El pequeño
Francisco lleva cinco horas esperando con el retrato de su padre. Es casi de su
tamaño. Lo carga con ambas manos. A sus espaldas los vecinos levantan letreros
escritos a mano: “no más muertos”, “no más fosas clandestinas”, “no más
desapariciones”. Los agravios del país desbordan el camino. El último sol hace
sombra en las montañas de roca.
La camioneta
donde viaja el poeta Javier Sicilia frena a su encuentro. Detrás vienen los
trece autobuses que cruzan México en la Caravana del Consuelo. El niño se
acerca de la mano del tío. Una lágrima le llega a la punta de la nariz.
Se lo mataron. El
minero Fernando Rodríguez Maturino apareció muerto hace tres meses. Su cuerpo
enrollado en una cobija. Atado con cinta canela. Tirado en medio de un
descampado. Sicilia tomó a Francisco en sus brazos, lloraron juntos. El poeta
perdió a su hijo, el niño a su padre.
Dos meses atrás
Sicilia preparaba su último libro titulado Los Restos. Estaba de
viaje en Filipinas, a donde voló con una inquietud profunda: sentía que iba a
morir. Por eso, antes de despedirse de su hijo Juan Francisco le encomendó sus
cuentas, escrituras y demás papeleos. Pero fue el joven, un estudiante de
administración de 24 años, quien murió. La mañana del 28 de marzo apareció
asesinado en un automóvil deportivo con cuatro amigos y dos adultos.
Asfixiados, torturados, la cabeza envuelta en cinta adhesiva, con las manos y
pies atados.
Con su muerte el
padre dio nombre a los 40 mil caídos anónimos de la guerra que el presidente
Felipe Calderón declaró al crimen organizado. Lo empujó a las calles a exigir
justicia para todas las víctimas y el cambio de la estrategia de guerra.
Sicilia pudo encerrarse a llorar a su muerto. No lo hizo. Marchó en la ciudad
de Cuernavaca donde Juanelo, como le llamaba, vivió y murió. Emprendió una
caminata a pie de 80 kilómetros hasta la ciudad de México donde 120 mil
personas se unieron a su clamor y continuó con una caravana de más de 3 mil kilómetros
hacia Ciudad Juárez, “el epicentro del dolor”, donde se firmó el Pacto
Ciudadano para refundar al país.
Sicilia no
volvería a escribir poesía.
El mundo ya no
es digno de la palabra
Nos la ahogaron por dentro
Como te asfixiaron
Como te desgarraron a ti los pulmones
Nos la ahogaron por dentro
Como te asfixiaron
Como te desgarraron a ti los pulmones
La caravana lo
trajo hasta aquí, a unos cuantos kilómetros antes de llegar a Durango, al
encuentro con el pequeño Francisco que viste una playera más grande que su
flaco cuerpo. Silencio. Sólo el llanto de los dolientes y el aleteo de las
cámaras fotográficas que persiguen el abrazo.
–Me dice que
quiere crecer para matar a los que asesinaron a su papá –interrumpe María
Cirila Flores de los Santos, la madre. Se deja consolar por los desconocidos.
Alrededor el
pueblo se guarda. No es lugar para vivos.
En medio de la
noche Francisco y su familia se unen a la caravana que continúa su viaje de 7
días y más de 3 mil kilómetros. Durante el 4 y 10 de junio del año 2011 trece
autobuses de turistas, unos cincuenta automóviles y ocho patrullas de la
policía pasarán por los estados de Morelos, Ciudad de México, Michoacán, San
Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Coahuila, Nuevo León y Chihuahua, donde fueron
asesinadas 19 mil personas. La mitad de los muertos de esta guerra. A la cabeza
va una campana de bronce que hace tres años cruzó el País por las muertas de
Juárez y ahora lo vuelve a hacer por los muertos de México.
***
María viajó 9
horas desde su casa, en un poblado donde la gente vive de la compra y venta del
oro, cuando se enteró que por aquí, por Michoacán, pasaría la caravana del
señor “Cecilio”, como le llaman quienes nunca han escuchado su nombre. Para la
mayoría de los mexicanos este poeta y escritor era hasta ahora desconocido. Al
llegar al mitin, ya casi terminaba. Con las fotos de sus ausentes en mano, la
abuela con tamaño de niña se empujó entre los organizadores para tomar el
micrófono. Se coló tras bambalinas y salió al paso para contar su historia.
