Tienen 20 años,
las sonrisas torcidas y las miradas salvajes. Son doce o quince y te rodean
como una jauría de perros flacos, olfateando tu miedo. No llevan polo, sólo
shorts y sandalias, tatuajes y cicatrices. Un negrito con pinta de niño remueve
una olla de fideos que hierve sobre una cocina a kerosene. Le parte unos huevos
encima y echa sal.
Otro, más alto y
atlético, que parece el líder, te pregunta la edad y de dónde eres. 22 años. De
Magdalena. Explotan en carcajadas. No, acá no hay nadie de Magdalena. Ellos son
del barrio de Renovación, en La Victoria. Renovación no queda muy lejos de
Magdalena del Mar, pero los chicos malos de Renovación no estudian periodismo,
como tú. Muchos ni siquiera terminaron la secundaria, ni la primaria. Ellos
pescuezean transeúntes para robarles billeteras, carteras, celulares. O
paquetean marihuana y cocaína para venderla en las esquinas. O empuñan pistolas
y asaltan grifos, pollerías, tragamonedas, hostales, casas de cambio, cambistas
callejeros de dólares. O se hacen pasar por taxistas, se desvían de la ruta,
recogen a un par de cómplices en el camino y les exigen a los pasajeros a punta
de cuchillo que vacíen sus tarjetas en los cajeros automáticos. La mayoría
termina en Lurigancho antes de los 20. Los reciben sus papás y hermanos, sus
amigos de toda la vida. Los protegen. Les enseñan cómo hablar, cómo caminar,
cómo pelear y no hacerlo: todo lo que deben saber para sobrevivir en ese lugar
donde frecuentarán a asaltantes de bancos, secuestradores, narcotraficantes,
sicarios, entre quienes establecerán contactos. Si demuestran arrojo, los
llamarán para trabajar juntos afuera. Al salir serán graduados. Como en una
universidad. Volverán, por supuesto, porque de eso se trata: entrar y salir de
prisión desde los 20 años hasta que envejecen o hacen plata o mueren en el
intento. Los que se plantan son pocos. Pero todos se conocen: aunque hay
broncas y muertos, son como una gran familia.
Tú, en cambio,
estás solo. Eres solo.
—¿Por qué estás
acá? Tienes cara de sano.
El líder, a quien
llaman Richard, te mira con lástima con sus ojos de zorro que ha visto mucha
sangre. También mira tus zapatillas Adidas, calculando si son de su talla.
No hay platos.
Sirven en tápers de plástico. No hay sillas ni mesa. Toman la sopa parados
frente a las dos celdas que ocupan en el primer piso. Dos celdas de dos por dos
metros para quince reclusos. Hacinamiento, le dicen los periodistas. Ahí nos
acomodamos, primo, te dice Richard. Echas un vistazo. Ropa tirada. Fotos de
mujeres desnudas en las paredes. Una bombilla tenue. Dos camarotes de tres
catres cada uno, catre sobre catre: sus ocupantes apenas cuentan con espacio
para moverse y respirar (el de arriba casi toca el techo con la nariz). Después
descubrirás que otros reclusos viven solos, con televisión, equipos de sonido,
hornos microondas, frigobar. Pero eso será después. Ahora te tragas esa sopa
con sabor a engrudo sintiendo que vas a vomitar.
Es las ocho de la
noche en Lima. Es verano. Hace calor.
Miras la fila de
celdas a los lados, la fila de celdas en los dos pisos de arriba. Todos están
dándole a sus cocinas a kerosene. Richard te informa que las autoridades sólo
se ocupan de tu alimentación hasta el almuerzo, a la 1 de la tarde. Después tú
ves, primo. Luego te enterarás de que, si dispones de dinero, puedes comer en
cualquier restaurante de la prisión. En el pabellón que te han asignado esa
mañana los burócratas, el 11, funcionan dos restaurantes aceptables. En el 7 y
el 9, donde purgan condena los presos por narcotráfico, nacionales y
extranjeros, compiten decenas, muy buenos, que ofrecen platos criollos e
internacionales, a la carta.
Pero eso será
después.
