JOSÉ CRESPO ARTEAGA
La parte baja del
refrigerador la he rellenado, de suculentos frutos, hasta decir basta, tapando
incluso los orificios de la caja de verduras que está prácticamente vacía,
salvo unos tomates para mis consuetudinarios espaguetis. Parrillas vacías,
excepto por una jarra de líquido elemental. En los compartimentos de la puerta
quizá haya una botella de yogur, quizá un pedazo de queso duro, quizá unos
limones resecos por falta de uso. Así de frugal está el panorama. Pero hay una
esencia que se ha apoderado de todo ese vacío sin viandas, de todo ese aire
encerrado sin motivo. Basta abrir la puerta cada cierto tiempo para recibir en
la nariz una ráfaga aromática de lo más fresca y agradable. Las culpables, tres
o cuatro bolas de maracuyá que dejé en la caja de verduras, justo debajo de la
bandeja de tumbos, bien maduros estos, que tranquilamente aguantarán un par de
semanas sin perder un ápice de sus sabrosas cualidades.
Como ando
experimentando a cada rato, se me ocurrió mezclar ambas frutas; total, son de
la misma familia, me dije. Las licué unos segundos, cuidando de no triturar las
semillas y añadiendo un poco de agua para facilitar la tarea. Pasé la mezcla
por un colador sobre la jarra con agua y me resultó unos dos litros de
exultante bebida. La dosificación justa para cinco maracuyás y otros tantos de
tumbo, como queriendo que saliese término medio el preparado. Salió ganando el
maracuyá, pues su sabor tremendamente avasallador no tiene rival, pero el
modesto tumbo le suavizó ese peculiar dejo ácido, que a muchos no gusta y, para
rematar, puso lo suyo con su atractivo color naranja. Al final, salí ganando yo
con esa exótica y jugosa experiencia. Ahora mi heladera ya no parece tan
desolada.
Promedia el
invierno en estas latitudes. No sólo los cítricos adornan los mercados y nutren
mi frutero. También hay lugar para productos más raros y escasos. Todo es
cuestión de trajinarse calles y días de feria. Entre montones de manzanas
importadas, piñas agridulces del Chapare y mandarinas japonesas de Santa Cruz,
tropiezo a veces con montoncitos de frutas más raras como esas romboides que
llaman carambolas, más allá unas bolsas de maracuyá, por ahí brillan unas
escasas granadillas clamando que me las lleve a la boca, y abunda por estos
días el tumbo común o “criollo” como le llaman las caseritas del mercado. Ya es
un milagro que aparezca esa otra variedad de puntas mas afiladas y tonalidades
mas anaranjadas, y cuyo sabor más áspero y asilvestrado me recuerda un poco a
la guayaba, pero deliciosamente comestible de todas maneras.
Al ver que
aparecieron a la venta, casi al mismo tiempo, los distintos frutos de este
género de plantas, clasificadas en la familia Passiflora, porque
la forma de sus flores evoca a la pasión de Cristo, afirman los botánicos (y
pensar que pulula el cuento de que el maracuyá es la “fruta de la pasión”, por
sus supuestos poderes afrodisiacos), se me ocurrió que podría suceder otro
milagro, el cual consistía en la búsqueda de un fruto silvestre que no veía
desde mis tiempos de escolar. Anoticiado por un ilustre paisano de que sus
rastros podían seguirse en el popular mercado de La Pampa, me encaminé para
allá el reciente miércoles de feria.
Adentrarse en tal
sitio equivale a perderse en una jungla de pasillos sin números ni denominación
alguna, una densa maraña de géneros y productos dispares esperan al visitante:
el perfecto caos organizado. Si uno no levanta la vista puede darse de narices
con toldos bajos o lenguas de vaca colgando de algún gancho. Si tampoco se
tiene cuidado con los pies se podría aplastar fruta o verdura delicada que es
ofrecida a ras de piso. El truco es caminar por el centro siempre que se pueda,
pero de rato en rato hay que esquivar a vendedores ambulantes que mueven sus
carritos de refrescos o de chorizos humeantes. No es raro que en una de esas
callejuelas se tenga que dar campo a carretilleros que trasladan tripas y
panzas de reses sacrificadas mientras te sonríen, desde el suelo sanguinolento
de algún puesto, cabezas decapitadas con sus cornamentas.