–Soy María
Herrera Magdaleno y perdí a 4 hijos en esta guerra que no pedimos.
El gemido hizo
voltear a los mirones que se disipaban hacia el espectáculo de mandolinas y los
cafés y restaurantes de los portales, donde hervían unos buñuelos con canela y
piloncillo. A varios turistas la frase los agarró a mitad del bocado y a otros
más les quitó el hambre. Les estrujó las tripas. Hace tres años dos de sus
hijos fueron desaparecidos en Guerrero a donde viajaron a comprar oro; hace un
año, otros dos en Veracruz nomás porque su auto tenía placas de Michoacán.
Territorio Zeta versus territorio La Familia. En esta guerra uno puede estar en
medio de ella y no enterarse.
María Herrera
tiene la garganta hecha girones y sus palabras tropiezan con el llanto. Casi se
desvanece en el escenario. Otras mujeres que cruzaron el país entero sólo con
un cambio de ropa y la foto de sus hijos ausentes para sumarse a la caravana,
la toman amorosas entre sus brazos y la invitan a unirse al movimiento. Ella
les explica que no tiene dinero y los caravaneros hacen coperacha para
comprarle algunas blusas y medicinas para iniciar su camino hasta Ciudad
Juárez.
La caravana
restriega al rostro del país, el de los desaparecidos. En los últimos cinco años
se desconoce el paradero de 5.397 personas, según las cifras oficiales, aunque
organizaciones y activistas cuenten más de 10 mil. En cada plaza que se
detiene, aparecen sus nombres y el “desde entonces no lo he vuelto a ver”.
Desapareció la
familia de Carlos Castro una madrugada que él salió a trabajar. Su esposa, sus
dos hijas y la adolescente que hacía la limpieza. El hombre carga una manta
gigante con sus fotos y una sola frase: “Devuélvanme a mi familia”. No cree en
la política ni en el movimiento, sólo espera que los secuestradores miren las
fotografías y le propongan un pacto. Parece el hombre más solo del mundo.
A María Carlos le
desaparecieron a su esposo Rafael Ibarra, un vendedor ambulante. En la plaza de
Monterrey la mujer cuenta cómo cada madrugada deambula por las calles de
Saltillo con su fotografía, pregunta a los narcomenudistas en una esquina, a
los halcones en otra. Una vez un jefe Zeta, compadecido de la pobre, le dijo
que echó ojo en las casas de seguridad, pero no lo reconoció entre sus
víctimas.
Liliana Gutiérrez
perdió a su esposo cuando volvía de Estados Unidos por Tamaulipas. Hasta allá
fueron para poner la denuncia. En la Procuraduría local le dijeron que seguro
andaban borrachos. En la Policía le recomendaron paciencia. En la Procuraduría
nacional no podían intervenir hasta que la local desechara el caso. En San
Fernando no hubo quien recibiera la denuncia: el fiscal había desaparecido y su
cuerpo sería encontrado días después, torturado.
En la carretera,
la Caravana circula en solitario. El miedo dejó a su paso pueblos fantasmas.
Por estos caminos uno podría detenerse con toda calma a hacer un picnic a medio
día sobre el asfalto antes de que pase un auto. Desde las ventanas de los
autobuses el paisaje se impone: de los bosques verdes profundos de Michoacán,
al desierto de yucas en San Luis Potosí; de la sierra cobriza de Zacatecas y
Durango con sus atardeceres color fuego, a los cerros filosos y las chimeneas
industriales de Monterrey.
En estos campos
un grupo de amigos y familiares que practicaban caza deportiva fueron
asesinados y calcinados sólo por vestir look camuflado de militar; otro joven
que acudió con sus amigos a remar a la presa fue desaparecido por policías; en
los pueblos coloniales que rodean a la Sultana del Norte los paseos dejaron de
ser tales desde que en sus caminos aparecieron policías y alcaldes ejecutados.