Ahora has
terminado la sopa y Richard te explica que a ti te correspondería irte a tocar
los timbales (lavar tápers y cubiertos) porque no has contribuido con nada,
pero él invita por ser tu primera noche. El negrito se lleva los utensilios al
lavadero. También carga un balde de agua: a esa hora no cae agua. El agua sólo
cae de 6 a 7 de la mañana y de 3 a 4 de la tarde. Tendrás que pelearte con tus
compañeros para llenar unos bidones si quieres agua para asearte o tomar un
café. O pagarle a alguien para que lo haga.
Richard te
pregunta dónde vas a dormir. Te dice que si quieres vivir solo puedes comprar
tu propia celda, por unos mil soles (trescientos dólares). Con un contrato
firmado por ti y el vendedor y garantizado por los delegados del pabellón,
quienes son elegidos en comicios con votación secreta por los propios internos,
entre los más antiguos y de mayor jerarquía, y reconocidos por policías y
funcionarios civiles del INPE (Instituto Nacional Penitenciario).
Pero eso será
después.
—Ahora quédate
acá.
Lo miras. Miras
al resto. Ríen.
—Nadie te va a
violar, primo.
Richard parece
buen anfitrión.
—Yo no te pido
nada. Un plato de sopa no se niega. Pero acá a la gente le gustan los culos
nuevecitos. Y tú tienes buen culo. Cuida ese culo.
Con tu llave en el bolsillo
Te quedas solo.
Levantas la cabeza con una cara de malo que ni tú te la crees.
Entonces te das
cuenta de que nada será como en las películas gringas. No dormirás en una celda
personal, en una litera que sube y baja. No habrá wáter ni desagüe: cagarás en
silos. No caerá agua de una ducha, ni fría ni caliente: usarás baldes. No
vestirás un bonito uniforme naranja con un número en la espalda. No marcharás
en fila para recoger tu bandeja para el desayuno, el almuerzo y la comida, a la
hora exacta, ni comerás en un comedor blanquísimo, con guardias vigilando que
no te pase nada. Las luces no se apagarán. Tu celda no se cerrará con un
chasquido electrónico.
Tu celda no se
cerrará nunca.
En Lurigancho tú
tienes la llave de tu celda y puedes entrar y salir a tu antojo.
Estás preso, pero
eres libre.
Eres libre para
moverte por las doscientas hectáreas de la prisión. Podrás recorrer
restaurantes y gimnasios. Caminar por el jirón de la Unión (réplica del
transitado jirón del centro de Lima), donde no existen tiendas ni bazares, pero
sí podrás comprar de todo: ropa, televisores, radios, cds, jabones, drogas.
Podrás visitar a los transexuales del pabellón 3 si el sexo dos veces por
semana con tu novia no te basta. Podrás ganar algunas monedas lavando ropa,
acarreando agua, puliendo barrotes ajenos o chupando penes. Eres libre para
hacer casi lo que se te dé la gana, hasta las 5 de la tarde, bajo tu cuenta y
riesgo. La puerta de ningún pabellón estará cerrada si puedes pagar la entrada.
En teoría los policías resguardan las puertas para no permitir que los internos
transiten por los pabellones, pero en realidad son ellos quienes cobran
entrada. Y así descubrirás que, aunque en teoría son los policías quienes
dominan la prisión, en la práctica los internos hacen lo que se les antoja. A
las cinco de la tarde, el policía encargado de tu pabellón pasa cuenta para
verificar que no le falte ningún reo, cierra el candado y se larga. Adentro no
habrá policías ni cámaras. Entonces serás libre para moverte por los tres pisos
del pabellón (también el techo, si quieres ver el cielo) y, si los dueños te
permiten, para meterte en las setenta y cinco celdas de concreto y fierro y en
las innumerables celdas de triplay construidas por los mismos reclusos para
combatir el hacinamiento. De nuevo, bajo tu cuenta y riesgo.
No estarás metido
en una celda. Eso te dará la libertad suficiente para no volverte loco
encerrado solo sin poder dormir. Pero te expondrá a los peligros de caminar
tres pisos de corredores con celdas casi a oscuras, entre ladrones y asesinos
ebrios y drogados. Esta primera noche, en medio de los gritos y el fuego,
preferirías estar encerrado, solo.
