JORGE MUZAM
Elucubro sobre
las peculiaridades de mi estirpe. A mi árbol genealógico lo envuelve una
neblina azul de baja altura. Es poco lo que logra verse más allá de mí mismo.
Mis tatarabuelos maternos fueron comerciantes. Murieron jóvenes, asaltados en
un camino de Arauco. Mi bisabuela Felicinda Carrasco también murió muy joven,
dejando hijos pequeños y a mi abuela Rosa Amalia Silva Carrasco, de apenas
cuatro años, medio huérfana de protección y cariño. Mi bisabuelo fue policía
(paco en esos años) en la misma zona del carbón, pero desconozco su principio y
su fin.
Mi abuela Rosa
Amalia nació en 1925 en Arauco. Tuvo una vida dura de miseria y abuso. Trece
hijos, dos matrimonios, intentó dedicarse al comercio, fue comunista de
corazón, anti videlista, anti pinochetista, pro nerudiana, allendista, ayudó a
muchos perseguidos durante la caza anticomunista de González Videla.
Declamadora de poesía, tejedora, gastrónoma, analista política, lectora voraz.
Hizo bellas arpilleras y escribió poemas socialistas, de amor y trinchera.
Siempre digna, incansable, bien presentada, orgullosa, cabeza en alto. Falleció
un caluroso día de enero de 2016, hace justo un año. Fue mi segunda madre. De
ella heredé una altivez que muchos no me perdonan. Cierta intransigencia ante
la injusticia social, ante las oligarquías abusadoras, y un carácter de hierro
suavizado por mi amabilidad diplomática.
Escribo bajo un
cielo cubierto de humo. Las comunicaciones están cortadas. Aparentemente se han
quemado muchas torres de telefonía e internet. Café y Chopin. Camionetas raudas
con brigadistas que van a combatir el incendio del cerro Alico. El café no está
tan malo. Invierto en café y vino, malcrío mi mente, el resto es deshecho,
reciclaje, lo que sale, poco me importa. Pienso construir una biblioteca de
hobbit con libros viejos. Mi último rincón. Cerca de donde caen las encinas de
abril.
Sanguíneamente
provengo del primer matrimonio de mi abuela. Mi abuelo Wenceslao Zambrano fue
comerciante, trocador, conchencho, en un tierra salvaje plagada de asaltantes y
saqueadores. Murió joven, en 1955, mi madre tenía cuatro años, pero recuerda su
rostro curtido de macho de mil batallas, sus caricias paternales, su voz suave,
los rulitos oscuros que ella heredó.
Mi abuelastro
Ramón Enrique Ortiz Riquelme, segundo esposo de mi abuela, debo hablar de él,
porque representó una poderosa figura paternal en mi vida. Por mimetización de
carácter y costumbres, de anhelos, manías y gustos, debo tener mucho de él.
Rectitud de conducta, vivacidad intelectual, humor negro, amor por el
conocimiento, locura por los libros. Fue un policía respetado y temido, porque
leía muchas novelas policiales, y gustaba de llevar a la práctica tales
conocimientos. Atrapó abundantes malhechores, desenmadejó entuertos
mafiosos, siguió pistas como un sabueso, o un obcecado Javert, por distintas
regiones, durante años y décadas. Coleccionó enemigos peligrosos, pero sus
amigos triplicaron en número. Hablábamos tanto que el resto del mundo
desaparecía de nuestra atención. Lector voraz, autodidacta, desordenado,
entendió a muchos filósofos a su santa manera. Me recitaba pasajes enteros de
Descartes, de Ortega y Gasset, de Teilhard de Chardin. Apreciaba la sonoridad
de Cervantes, las citas de Malraux, el temple de Napoleón, el final de La
hora 25. Me respetaba y me hacía sentir su orgullo de que hubiese un
escritor en la familia. De alguna forma concordábamos en que los creadores, los
grandes intelectuales, son las verdaderas columnas de la historia. Sabía que a
través de mi pluma perduraría la memoria de la familia, del pueblo, de la
provincia, del país, de una época. Su enorme biblioteca, construida a base de
mucho esfuerzo y de interminables cuotas de funcionario público, tenía más de
cinco mil libros, sin contar las revistas y diarios antiguos. Fue la despensa
de mi intelecto de infancia. Chismoso biográfico, gustaba de husmear en la vida
muy privada de los grandes de la historia, a lo Paul Johnson, y se mataba de la
risa. Tal como le sucedía con ciertas ocurrencias de Nicanor Parra. Disfrutaba
haciendo huertos, preparar tierras fértiles, alimento para el año, y
calefacción, buena leña. Permanencias de una mentalidad conformada en la
miseria de infancia, en la carencia, en el frío y el hambre. Falleció hace poco
más de un año dejando un vacío que no llenaría ni un regimiento de arlequines.