Desde la ventana del autobús vemos pasar con nostalgia un país que nos
perteneció, con sus acampadas y carnes asadas con las que crecimos y que ahora
sólo platicamos a los más pequeños, a los jóvenes a quienes esta guerra les
quitó su derecho a descubrir, a vagar, a equivocarse.
***
–La gente cree
que no pasa nada, verá, pero sí pasa –suelta un policía montado en su
bicicleta.
Desde su lugar en
un rincón de la plaza de San Luis Potosí echa vistazos y calcula. El show del
payaso callejero tiene más público que el mitin de la caravana. En el primero
hacen figuras de Bob esponja con globos de colores, en el segundo hablan de los
desaparecidos y ejecutados.
La sombra de los
teatros y templos coloniales de cantera amainan el sol en la plaza, los elotes
fritos con epazote inquietan las tripas de los caravaneros que llevan medio día
sin comer.
La tarde va
perezosa en esta ciudad que 10 años atrás dio una lección de resistencia al marchar
en caravana a la capital del país para exigir elecciones limpias. Luego cayó en
el letargo profundo del conformismo del país en el que un presidente puede
declarar una guerra para legitimarse, políticos acusados de crimen organizado
son protegidos por el fuero, jueces citan a declarar a muertos y militares
siembran armas a los civiles que mataron “por error”. En el país del “nunca
pasa nada”, la corrupción e impunidad ya son símbolos patrios.
Por ese “nunca
pasa nada”, Sicilia se propuso refundar México y convocó a la caravana que a su
paso zurce testimonios y fuerza en un movimiento social basado en el pacifismo
gandhiano.
Acostumbrados a caminar tras los pasos de un líder miles de personas
salieron de sus casas y trazaron a pie los 80 kilómetros de la primera marcha
convocada por el poeta y cientos lo hacen al paso de la caravana. En esta
plaza, un borracho recién salido de restaurante le grita al poeta.
–¿Cómo le vamos a
hacer? ¡Danos una solución!-. La suya es la voz de quienes reclaman en el poeta
al redentor que salve al país de sus eternas tragedias.
¿Cómo le vamos a
hacer? Duda un país que intenta caminar sin andadera, acostumbrado a seguir
pasos de caudillos. Bien sabe de eso Miguel Hidalgo, la reencarnación del cura
libertario que viaja con la caravana. Tal cual su imagen: coronilla rasurada,
cabellera mal decolorada en un amarillo pastel, sotana y gabardina de lana pese
al sol inclemente del desierto. No le falta el estandarte. El hombre que ronda
los 50 años se unió a la caravana para cumplir una meta personal: llevar al
personaje histórico a todos los rincones del país en un recordatorio de la
independencia que no ha logrado México -los nuevos gachupines son
estadounidenses-, y de paso unir su grito a las víctimas de la guerra.
–La patria somos
todos, pero cada quien tiene que hacer su propia lucha de independencia- dice
el hombre que en la vida real es Pepe Ortiz, cantante de boleros y rancheras
que aprovecha el raid que la caravana le dará hasta Ciudad Juárez.
Al fondo, el show
del payaso continúa. Y desde su bicicleta el policía recuerda:
-Fíjese, creen
que no pasa nada, pero sí pasa- insiste el hombre recargado en el manubrio-.
Hoy nomás balearon la comandancia en Río Verde y hace como un año que no
encontramos a cuatro compañeros nuestros.
Los policías
también desaparecen. Gloria Aguilera perdió a su esposo y dos hijos, Ofelia
Castillo a su hijo. Ambas salieron a las calles de Zacatecas con la foto de sus
ausentes en la cartera. A Ofelia el procurador le dijo sin empacho que no
buscara más. “Si lo traen los malos, lo traen trabajando y le pagan muy bien,
cálmese”.
El policía en su
bicicleta no lo sabe, pero mientras platica, será descubierta la primera fosa
en San Luis Potosí, con cuatro cadáveres. Unos más a la cuenta del cementerio
que es el país: en los últimos cinco años se han encontrado más de mil cuerpos
en unas doscientas fosas clandestinas.
Bajo la tierra.
