se pusieron feas y te despidieron del trabajo, te
viste forzado a meterte a los fierros un tiempo y engrasarte las uñas, llorando
de paso un poco por dentro.
Aspirar a ser
otro, olvidándote de tus amigos leales sólo porque vivían en población y
tú no, gracias a la jubilación de tu papá. No era la manera solidaria de
vivir que te recitaban los domingos en misa. Crecer, madurar, no era
fingir alegría de reencontrarte con uno de esos pelagatos que nunca
surgieron como tú y que invitas a tu casa a almorzar para presumir y de
paso, mostrarle la última joyita tecnológica que te compraste a
tres cuotas precio contado sin ningún remordimiento por dentro,
sabiendo que si lo dejas hablar de nuevo te pedirá que lo “muevas” con el
jefe a ver si tiene una cabida por ahí, que las cosas han estado tan mal,
y tú, que no tienes ni tu pega asegurada, le das falsas esperanzas, que lo
llamarás apenas sepas algo. Siempre la misma historia, hasta que te lo
topes de nuevo a la salida de algún supermercado o después de estacionar
el auto.
Crecer, madurar,
no era ese arribismo enfermizo ni la envidia que te amarga el alma día a día.
No era la apariencia amigo mío. Nunca lo fue.
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De PLUMAS
HISPANOAMERICANAS, 21/02/2015
Imagen: Charles Wilbert White, 1935
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