Una mujer espera,
por última vez, cruzar una frontera. La mujer es gallega, nonagenaria, está
ciega y rememora, mientras se agotan sus fuerzas, una vida inabarcable de
trotamundos, desde los sueños literarios de la juventud, el amor y la
soledad, a los viajes por toda Europa y la desolación indescriptible de un siglo
de trincheras y destrucción que no dejó de perseguirla, frente por
frente, pero que ella no ha dejado de contar como corresponsal de guerra desde
1914. La frontera es ya su propia muerte: en Poznan, enero de 1958.
Así comienza un
homenaje lleno de sentido, el que la periodista de ABC Inés Martín
Rodrigo (Madrid, 1983) ha rendido en su primera novela, titulada «Azules
son las horas» (Espasa), a la gran Sofía Casanova, una de
las grandes pioneras del oficio que fue la valerosa corresponsal de este
periódico en el frente oriental de la Primera Guerra Mundial y en muchos otros
sucesivos.
Además de la Gran
Guerra, Sofía Casanova fue testigo de la revolución bolchevique (fue
perseguida y censurada por sus crónicas desde San Petersburgo, desde donde
narró la muerte de Rasputín y entrevistó a Trotski), vivió con el corazón
helado la locura de la Guerra Civil española y aún pudo
conocer y contar, desde la Varsovia arrasada, el huracán nazi que asoló Europa
durante la Segunda Guerra Mundial. Cuatro conflagraciones que le
otorgaron una amarga lucidez basada en hechos reales, que la protagonista de
«Azules son las horas» despliega en una revisión de todo lo que fue, un verdadero
canto a la vida sobre los restos humeantes de un siglo desgraciado,
sostenido con emoción en sus dos últimas semanas de existencia.
El Madrid
alfonsino y literario
La novela de Inés
Martín Rodrigo nos lleva desde Poznan, en Polonia, al Madrid alfonsino y
literario. Allí esta gran intelectual española de vida cosmopolita se relaciona
con las grandes figuras literarias de su época (Galdós, Pardo
Bazán…). Casanova fue a vivir a Polonia después de casarse con Wincenty
Lutoslawski, filósofo polaco de mente febril, idealista y experto en
Platón, que le había presentado el poeta Campoamor y cuyo amor descarrilaría.
Mientras Wincenty
se evadía al «topos uranos» platónico, a Sofía le tocó asumir toda la realidad.
Con las hijas a su cargo, y el dolor por la muerte de una de ellas,
en septiembre de 1914 la Primera Guerra Mundial viene a buscarla a su casa de
Drozdowo, rodeada por el despliegue ruso y alemán para la batalla de los lagos
Masurianos. La fiereza de los combates convierte la propiedad
en refugio improvisado.
Se hace enfermera
Casi un mes
resisten y cuando abandonan Drozdowo en dirección a Varsovia,el paisaje y el
alma de Europa han cambiado: impera la destrucción, la guerra
mecanizada desmorona los sueños de una civilización. En la capital Sofía se
hace enfermera de batallones moribundos, miles de amputados,
envenenados con gas (a punto está de perecer así durante un bombardeo), incluso
acude al frente en una misión para llenar un tren de despojos humanos asidos
a un hilo de vida y dar sepultura a cientos de cuerpos en la tierra que les
ordenaron defender. La muerte los traga, se sacia sin pudor junto a sus
lágrimas. Ese viaje al horror la escandaliza, la hiere profundamente, le
cambiará la vida.
Todo lo que ve
permanece aún inédito: la literatura semeja un sueño de otro mundo, de otra
vida anterior, perdida. Y sin embargo allí escribe una de las mejores
crónicas de su vida: un informe al Gran Duque Nicolás contraviniendo la
orden, recibida en el hospital, de asistir solo a los heridos rusos y dejar a
los alemanes a su suerte.
Ya quiere alzar
su voz valiente. En aquella Varsovia recibe la invitación a escribir en
ABC, de puño y letra de Torcuato Luca de Tena, que la admira.
Publicará en este periódico (qué orgullo) más de ochocientos artículos,
escritos con pluma de madera y tinta Pelikán. De pronto, España podía leer un
testimonio veraz de aquellos hechos que convulsionaban el mundo, las crónicas
que Sofía Casanova llenaba de un periodismo con mayúsculas,
plenamente vigente hoy. Sigue trabajando en el hospital hasta que los alemanes
entran en la ciudad del Vístula, y huye con sus hijas en el último tren a
Minsk, Moscú y, finalmente, San Petersburgo. Salvo dos libros y unas fotos, más las
últimas cartas de su madre, lo ha perdido todo.
La libertad
En la ciudad,
cuyo Palacio de Invierno ya se estremece en espera del cañonazo del crucero
Aurora, escribe mucho, pero sus crónicas son a veces interceptadas. Cuenta la
revolución de Octubre y entrevista a Trotski «en el antro de las
fieras», un texto imprescindible todavía. La libertad es parte de su estilo
transparente. A todos lados la acompaña su fiel criada gallega ya
parte de la familia, Pepa, a la que retrata en la crónica de Trotski: es el
otro gran personaje de esta novela.
Vive la Guerra
Civil desde Varsovia, y desde allí, con el ABC incautado, mueve cartas y
crónicas en defensa del bando nacional. Franco querrá conocerla.
Cuando tiene casi
80 años y está medio ciega ya, los nazis invaden Polonia y el horror del siglo
toca fondo. Narra la Segunda Guerra Mundial hasta donde las fuerzas le
permiten. Varsovia será destruida totalmente y con ella el alma de
Europa, pero entre aquellas ruinas también fue vista Sofía Casanova
comprobando que su casa había reventado por un obús en medio de la catástrofe y
que sus familiares estaban a salvo.
La vida y el
periodismo llenan este libro que sostiene la mirada a la guerra y a la
muerte, porque busca sentido a tanta incertidumbre. De igual modo, el
punto final de aquellas crónicas –y las de los periódicos de hoy– busca en los
lectores el único sentido posible de todo lo que ocurre y los periodistas
hacemos.
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De ABC, 21/02/2016
Imagen: Sofía Casanova, en la sala de heridos de la Estación de Varsovia
Imagen: Sofía Casanova, en la sala de heridos de la Estación de Varsovia
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