***
Es media noche y
el viento que sopla en la plaza de Durango huele a muerto. A 238 muertos para
ser exactos. A sus restos. Pútridos. Devorados por los gusanos. Enterrados en
una colonia clasemediera en medio de la ciudad. Al olfato de todos.
Descubiertos en plena primavera.
Durango se
despelleja. Un grupo de estudiantes universitarios acompaña a los dolientes con
la fiesta de su batucada y las calles se desbordan con las fotografías de los
desaparecidos. Porque aquí, la gente primero desaparece. Luego brotan los
cuerpos del suelo. Por primera vez desde que se declaró la guerra las víctimas
sacan a sus muertos de la fosa común de la indolencia y conocemos sus rostros y
nombres. Falta noche para nombrarlos a todos. No el consuelo. Ese estar con la
soledad del otro.
En medio de las
fotografías de muertos y desaparecidos hay un tipo disfrazado de árbol. Licras
cafés, playera verde, tennis Nike y una corona de hojas sobre la cabeza. En la
mano, una bandera gigante donde se lee “Alto al Ecocidio Nacional”. El Señor
Árbol se unió a ésta caravana como se ha unido desde hace 35 años a maratones y
a marchas de gays o desempleados para llevar su clamor contra la masacre del
planeta. El maquillaje color verde se le escurre en la cara. Con el dorso de su
mano trata de secarlo y termina por embarrarlo más con sus lágrimas. La bandera
que ha cargado todo el viaje le sirve para limpiarse mientras desfila ante sí
la tragedia de la guerra.
Una mujer contó
que su primo, un joven alto y fornido, fue detenido por los malos y obligado a
pelear por su vida en los ruedos de los poblados. La noche que se lo llevaron
luchó cuatro veces contra otros chavalos y los cuerpos de sus contrincantes
fueron enterrados por ahí. Días después, los diarios publicarían la confesión
de un sicario que completó la historia: los arman con martillos, machetes y
palos para entrenamiento de nuevos asesinos y diversión de los criminales. Como
en los antiguos coliseos los romanos lo hacían para entretenimiento del
emperador.
Una abuela narró
cómo un par de muchachos armados con metralletas mataron a su hijo frente a su
familia y no conformes le robaron el mandado porque parece que los jóvenes
sicarios salieron a matar con la panza vacía. Otra mujer dijo que su suegro
murió asesinado por exigir la presentación de su hijo desaparecido. Una madre
perdió a sus tres únicos hijos veinteañeros: fueron masacrados porque el dueño
del bar donde brindaban no creyó que las amenazas del cobro de cuota iban en
serio.
Calderón presentó
su guerra con el eslogan “para que la droga no llegue a tus hijos”. Pero a
cinco años el consumo de cocaína se duplicó y cada cuarenta minutos alguien
muere ejecutado en el país, jóvenes en su mayoría. El nuevo eslogan circula
como ironía en internet: “para que la droga no llegue a tus hijos los estamos
matando”.
Desde la plaza el
Señor Árbol recuerda su propia desgracia. Su hermano fue ejecutado en un
enfrentamiento y sus dos sobrinos fueron asesinados cuando un tipo intentó
robarles el auto. Es un árbol triste. Los chiquillos que pasan cerca de él lo
miran curiosos y él se deja jalonear las ramas. Juguetean, les embarra
maquillaje en los cachetes. Hay algo de regocijo en esta plaza. Una especie de
comunión en el dolor.
***
Los mastodontes
mecánicos de la caravana aparcan en una estación gasolinera que descansa en medio
de la carretera. Alrededor nada, salvo las montañas de roca que delinean el
camino. O casi nada. Apenas un muro de costales rellenos de tierra, reventados,
quizá por algún disparo o carcomidos por el sol.
Nadie lo sabe,
pero las miradas curiosas de los despachadores vestidos en sus overoles verde
olivo son más que eso.
-Están en zona de
halconeo- dice a manera de saludo el policía que relevó la seguridad de la
caravana al entrar a Zacatecas, la única puerta de Ciudad Juárez con el resto
del sur del país. Una carretera disputada para el traspaso de cocaína.
