Si existe un
extremo influyente en la Rosa de los Vientos es el que señala el occidente.
Burton, el divino cónsul, anotó en su traducción de 1001 Nights que
en la patria guanche, las volcánicas islas llamadas Canarias, se alzaba, en un finisterrae,
una estatua de brazo acusador y nervio imperativo, señalando en esa dirección
que se abría, insondable, a través de las aguas atlánticas del Mar del Norte
español. En el pedestal de piedra de Tenerife de la escultura, estaba grabado,
sin misericordia: “volveos, detrás de mí, no hay nada”.
Navegó a su
camino al oeste es
el mantra que más repite en su bitácora el navegante más famoso de todos, aquel
que escribía en tercera persona: aquel que con su obstinación por el destino
señalado, se lanzó a la mar, sin importarle cuan bravo podía ser el océano y si
más allá había monstruos como temían los antiguos mapas que, a la vez,
imaginaban un abismo en el final del pliego ya que el mundo era todo, menos
esférico. El hombre había visto muchas costas y pocos muelles, desde la gélida
y norteña Islandia, pasando por Inglaterra hasta la afiebrada y meridional
Guinea y más allá, y su fascinación por el ueste, quien sabe si
tuvo que ver con haber buscado o soñado esa estatua canaria.
Lo cierto es
que, parafraseando a Burroughs, en las Tierras del Occidente propiamente
dichas, o sea aquí, el oeste, ante todo, era el lugar a donde acudían los
muertos. La Mama Kocha, el Mar del Sur, el Océano Pacífico, es
tan vasto y cautivante que es fácil desearlo como última morada: la única
condición para habitarlo era atravesar el desierto, y que tu ajayu,
tu alma, no se pierda por los arenales. De ahí devino el topónimo Tacna,
que hoy nomina también a una ciudad del sur peruano.
Un poco más al
norte, apenas llegados los peninsulares, se empezó a producir la uva que dio
origen al pisco, miembro de honor de la nobleza de los destilados. Hubo años
frenéticos donde todo el Oeste americano tembló: la época del auge de la
extracción del oro en California. Mediados del siglo XIX. Baudelaire empezaba a
escribir. Ríos de pisco y de vino de Chile inundaron los barcos y fluyeron
hasta los campamentos mineros. El bourbon, o cruzaba a vela el temible
Cabo de Hornos o era transportado en canoa, mula, lomo de hombre, como fuera, a
través de los istmos de Panamá y Nicaragua. California, California,
susurraría dulcemente Joni Mitchell un siglo después, trayendo ecos de esta
inédita relación oeste-oeste. Historias amables del Far West:
antes, según escribió Melville en Moby Dick, el fervor ballenero (the
american flag al viento, el coraje de los arponeros, el ron
encendiendo las conversaciones en las tabernas del puerto de El Callao) habría
despertado las ansias independentistas de los países del Pacífico Sur.
Lo que los
anales sí registran es el paso de un corsario inmortal: Hipólito Bouchard, que
trabajó de tal para uno de los directores supremos de lo que entonces se
conocía como las Provincias Unidas del Río de la Plata. Bouchard arrancó de
Kamehameha I, Kamehameha El Grande según los diarios de los marinos, Rey de
Hawaii (los inventores del ukelele eran libres hasta que losyankees los
anexaron en 1898), el primer reconocimiento formal de la independencia
argentina, saqueó la referida y ya próspera California, y a su paso altivo y
feroz por la Centro América fue inspirando con la bandera celeste y blanca de
Manuel Belgrano y en la proa a todas las futuras banderas: Guatemala, El
Salvador, Honduras, Nicaragua.
Si bien la
historia de Colón es prueba suficiente de la influyente obsesión por el oeste,
hay otra historia más profunda y concluyente, ya que involucra a todo un
pueblo: los guaraníes. La búsqueda de la llamada Tierra sin Mal, un edén para
que nos entendamos, no se trata sino de una persistente y permanente marcha
colectiva hacia el occidente, bajo la sabia inspiración de los chamanes y una
dura conducción guerrera. Partiendo desde algún lugar de las costas del sur de
lo que hoy es Brasil, los guaraníes ya habían atravesado mucho más que medio
continente en su éxodo casi desconocido, cuando llegaron los otros. Siempre por
su camino al oeste, el Tape Avirú. La invasión española
congeló ad eternum esta movilización mágica e histórica sin
muchos precedentes, ya que se trataba de la saga de unos seres que proviniendo
de lugares de abundancia y libertad (al revés de los que huyeron del Egipto de los
faraones), se internaron en infinitos senderos por las enmarañadas selvas y
luego hostiles eriales de monte seco para terminar arañando las montañas más
dramáticas del mundo: los Andes. Los Incas pretendieron burlarse de ellos, de
los guaraníes, apodándolos “chiriguanos” (“Chaguancos”, aún les espetan por los
lados de Orán, en Salta), que en quechua significa mierda fría. Pero, en el
fondo, les temían. Debe ser arduo entender a un pueblo que emigra de un paraíso
poseído para intentar encontrar otro improbable. La evidencia etnohistórica los
ubica en una zona tan distante de Brasilandia como el curso medio del Amarumayu (el
actual río Madre de Dios; de subida, una de las puertas de acceso al propio
Cuzco; en las crónicas tempranas figuran con el nombre de “guarayos”) y
contactando con los Cara Cara de los contrafuertes serranos potosinos: a veces,
no muy pacíficos agricultores. Era tan amenazante la insistencia guaraní por
treparse que, ya en la colonia, el propio Virrey Toledo ―el más renombrado de
todos los sustitutos del Rey en América― condujo de manera personal, una
frustrante, acalorada y entomológica incursión punitiva que pretendía
erradicarlos de la faz de la tierra. Paradojas o no tanto: eso casi lo logró la
República de Bolivia con la masacre de Kuruyuki en 1892.
Una ficción
(que leí hace muchos años en un comic magistral) los hace arribar hasta las
laderas del mismísimo Sumaj Orcko, el luego legendario Cerro Rico
del mineral de plata que inundaría Europa, abonando las arcas e industrias de
Flandes y la vieja Albión y lo que después se denominaría como “capitalismo”.
Un sobreviviente de esos pioneros guaraníes que había visto ―al menos― las
montañas, retorna a la Isla de Santa Catarina (donde hoy se levanta
Florianópolis) y le narra el hallazgo argentífero en el cerro a un náufrago.
Éste se llamaba Alejo García, era español y fue el primero que ingresó al
interior del territorio sudamericano. Era fácil: había que seguir la huella de
los guaraníes que habían regresado y que también le hicieron de séquito:
siempre al Oeste. Lo increíble es que Alejo incluso volvió para contarlo. Habló
de un Rey Blanco, ciudades perfectas y riquezas sin fin. La verdadera conquista
de Sudamérica había empezado. Y una carrera de demonios para apoderarse de los
tesoros. Pero esta vez, los que buscaron el oeste, la perdieron. Vencieron los
que ya estaban por allí, al oeste del Oeste, y acudieron desde la Ciudad de los
Reyes, la actual Lima. En breve, Potosí se convertiría, a principios del siglo
XVII, en la ciudad más populosa del Occidente, con más habitantes y tapices y
bodegas que Londres o París. Lo cuenta así Arzans, el Cronista Mayor de la
Villa Imperial: las fiestas que conmemoraban a una santa menor duraban dos
semanas. Las putas finas venían de Marruecos o de más lejos. Otros tiempos.
Otros oestes pero que igual pueden seguir obsesionando. O eso, espero.
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De BOLPRESS, 26/01/2016
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