CLAUDIO RODRÍGUEZ
MORALES
Fatal, sí.
Fatalista y fatalísima, también. Renovada, ni qué decir. En Tecnicolor, por lo
bajo. Ya no requiere arma, puñal, vaso decorado con rouge y uña esmaltada
dispuesta al arañazo (¿real o figurado? dependerá de la escena en cuestión).
Tampoco vestido ceñido, hombros desnudos, lunar huérfano, taco alto, maquillaje
de nena de callejón. Menos el mundo en perspectiva, en blanco y negro. Ni luz,
sombras y matices. Adiós al detective privado, al caza recompensa, al policía
corrupto, al ladrón piadoso, al dato escondido, al cigarro a mitad de su
muerte, al café tibio y al testigo despistado. Se viene el turno de un
escritorcillo sorprendido con la cuartilla sin terminar, en ejercicio de su
medianía, de su filosofía de retrete, de talento cercenado, de miedo a sucumbir
en la nada. También de aquello que carga consigo, aun sin saberlo, más allá del
teclado, las ideas, la hoja arrugada, la frustración y el bolígrafo. Tal vez se
trate de mi propia incoherencia, estupidez y bestialidad, propiedades que, de
vez en cuando, me lanza a la cara (pantalla) despreciativa, soberbia, iracunda,
frustrada, jamás resignada. No recurre a ningún aspaviento en su actuar, aunque
en momentos puede desatar marejadas, tormentas solares, diluvios ruidosos y
decenas de mutilados a orilla del camino. Suman y siguen los cargos que tiene
en mi contra: palmoteo infantil entre pares, sobreproducción de semen, promesas
incumplidas, vida regalada -sin merecerla o mereciéndola menos que ella-,
códigos de gorila, sensibilidad cero.
Pervive, sí,
contenida dentro de un envase pequeño. Más bien el justo, preciso. Hueso,
fibras, nervio, saliva, piel cobriza, afiebrada, brillosa, motivante. Unas
pupilas cegatonas, pestañosas, a veces ennegrecidas, casi siempre cerradas, le
advierten, a pesar de este detalle, la marcha de eventuales presas que
arrinconar. Femenina a su modo, la gula pantagruélica no le va. Más bien
prefiere picotear, mordisquear y ronronear. Tomar una copa, besarla apenas y
salir al mundo, nalguitas moldeadas, lo preciso para mantener vigente su mito.
Regresa sobre sus pasos, sonriendo leve, para ocuparse de ella y de lo que
considera más que suficiente en medio de lo vacuo. La voluptuosidad de su
especie no deja de remecerla. Se ríe, estimula y colecciona. La cuida más que este
mástil dolorosamente erguido, en soledad, que me provoca insomnio.
El azar me llevó
a su corcoveo. Cierto quejido remolón, a nuestra coincidencia. Desde
entonces, la alimento con letra y carne, cada vez que puedo. Así, ya llevamos
sus años. Ella descorre la ventana. Pide trato especial. Quiere delirar con sus
inclinaciones, importándole poco y nada que se postergue mi llegada de macho
sementero. Hablándole claro, prometo saciarla. Sabrá que una vez hirviente,
será ella misma quien vuelva a su condición natural. Clamará por más y por
fortuna contaré con mi propia alacena. Mantequilla espesa, rancia y pegote
acumulándose por dentro. Me acometeré y dispararé feliz, una y otra vez,
gracias a su bailoteo. Fatal, sí, por sobrellevar la ruina del que agoniza.
Fatal, sí, contemplando la mueca idiota en mis labios. Fatal sí, en medio de
pliegues de sábanas arrugadas por mi puño. Fatal, sí, en la más absoluta
pequeñez, los dos.
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 31/07/2017
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