“Halconear” es
mirar para el jefe. Taxistas, adolescentes, despachadores de gasolina, tenderos
informan quien llega, quien se va, quién hace qué. La criminología enriquece la
lengua mexicana “levantar” (secuestrar), “encobijar” (matar y envolver en una
cobija al cadáver) “sicarear” (ser asesino a sueldo) o “pozolear” (disolver
cuerpos en ácido).
Dos patrullas de
la policía y sus cuatro hombres armados vigilan de lejos los autobuses cuando
una centena de caravaneros se dejan ir hacia ellos. El jefe toma el radio y
alcanza a decir “nos rodean, nos rodean” mientras otro aprieta sus puños
alrededor de la pistola que le cuelga en la cintura. Hay tensión. La tribu se
toma de las manos, los envuelve en un círculo y ellos se repliegan. Un hombre
saca un caracol gigante y sopla a través de él: su canto recuerda un ritual neo
hippie. La tribu levanta las manos al cielo y las agita. Comienza a oler el
copal. Suspiro. Los policías se relajan. Acaban de recibir una limpia para
sacudir las malas vibras y cruzar el umbral del territorio comanche. “Las
Arsinas”, sabríamos después, es un lugar donde sólo paran foráneos despistados
o ajustadores de cuentas.
La caravana sigue
su viaje. En los últimos autobuses va un gremio que ha germinado al interior
del movimiento: algunos grupos universitarios, víctimas de Juárez y otras
organizaciones tradicionales de izquierda que están de acuerdo con la exigencia
de justicia el cambio de estrategia de combate al narco, que abandera del
poeta, pero no con las formas. El movimiento puja una salida paulatina del
Ejército de las calles, y ellos inmediata; el movimiento apuesta una última
moneda a sentarse con el gobierno, ellos lo rechazan contundentes porque Ciudad
Juárez, el lugar más herido del país, lo hizo un año atrás y sólo sirvió para
que el presidente se tomara la foto con las víctimas. También creen que las
decisiones no son democráticas, y que las toma un grupo de cinco personas
cercanas a Sicilia. La caravana sigue camino al norte.
*
Es media noche y
los pueblos tomados por narcos salen al paso de la caravana. Unos cientos de
personas se afilan en las carreteras. Agitan banderas, trapos blancos, sus
manos. “¡No están solos, no están solos!” gritan en familia, en grupos de
amigos, se miran niños y algunos abuelos. El paso del poeta recuerda al
flautista de Hamelín.
A las dos de la
madrugada la caravana entra a la ciudad de Chihuahua. Fundidos en los asientos,
casi todos los caravaneros duermen. No en la Plaza del Ángel donde esperan
desde siete horas atrás. Se les mira somnolientos pero con bríos. Flores en
manos, mesa puesta de comida: burritos de carne enchilada, picadillo, frijoles
con queso, ya fríos. El mariachi sopla las trompetas. Dos cuadras más allá, la
ciudad está vacía.
Pequeños papeles
de colores cuelgan de unos tendederos improvisados alrededor del monumento al
Ángel. En cada uno, una historia fue escrita a mano. Adriana Sarmiento, 16
años, desaparecida en el 2008: quería titularse de enfermera y conocer el mar.
Beatriz Hernández, 20 años, desaparecida en el 2010: le gustaba salir a caminar
con sus dos hijos al parque. Gabriel Jiménez, 29 años, desaparecido en Parral:
quería poner un negocio para mantener a su familia. Luis Daniel Armendáriz, 18
años, asesinado en el 2008 en Creel: quería estudiar y construir una casa.
Gabriela Armendáriz, 24 años, asesinada en el 2010 en un retén militar: quería
conocer a su hijo, que murió en su vientre.
En el mitin de
madrugada un hombre toma el micrófono.
-Comenzamos
llorando y denunciando 300 muertas. Nuestras mujeres caminaron a México, a
Ciudad Juárez en caravana de luto. No nos hicieron caso. ¡Y ahora lloramos a 13
mil muertos!.
En la recepción a
la caravana hay algo de reclamo. Una especie de “llegan tarde”. En el camino de
los agravios Chihuahua ha ido y vuelto. Es como el hermano mayor de los
infortunios, el que más sangre ha puesto en la guerra. Fue aquí, frente a esta
plaza, donde Marisela Escobedo fue asesinada. Al pie del Palacio de Gobierno.
