CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES
A mitad del
predio que colinda con la población, el exceso de lluvias formó una espontánea
laguna que se desplegó hasta los bordes de ambos lados de la cuenca. Junto a
nosotros quedaron los sembrados de hortalizas, parras, senderos y árboles. Al
frente, la base de los cerros que separan la ciudad del interior. Al medio del
agua, una isla muy pareja que semejaba el lomo de un perro sumergido. No tardé
en darle un sentido de pertenencia a este regalo inesperado e invernal. Por las
tardes, después del trabajo, adopté el hábito de sentarme sobre una piedra para
degustar una cena improvisada, unas copitas de vino blanco, restos de tabaco y
algún libro ligero, mientras el pequeño oleaje se deshacía a centímetros de mis
zapatones. Con el paso de los días, se sumaron unos niños que, al principio,
sólo miraban con curiosidad y después bromeaban lanzando mi sombrero hacia la
corriente, pero desviándolo hacia unas ramas. Recuerdo a las tres dueñas de
casa que cambiaron los tragamonedas por el desafío de quién hacía rebotar más
veces una piedra sobre el agua. Más tarde, un padre de familia endeudado que le
sentaba bien el aire puro. Varios ancianos dados de baja por los suyos,
buscando compañía sin importarles el frío y la garúa. Vecinos de otras cuadras
incrédulos de esta nueva “obra” que no necesitó gestión alguna del alcalde en
ejercicio. El grupo lo cerraban tres perros y una pareja de gatos moviéndose a
sus anchas por los arbustos intentando darle caza a las ranas y conejos.
Pasadas las horas, veíamos en conjunto descender al sol por el borde del cerro
hasta desaparecer completamente. En la penumbra, alguien comentaba que, en
otros tiempos, cuando el río era navegable, el agua seguía mucho más allá de
donde estábamos ubicados nosotros. La laguna - complementaba otro- no
correspondía a un fenómeno sobrenatural, sino sólo a la recuperación del curso
históricos de las aguas. Yo recordé como en mi infancia era común encontrar,
alejándose apenas de cualquier ciudad, pequeños arroyos, cascadas ondulantes,
cursos de ríos espontáneos, acequias flanqueadas por muros de manzanilla, sin
ninguna cerca, alambrada o sequía que impidiera aproximarse. Ya nada queda de
esos paseos. Tampoco de la laguna espontánea de la esquina de mi casa. Cuando
me cuezo vivo por el centro de la ciudad, evoco con nostalgia ese tiempo. Si no
fuera por los testigos, creería que todo fue inventado por la soledad.
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De PLUMAS
HISPANOAMERICANAS, 16/02/2017
Imagen: Charles Pachter, 1998
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