La tertulia tiene
lugar en El Pájaro, un pueblo fantasmagórico situado sobre ese corredor
solitario y ardiente que marca el encuentro del desierto guajiro con el mar
Caribe. Entre los entusiastas conversadores —todos empleados de la planta de
gas natural— hay un técnico riohachero, un ingeniero bogotano, dos ingenieros
samarios, un operario barranquillero, un supervisor santandereano y dos
celadores guajiros, ambos puros indígenas wayúu. Todos se han encontrado, y se
han vuelto amigos de un momento a otro, por puras circunstancias profesionales.
Pero aún con lo oscilantes que son sus temas de conversación, hay uno del cual
no se habla: trabajo.
El riohachero, un
moreno oscuro de casi dos metros de estatura, permanece de pie. Es el más
callado de todos. Aunque no ha intervenido, ha seguido la conversación como un
halcón a su presa. Le dicen en son de chanza que se siente para que no crezca
más, pero se limita a esbozar en su rostro pétreo una sonrisa. De repente, el
barranquillero toma una curva pronunciada en la ruta de la tertulia y pregunta
por una famosa guerra de familias guajiras que tuvo lugar hace diez años en un
pueblo marimbero de la sierra nevada de Santa Marta. Nadie parece saber nada,
hasta que el hombre de dos metros rompe el silencio:
—Esa es una
historia larga.
El maestro del
suspenso acaba de desplegar el primer gran artificio de su repertorio. Les ha
extendido a los presentes su caña de fino juglar. Su cometido se revela obvio
para los amigos, pero todos se le abalanzan al anzuelo. «Cuéntala a ver», le
dice uno de ellos. El hombre se resiste. Desea que le rueguen. No admite una
convocatoria informal, acaso displicente. Requiere la ansiedad desbocada del
auditorio y, desde luego, en seguida la recibe: están a punto de
arrodillársele.
—Yo estaba ahí
—es su introducción. Una apasionante película de la vida real comienza a rodar
entonces ante la docena de ojos alucinados.
Un hombre de cuarenta
años estaba limpiando su revólver. Un niño de diez se le acercó, apuntándolo
con una pistola de juguete y diciéndole que iba a matarlo. Muerto de la risa,
el hombre apuntó al niño con el revólver que estaba limpiando. «Primero te mato
yo a ti», le dijo también en broma. Entonces el arma se le disparó. El narrador
se arroja al suelo rojizo del desierto para presentar su vívida descripción de
la caída del niño.
—Le dio en la
mitad del corazón —dice desde el suelo.
Hay silencio en
el grupo, mientras el riohachero se levanta del suelo con toda su calma guajira
y se sacude la arena roja del pantalón.
«Quince años
después, el hermano menor del muerto comienza al pregonar por el pueblo que va
a vengarse —prosigue el relato— y los hijos del homicida accidental se
enteraron». El mago de la historia describe la época. Estaban en plena bonanza
de la marihuana. El pueblo era un infierno de camionetas, dólares, balas y
mulas que bajaban de la sierra cargadas de Santa Marta Gold, la mejor marihuana
del mundo.
Un domingo, el
hermano del muerto parqueó su camioneta en la plaza y allí se sentó a beber
whisky con su mejor amigo. Las puertas de la camioneta roja estaban abiertas. A
través del potente equipo de sonido del vehículo sonaba un vallenato de los
ídolos del momento, los hermanos Zuleta. Era «El trovador ambulante» —recuerda
el narrador con convincente precisión. Los hijos del homicida, los mismos que
habían decidido salirle al encuentro a la venganza, se acercaron entonces por
detrás de la camioneta. Primero mataron al amigo. El vengador intentó entonces
sacar su escopeta 12 de la parte de abajo del asiento. Demasiado tarde. El
narrador se señala la frente y deja los ojos en blanco. No lo ha dicho, pero ha
quedado claro: el tiro fue en toda la mitad. La escena, recreada con tanto
detalle, con el vallenato y el entorno de pueblo de vaqueros, les produce
escalofríos a los amigos, aun en medio de los cuarenta grados de aquel desierto
agreste, frente a ese mar rugiente que parece encresparse con el calor de la
historia.
El santandereano
se ha confundido y le ha perdido el hilo al cuento. «¿En este momento van
empatados?», pregunta. Con una calma de carpintero, que exaspera al resto, el
narrador le resume la historia desde el principio, y remata diciéndole:
—Van dos a cero,
para que entiendas. Se alborotó la sed de sangre, prosigue el narrador. Al
asesino lo mandaron a esconderse en un pueblo del Magdalena.
—¿Cómo se llama
ese pueblo con nombre de santo que queda a la orilla del río? —les pregunta a
los interlocutores. Dos de ellos lanzan nombres de pueblos: «¡Cerro de San
Antonio!…¡Santo Tomás!…». El relator niega con la cabeza. «No importa,
continúa», le dice el sincelejano. El relator lo mira con una mezcla de rabia y
compasión. El mensaje está claro: si no lo ayudan con el nombre del pueblo,
jamás sabrán el desenlace. Todos comienzan entonces a disparar ráfagas de
nombres de pueblos. Hasta uno sin nombre de santo es mencionado.
—Vea hermanito
—le advierte el juglar—. Cuando yo le diga algo es porque así es.
El regaño deja
petrificado al que cometió la osadía de dudar. Otro artificio narrativo: el
juglar acaba de darle otra vuelta a la tuerca de la credibilidad. Por fin
alguien dice el nombre del pueblo y al relator se le iluminan sus ojos de búho
salvaje. Todos se ponen contentos. Se avecina el desenlace. Se ha hecho tarde.
El mar ruge.
Los vengadores,
—«los que van perdiendo dos a cero, para que entiendan»— localizaron el pueblo
y llegaron armados con varios agentes del F-2. Uno de ellos —hermano menor de
las dos víctimas— dijo que quería ejecutar la venganza con sus propias manos.
Por tanto entró solo al pueblo. Minutos más tarde lo sacaron masacrado. Tres a
cero. El bogotano ha entrado en una especie de trance alucinatorio y le suplica
al narrador que no demore más el cuento. Los wayúus se ríen. El
suspenso ha enloquecido al bogotano, que empieza a sudar a chorros. Pero el
narrador le propina un tatequieto. «Hasta aquí llegó la cosa» anuncia.
No hubo venganza. La familia que iba ganando tres a cero accedió a pagar los
tres muertos.
—Treinta millones
—dice el juglar, haciendo flotar tres dedos en el aire—. Yo estuve en la
entrega.
El auditorio
espontáneo lo contempla con admiración. Ha convertido la historia cualquiera en
una apasionante película de la vida real, recreada en medio de aquel ámbito
misterioso donde El Pájaro le entrega al mar las ruinas de su antiguo
esplendor, cuando cargaban marihuana y encendían cigarrillos con billetes de
cien dólares. Lo observan con sus tres dedos en el aire, enmudecidos, a merced
de la hipnosis de la historia, sometidos al sortilegio de ese hombre que maneja
con maestría los hilos secretos del relato. Al fondo, ya el sol guajiro ha
emprendido su descenso, mientras el mar va enfureciéndose para darle la
bienvenida a la noche.
—Es hora de comer
—dice el supervisor.
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De PERIODISMO
NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA, 22/03/2016Fotografía: Una comunidad wayuu
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