Días antes de morir la enfermera jubilada que barrió el norte del País en busca
del asesino de su hija Rubí retó al gobierno y sus futuros verdugos. “Si me va
a venir ese hombre a asesinar que venga y me asesine aquí enfrente, para
vergüenza del gobierno”, dijo a las cámaras de televisión. Después de su muerte
el video acumuló miles de vistas en internet. Ahí quedó su cuerpo tirado y al
gobierno no le dio vergüenza.
***
La caravana llega
a medianoche a Monterrey. Un payaso y una niña encabezan la fiesta ambulante
que al ritmo de una guitarra y una flauta claman por el fin de la guerra. A los
ojos de los pocos citadinos que aún circulan por las calles del centro
histórico –indigentes, taxistas o empleados refugiados tras la cortina de
metal- no son más que una bola de temerarios desafiando a las bandas del crimen
organizado que a esa hora salen a vigilar su territorio.
El payaso se
llama Yayo, un tipo larguirucho con una bola roja en la nariz que arrastra a
donde va un carrito de cartón con forma de patrulla con la frase escrita “más
poesía, menos policía”. Clown profesional desde hace 33 años, Mario Galindo
forma parte del grupo artístico de Cuernavaca que organizó las primeras
manifestaciones por la muerte de Juan Francisco, antes de que Sicilia volviera
de Filipinas. En medio de la catarsis, o en los descansos, luego de transitar
por carretera cinco, seis horas seguidas, el silencioso Yayo trepa a los
caravaneros a motocicletas invisibles, o coloca su nariz a los policías. La
risa es también una forma de protesta.
Van a la
Procuraduría del Estado a exigir la solución de 9 casos de desaparecidos por la
policía, entre ellos una estatua viviente llamada “El Vaquero Galáctico” y un
joven campeón nacional de ajedrez. Los padres de los muchachos sientan al
procurador a la mesa y lo tienen ahí hasta las dos de la madrugada cuando sale
con la cara ojerosa y la corbata con el nudo flojo, a prometer públicamente que
dará resultados. Luego de un mes, vencido el plazo, no tendrá más que
expedientes vacíos.
Esta reunión es
la antesala de la que sostendrán al terminar la caravana las víctimas del
movimiento con el presidente Calderón en el Castillo de Chapultepec. Por
primera vez el país verá por cadena nacional a las víctimas y su reclamo de
justicia; verá un presidente prometer sin ánimo, pedir perdón pero por no
declarar la guerra antes y con más fuerza; verá un abrazo entre el poeta y el
presidente que a vistas de la derecha es motivo de celebración y de la
izquierda, de reproches. Ambas extremas coincidirán que por primera vez las
víctimas nos han obligado a mirarlas de frente.
Pero eso será
días después, al terminar la caravana. Mientras, afuera de la Procuraduría en
Monterrey, la gente se disipa en medio de las calles vacías.
Por la noche la
caravana acampa en los patios y salones de una escuela de Santa Catarina y
adquiere ese toque de viaje escolar. Poco a poco se hacen los gremios, por acá
los medios alternativos hacen fila por un enchufe de luz para mandar crónicas,
fotos, videos; más acá los poetas, intelectuales, activistas y
universitarios adelantan una probada de lo que será el debate del pacto
ciudadano días después en Juárez: la salida inmediata del Ejército de las
calles y el rechazo al diálogo con el gobierno.
–No podemos
dialogar con el gobierno si tenemos una pistola en la frente- lanza uno. Al
interior del movimiento hay quien llama a la autocrítica: se debe hablar más en
voz alta hacia más lados, tomar decisiones democráticas, canalizar la
diversidad de opiniones.
En el campamento,
las víctimas se mezclan. El padre del Vaquero Galáctico es el cuentacuentos de
las historias de su hijo desaparecido, la madre de Paris -el hiphopero
asesinado- baila con el grupo de jaraneros que improvisa sobre la música
tradicional letras de paz y repudio a la guerra. Otras duermen en salones sobre
sleepings o tapetes tipo yoga junto al rostro de su muerto o desaparecido, que
no descansa en paz. Al fondo, el campo de fútbol salpicado de tiendas de
campaña. Las insomnes acompañan a la luna.