Mis ancestros
paternos provienen de Europa. Mi bisabuelo Jorge Bour Monville fue el primero.
Vino desde Lyon hasta Puerto Natales, atraído por la fiebre del oro. Alli casó
con mi bisabuela Mary Pendleton, originaria de Liverpool, que había arribado
por la misma razón. Les fue bien. Mi bisabuelo se convirtió en hombre poderoso,
respetado, pero en el camino se enamoró perdidamente de una española hasta el
punto de pegarse un tiro por ella.
Mi abuelo Jorge
Bour Pendleton fue hombre sensato, tranquilo, de alta estima moral. Fue policía
en el frío Magallanes. Falleció tres meses antes de que mi carta en una botella
llegara a las manos de los Bour. No alcanzó a saber de mí y ese necesario
abrazo solo puede ser literario, ucrónico, imposible.
Mi abuela Ilda
Vitto, pues con ella hablamos mucho. Mujer de carácter, bondadosa, temerosa de
Dios, preocupada de su pequeña prole en la que me concedió un lugar tan
destacado como al resto. Físicamente me parezco mucho a ella, tal como mi hija
Abril. Falleció hace un año, casi en paralelo a mis otros abuelos.
Mi padre, Jorge
Bour Vitto, vive en Punta Arenas. Tenemos la misma estatura, las mismas manos,
el mismo timbre de voz, entre fantasmal y metálico. De joven ganó concursos
literarios y estudió química. No hemos hablado lo necesario. Tenemos asuntos
pendientes, cariño a la espera, orgullos embotellados en medio del tráfico de
la vida. Formó familia en Punta Arenas, tuvo tres hijos, mis hermanos
australes. He hablado con dos de ellos. Espero que el tiempo nos alcance para
recuperar lo irrecuperable, para abrazarnos y decirnos lo suficiente.
Mi madre está a
mi lado. Desde mi separación hemos vuelto a compartir la misma vieja casona
familiar. El escenario de mi infancia precordillerana. Los mismos encinos, las
mismas cigarras, las mismas luciérnagas entre los rosales. Teresa Zambrano
prepara nuevas plantas en vasos de vidrio. Tiene buena mano. Todo le resulta.
Las plantas adquieren rápidamente prestancia, vida y color, aroma y frescura.
También cocina, es talibana de las especias, sabrosos platos, aunque algo
pesados. Especialista en cazuelas de cordero, en chilenitos, picarones y
calzones rotos. Tiene ovejas y gallinas, su gran preocupación. Fardos para el
invierno, leña para su estufa, maíz que no falte, tv cable para sus programas
favoritos. El resto es dormir, tomar once con sus pocas amigas, y esperar que a
sus hijos y nietos les vaya bien en la vida.
Mi padrastro
Octavio, campesino y comerciante, criancero de chanchos y chivos, vendedor
trashumante, cultivador de chacras, leñador, carbonero. Durante un tiempo llevó
el correo al galope hasta Cachapoal, cuando no había camino. Tuvo unas pocas
vacas que le robaron desde el fundo Santa Adriana, algunos caballos cenicientos
y un tractor de lenta partida. Hombre de manta de castilla y chupalla gastada,
esforzado, sufrido, honesto, que no descansó un día de su vida, que siempre
caminó cuesta arriba contra la circunstancia y la explotación. De él he escrito
bastante, y seguiré escribiendo. Es el padre de mis tres hermanos y la figura
paterna de mi infancia. Falleció un soleado día de agosto de 1998.
Mis hijos, Jorge
y Abril, y mi nieto Oscar, mis amados delfines, mi perpetuación, por ellos
escribo esto, por ellos miro el cielo, las raíces del alerce, los álamos
amarillos, por ellos busco un sentido a las estaciones, al tiempo, al universo,
a la vida.
Imagen: Mi abuela Rosa Amalia, dando de comer a sus aves de la pasión.
Imagen: Mi abuela Rosa Amalia, dando de comer a sus aves de la pasión.
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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 27/01/2017
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