La hora más
corta, de Francisco Díaz Klaassen, aborda la existencia algo monótona de una
pareja de jóvenes chilenos innominados que viven en Midwood, un barrio de
Brooklyn del que no se llega a saber demasiado, salvo que el nombre “viene del
holandés y tiene que ver con los bosques que separaban Bushwick de la bahía”. El narrador es un tipo que va
progresivamente sucumbiendo al sedentarismo y que, por lo general, permanece en
su departamento, muchas veces espiando a la vecina del frente, mientras que su
novia trabaja durante los horarios normales en un lugar no especificado.
El relato está
articulado en episodios breves, desarrollados casi siempre en primera persona y
en tiempo presente. No obstante, el fragmento que da inicio a la novela, y
otros pocos que vendrán más adelante, todos ubicados en partes que al autor le
parecieron estratégicas, se valen del uso del pasado, de la segunda persona y
de pasajes fuera de la temporalidad del relato central, ello con el propósito
de ir introduciendo en el contexto general una tragedia que, obviamente,
involucra a los protagonistas.
La monotonía en
la vida de los personajes se ve interrumpida por tres hechos bien descritos que
cobran importancia en diferentes momentos de la trama: el fisgoneo a la vecina,
las escenas sexuales entre el narrador y su mujer, y la irrupción de una rata
en el departamento que ambos comparten. Exceptuando las trivialidades del día a
día y algunas evocaciones mínimas a su pasado en Chile, es poco lo que le
ocurre al protagonista. En consecuencia, la novela se lee de una sentada y está
escrita con lo que cualquiera entendería por corrección literaria. Pero nada de
esto es suficiente, ya que uno echa de menos algo trascendente, algo que
recordar, o al menos masticar, una vez concluida la lectura. Ni siquiera la
tragedia, trillada y enunciada en un instante inoportuno, logra el efecto
anhelado: conmover y sorprender al lector.
Tal vez lo
anterior se debe a que el narrador es un tipo bastante inconmovible. De él, por
lo tanto, no cabe esperar otra cosa que un procedimiento mecanizado tendiente a
resaltar el aspecto formal del relato (frío y demasiado calculado),
concentración de esfuerzo que, lamentablemente, sacrifica la profundidad y
renuncia al chispazo de belleza que provocaría alguna frase urdida con el
material de lo impredecible. Además, la descripción pormenorizada de un
acontecer pedestre -casi todos hemos leído u oído acerca de combates contra
roedores en departamentos de Nueva York- ahoga cualquier posibilidad de que el
lector simpatice con el que narra.
Tras el éxito
que obtuvo Alejandro Zambra con sus primeras novelas (Bonsái se publicó hace 10
años; La vida privada de los árboles en 2007), surgieron varios escritores
jóvenes -más jóvenes que Zambra, quiero decir- que pensaron que el minimalismo
era una apuesta segura, sin considerar los enormes riesgos que tal opción
conlleva. La hora más corta es un buen ejemplo de este tipo de imitaciones
fallidas, en donde la correcta forma, es decir, el minimalismo a secas, sigue
un patrón que inevitablemente desemboca en la más absoluta levedad.
En el caso de
Díaz hay otro detalle formal que puede resultar elocuente. La novela se cierra
con la siguiente información: Nueva York, 2012 – Itaca, 2014. El dato, además
de presuntuoso, es a todas luces imprudente, ya que de inmediato uno se
pregunta si Díaz realmente tardó dos años en escribir esto. Y luego, cómo no,
vuelve a la memoria la advertencia que al respecto lanzó Edmund Wilson, el gran
crítico estadounidense. Wilson, un tipo muy perspicaz, sostenía que en caso de
que el novelista hubiese fracasado, lo último que querrá el lector, al llegar
al final del libro, es que le recuerden al autor o la temporada que éste pasó
adonde fuese.
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De LA TERCERA
(Chile), 26/03/2016
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