Este día será el
tercero más violento del sexenio: 86 personas fueron ejecutadas.
***
Desde el puente
conocido como Kilómetro 20, la puerta de entrada a Ciudad Juárez, un muchacho
incrédulo mira los centenares de personas que salieron a recibir a la caravana.
–Ni cuando Los
Indios subieron a primera división veías tanta banda en las calles –dice
mientras su mirada navega por encima de las ansiosas cabezas que se arremolinan
para presenciar el histórico momento.
Tanta que es
imposible ver cuando la señora Luz María Dávila le cuelga un rosario a Sicilia
en el cuello, aún con su ropa de trabajadora de maquila. Como el poeta, la
mujer es un símbolo de la guerra. Hace año y medio sus dos únicos hijos fueron
masacrados con otros 13 compañeros en una fiesta universitaria. Desde Japón, el
Presidente dijo sin empacho que eran pandilleros y Luz María lo enfrentó en una
visita a Juárez: “Yo no le puedo decir bienvenido porque para mí no lo es”.
Sicilia le besa
las manos y los retratan fundidos en un abrazo. A la noche siguiente, ese
rostro de satisfacción se convirtió en uno molesto, de quijada apretada. No
estaba conforme con el documento del Pacto Ciudadano, discutido y redactado a
prisas.
La exigencia de
la salida inmediata del Ejército de las calles provocó una parvada de aplausos
de los radicales. Sicilia y los otros líderes del movimiento sacudieron la
cabeza y se llevaron las manos a la cara. Frustrados. Ante el parpadeo de los
flashes fotográficos el poeta plasmó su firma y levantó los papeles al cielo,
señal del convenio social. Detrás de los anteojos, sus ojos azul agua se veían
molestos. Quizá decepcionados.
Esta guerra
extendió sus tentáculos por todo el país. Se detuvo a 21 de los 37 capos más
importantes, pero sus cuadrillas en pelea por el poder hicieron metástasis en
zonas donde no tenían presencia. Los temibles Zetas operan ya en 22 de los 32
estados y de los 5 cárteles que existían hace 15 años, sólo uno despareció.
Lugar que pisan, salpican de su mierda: secuestros, ejecuciones,
desapariciones.
El lunes 13 de
junio Javier Sicilia tomará un avión de regreso a su casa. El resto de la
tripulación volverá a subir a los colectivos para emprender la vuelta. En ese
viaje interminable de 21 horas, Carlos Sánchez, uno de los choferes, volverá a
repetir los nombres con los que ha bautizado los caminos que surcó la caravana
aquellos diez días. Decía que avanzaba por “el triángulo de las Bermudas”
porque como allá los barcos y aviones, aquí la gente desaparece. La tierra se
los traga. “Un día salieron de paseo y no regresaron”. “Iban a vender pinturas
y no volvieron”. “Fue a comprar mercancía y nunca más contestó el teléfono”. En
sus casi tres décadas al volante nunca había presenciado lo que ahora. Y al
terror trataba de sacudirlo con ironía.
A las selváticas
carreteras que van al puerto de Acapulco, donde el cantante Luis Miguel solía
dorar su piel, les puso “las de los colgados” por los cadáveres que pendulan de
los puentes como lo hacían de los árboles durante los ajusticiamientos de la
Revolución. A la autopista que sube hacia Tamaulipas, bordeando el noreste del
País, le llama “de la muerte” por las historias de secuestros de autobuses
donde los pasajeros son obligados a pelear entre sí por su vida. Para las del
sureste, donde abundan los secuestros de migrantes indocumentados, el humor no
le alcanzó a Carlos: un compañero chofer fue abatido con 24 balazos a bordo de
su autobús. Ahora, cada vez más cerca del final de esta peregrinación, mientras
Carlos espejea y maniobra detrás del volante, el cuerpo de su amigo es enterrado.
_____
De COSECHA ROJA
Fotografías 1 y 2: Graciela Iturbide
Fotografía 3: Javier Silva Meinel
Fotografía 3: Javier Silva Meinel
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