En esos parajes
de demoniacos efluvios me extravié, buscando infructuosamente el sector de las
frutas, para variar. Me cansé de peinar la zona, creyendo que pasillo por
pasillo hallaría lo que buscaba. Pregunté por dónde vendían granadillas,
mientras atravesaba promontorios de plátano y cítricos. ¿Loq’osti?, oí decir
varias veces a las vendedoras y por un momento creí estar cerca del vellocino
de oro. Me mandaron a otros sectores, todos confusos, como si hubiera un tácito
complot para burlarse de los extraños. Un hombre me indicó, que al final del
pasillo tal, y ciertamente hallé las dichosas granadillas junto a otras frutas.
Caserita, yo busco loq’osti, no granadilla, le aclaré a una cholita. Pero
l’oqosti es esto pues, me respondió de manera seca. Loq’osti te voy a dar en tu
loq’o (sombrerillo) me dieron ganas de decirle, pero me contuve porque soy un
caballero andante, y eso que no tengo sombrero.
Como sea, deduje
que nunca hallaría ningún ejemplar de loq’osti, pero me seguía intrigando que
usaran tal nombre para la granadilla, tal vez debido a que los campesinos
quechuas asociaban ésta a un fruto parecido que antaño crecía en los bosques
interandinos. El loq’osti, como bien lo sé yo, por la forma del fruto y sabor
se asemeja a la granadilla pero es de menor tamaño, poco mayor que una ciruela;
pero su enredadera tiene las mismas hojas trilobuladas y flores rojizas del
tumbo. A fin de cuentas, parece un cruce de tumbo y granadilla, o quizás sea el
antepasado directo de ambas especies. Que yo sepa, el loq’osti jamás tuvo valor
comercial, tal vez por su apariencia insignificante o porque finalmente sólo
crecía en determinados ecosistemas. Recuerdo que abundaba en los bosquecillos
al norte de Independencia, de parajes fríos y neblinosos, hogar de los
picaflores de largas y bellísimas colas iridiscentes que a menudo polinizaban
sus flores.
¡Ah!, tanto
evocar este perdidoso fruto de la naturaleza me ha despertado los inevitables
recuerdos de mis andaduras por el campo, ya sea en excursiones escolares o en
grupos de amiguetes donde bien provistos de flechas de goma (hondas,
tirachinas) solíamos ir a la caza de conejillos salvajes y ulinchos (palomitas)
por pura diversión. Y en esos senderos de monte divisábamos a veces bolas de
loq’osti colgando muy alto en las ramas arboladas, que se hacía necesario
alistar la puntería para que los bajáramos a punta de flechazos. El que le daba
al fino tallo del fruto era considerado un ídolo y el que reventaba la baya era
un chambón que merecía todo nuestro desprecio. Así y todo, era bastante
frecuente que al ir a recoger las esferas amarillas, encontráramos cáscaras
vacías pues los pájaros se nos habían adelantado en el festín.
Naturalmente, se
me ha despertado el apetito de nuevo que, a falta de loq’ostis, bien me zamparé
las últimas granadillas que compré, a modo de postre. Fragancia incontestable
rezumaba la telilla blanca que las recubre mientras las pelaba para chuparlas
de un sorbo. Qué placer más arrebatador después de tanto tiempo sin
degustarlas. La deliciosa pestilencia que escapa del refrigerador me sigue
embriagando, será nomás que el maracuyá es apasionante. Los tumbos que aguardan
que los destine a la licuadora y los bata luego con leche evaporada y canela
molida. El mejor helado posible, que ya se me hace agua en la boca, sin haberlo
preparado todavía. Fin del cuento y manos a la obra.
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 03/07/2017
Imagen de
portada: De izq. a der: tumbo
anaranjado, tumbo común, granadilla y maracuyá
Imagen 2: Vista interna: maracuyá (arriba), granadilla (abajo), tumbos
(costados)
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