No tienes ese lujo.
No tienes soledad ni silencio.
Con tu carnet de periodista en el pecho
Años después,
regresarás varias veces, con un carnet de periodista colgando del cuello de la
camisa limpia y bien planchada, acompañado de un fotógrafo. Y cuando los
colegas te pregunten cómo así conoces tan bien todos los huecos de la prisión,
no les dirás que tuviste tiempo para recorrer la cárcel entera en los catorce
meses que estuviste encerrado. No. Eso no se cuenta. Ya he venido antes,
responderás.
Regresarás, pero
nunca regresarás.
Tres diferencias
básicas. Uno: los internos no se comportan enfrente de los periodistas como
entre ellos. Entre ellos se permiten mentarse la madre, drogarse,
emborracharse, asaltarse unos a otros, pelearse a cuchillo, matarse a balazos,
sacar teléfonos celulares y laptops para comunicarse con el exterior, entre
otras libertades que a los reporteros les encantaría ver y escuchar y a los
fotógrafos fotografiar. Por eso, la prisión que un periodista visita no es la
verdadera, sino una prisión hecha para periodistas por internos, policías y
funcionarios. Dos: a los periodistas los escoltan policías, así que nunca
corren ningún riesgo real, nunca experimentan el estado de tensión o alerta que
domina a los presos incluso cuando duermen. Tres: los periodistas saben que
saldrán en unas horas. Y esta quizás sea la diferencia más significativa. Como
periodista sabes que regresarás a la redacción con tu fotógrafo, bromearás con
tus colegas, más tarde le harás el amor a tu chica y te encerrarás a escribir
en la computadora, con un café a la mano, tratando de reproducir la atmósfera
lúgubre del lugar con imágenes bien diseñadas, metáforas inteligentes y una
pizca de ironía. Pero será en vano. No importa cuánto te hayas esforzado por
mirar: no miraste. No importa cuánto te hayas esforzado por escuchar: no
escuchaste. No importa con cuántos internos hayas hablado, sin grabadora ni
libreta para dejarlos entrar en confianza, comiendo su comida, metiéndote en
sus celdas, sentándote en sus camas: no hablaste con ellos, no entraron en
confianza, siempre supieron qué decirte y qué no decirte: supieron mentirte.
Encerrado
El penal de
Lurigancho fue construido en 1964, en el primer gobierno del presidente
Fernando Belaúnde, con una capacidad para 2500 internos distribuidos en 20
pabellones, pero en la actualidad sobreviven unos 10 mil. El hacinamiento es
tal que, cuando cae la noche y los policías cierran los pabellones con
candados, muchos duermen al aire libre, en los patios, en los canchones donde
se quema la basura.
Pero el
hacinamiento es sólo uno de sus problemas. Lurigancho tiene por lo menos una
docena. Ingreso de armas, drogas y alcohol. Propagación de enfermedades
contagiosas como el sida, venéreas y tuberculosis. Insuficiencia de médicos,
medicinas y equipos. Bajísimas condiciones de higiene y salubridad. Carencia de
agua y desagüe. Pésima alimentación. Ausencia de una adecuada atención
psicológica y de verdaderos talleres laborales y educacionales. Corrupción de
policías y funcionarios. Sentencias que nunca llegan por falta de abogados de
oficio para los más pobres.
En este pabellón
que comienzas a caminar, diseñado para 150 presos, conviven casi 400. Unos 300
son menores de 25 años. Los viejos te observan con indiferencia. Los de mediana
edad te guiñan el ojo, te miran el culo. Son los de tu edad los que te rodean.
—¿Por qué te han metido?
—¿Lanzas? ¿Jalas?
—Habla, mierda.
Un mes atrás
estabas sentado en un salón de clases en la universidad. Ahora tus amigos están
de vacaciones en alguna playa del sur o del norte, fumándose un troncho,
emborrachándose, tirando. Mañana se meterán en el mar con una resaca feliz. Y
seguirán con sus vidas. Navidad. Año nuevo. Feliz día, mamá. Feliz cumpleaños.
Besos. Abrazos. Mientras tanto, tú estarás acá. Muerto sin haberte muerto. En
un ataúd, pero vivo. No más clases. No más amigos. No más novia. No más familia.
