Llevo 5 meses trabajando
en labores campesinas. Habitualmente de lunes a domingo. No me quedó otra.
Tampoco intenté eludirlo. Era una oportunidad de reconocer la intimidad de una
provincia que abandoné hace treinta años. No me gusta embaucar a mis lectores
con asuntos que no conozco. Necesitaba impregnarme de lodo y gravilla. El sol
ha pasado cientos de veces latigando mi lomo de hombre flaco. También la luna
en las madrugadas, dolorosamente frías como chirlito de colegial. He hecho de
todo, desde choferear tractores chinos hasta cavar zanjas en terrenos
pedregosos. Bromeando solía decirle a mis compañeros de labor que esa es
ocupación de prisionero de guerra, de caído en desgracia política, de
desventurado de gulag. Me respondían con una sonrisa amistosa sin saber a qué me
refería. No me quejo. He solucionado algunos apremiantes asuntos económicos y
he vislumbrado horizontes vedados al escritor burgués. Mundo rural, montañoso,
que se asume como superado tras el criollismo, que nadie describe, despreciado
por tendencias literarias durante décadas. Los periodistas de los pasquines de
provincia sólo acostumbran lamerle el culo a los potentados locales, y el
resto, el gentío, su sobrevivencia, se describe como un folclorismo reiterativo
en no más de cinco líneas. Los clubes de poetas, por su parte, siguen
adulándose entre cuatro paredes con mariconcismos decimonónicos. De esta forma,
millares de personas quedan sin voz, sin fotografía histórica, sin análisis
marxista, sin exaltación estética, sin pincelada narrativa.
Podría escribir
decenas de novelas sobre esas sombras silenciosas del bajo pueblo. Hoscos,
malintencionados y omnívoros de sentimientos, saben también ser buenos tipos,
aunque los códigos son distintos. No puedes llegar y hacer lo mismo que con tus
colegas universitarios, esos señoritos de sábanas limpias y desayuno servido
que sólo han conocido callos manflinfleros. Acá te debes ir con cuidado o
terminarás navajeado como un cuadro de Picasso. Salvo el flaiterío urbano y uno
que otro universitario que llega a cumplir horario, el resto sigue hablando en
ese chileno apelotonado y cantadito que tan bien expusieron Raúl Ruiz y
Cristián Sánchez en sus películas. Su visión de mundo la describen usando los
elementos a mano, como lo haría el Chauncey Gardiner de
Kosinski. Casi todos tienen un apodo grotesco, y a quien no lo tiene se le
inventa en el acto. A fuerza de escuchar todo el día me he convertido en
experto en reggaetones y cumbias rancheras, en letras machistas de asnos
lastimeros incapaces de ver perspectivas más arriba de su pene. Pero es
hora de retomar mis textos, mis lecturas, mis amigos virtuales. Aprovechar el
entusiasmo por Umberto Eco para leer Seis paseos por los bosques
narrativos, volver a oír la voz diseccionadora de Philip Roth en Los
hechos, y transitar por esa joyita de Jack London titulada Martin
Eden.
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De CUADERNOS DE
LA IRA (blog del autor), 25/02/2016
Imagen: Ribera
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