Hay una edad para
todo. Frase hecha, cierto, pero qué más da a estas alturas que lo sea o deje de
serlo si es cierto. La hay, a la edad me refiero, llega sin avisar, como
apuntaba el poeta, uno. De pronto está a tu lado, donde siempre había estado.
De lo que se trata además es de la campana de la queda, no de aquella de
comienzos del siglo XVIII que tocaban nocturnos los ministros por las calles de
la ciudad cerrada hecha ciudadela, sino de esa otra que yo mismo toco para
marcar el agotamiento de algunos entusiasmos y empeños, de los sueños que se
hacen ceniza, de las certezas que enseñan su cara de chichinabo, del cansancio
de explorar callejones sin salida y emprender viajes sin objeto; un agotamiento
que viene con la edad. No se trata de volver el rostro hacia la pared y echarse
a morir –Sancho a Don Quijote: eso sí que es locura–, sino de cambiar de rumbo,
de alejarse del ruido, de procurar no hacerlo repitiendo hasta la extenuación
lugares comunes y de intentar ver algo en claro en esta época de oscuridades.
Hume hablaba de desapego, Sachs de aligerarse de lastres innecesarios, pero sin
desentenderse del todo ni de la época ni de su música de fondo porque por muy
desafinada que suene es la tuya, y por muy lejos que vayas te dará caza. No es
tan fácil salirse de la corriente y su riada. Slavoj Žižek, en uno de los
ensayos de Acontecimiento, sostiene que «el camino meditativo del
“budista occidental” es el modo más eficaz que tenemos de conservar la
apariencia de cordura mental». Me lo echo a la espalda, para de seguido
olvidarlo. Mi campana de la queda es otra y el camino que me queda por recorrer
también otro, por dónde pasa antes de llegar a su fin, lo ignoro. [27.11.15]
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De VIVIRDEBUENAGANA
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