No más alegría. No más libertad.
—Esto es la
prisión, rata.
—Mira bonito
nomás, huevón.
Cinco soles
Richard se aleja
con su gente. Caminas al baño. El olor a orina y mierda se te mete por las
narices hasta el cerebro. Un olor como un sabor. El baño consta de un urinario
largo con un hueco en el medio y cinco cuartitos con sus respectivos silos.
Cinco silos por piso: quince para 400 personas. Luego descubrirás que, en
Lurigancho, muchas peleas a muerte se inician por un lugar para cagar. Tendrás
que aprender a cagar en cuclillas, rápido. Luego sabrás que el contenido de
esos urinarios y esos silos, y de los urinarios y silos de toda la prisión,
desembocan a través de unos ductos hasta los muros posteriores de las celdas.
En teoría debería funcionar un sistema de tuberías y desagües, pero acá no
existe nada de eso. En Lurigancho te quedas con tu mierda. Respiras tu mierda.
Y la mierda de todos. Todos los días.
Pero tranquilo:
te acostumbrarás.
Te acostumbrarás
a lo que sea.
Ya estarás
acostumbrado cuando, después, mucho después, descubras que ahí, en esos ductos,
entre la mierda reseca y el vaho de los orines, donde ni periodistas ni
policías resistirían sin vomitar por el hedor, los internos esconden armas,
licor y drogas cuando las autoridades del INPE o de la Policía ordenan una
requisa para demostrar a los periodistas que ejercen control sobre la prisión,
después de un motín o una pelea entre bandas con muertos y heridos de bala y
cuchillo. Después sabrás que las requisas no existen. Los reportajes de la tele
son un montaje con el que contribuyen los reporteros sin darse cuenta. Los
policías llegan a un acuerdo con los delegados de los pabellones: cada uno
aporta un porcentaje de armas, drogas y licor para que los jefes puedan mostrar
a las cámaras; a cambio, les permiten conservar la mayor cantidad.
Pero eso será
después.
Orinas. Un chico
de tu edad se para a orinar a tu lado con aire de muy macho. Te mira a los
ojos, luego te mira el pene y después se mira a sí mismo el pene. Te sacudes y
te alejas mientras escuchas su voz.
—Cuando quieras,
papi, estás pa´ agarrarte a besos.
En las escaleras,
un adolescente de ojos asustados se la chupa a un cuarentón de bigotes. El
cuarentón te manda un beso con la mano abierta repleta de paquetitos de crack,
como caramelos.
Llegas al segundo
piso. Una sala de estar del tamaño de un salón de clases, bancas de fierro, un
televisor encendido. Luces apagadas. Una puerta conduce al corredor y a la fila
de celdas. El tercer piso es idéntico. Ocupas una banca. El olor de las drogas
se mezcla: marihuana, pasta, crack. El ruido de cincuenta personas gritando a
la vez.
En la tele pasan
una telenovela brasileña: Xica Da Silva. Cada vez que la protagonista, una
negra jovencita, sale casi desnuda, la platea suelta gritos, algunos con la
mano dentro del pantalón, otros con el pene afuera, masturbándose sin pudor o
tal vez por si a alguien se le antoja. Cuando la telenovela termina, un grupo
se aleja camino a sus celdas; los demás se acomodan para dormir en el piso,
sobre cartones, pegados unos a otros. Los cuerpos se mueven bajo las frazadas.
Risas. Mentadas de madre con cariño.
Las primeras
luces del amanecer se cuelan por los barrotes del ventanal de fierro.
Tu primera noche
está por terminar cuando se acerca un interno de unos 25 años, un metro
ochenta, chuzos en la cara, cabeza rapada, aliento a alcohol y polo sin mangas
que deja ver hombros y bíceps trabajados. Se sienta junto a ti. Mira a uno y
otro lado con los ojos desorbitados por la pasta. Tú también miras a los lados,
aunque sabes que nadie te defenderá. Tienes un par de billetes en las medias,
pero no le será difícil hallarlos. Te preparas para tu primera pelea.
Sabías que ese momento llegaría.
—¿Te la chupo?
-te dice de pronto.
No contestas.
—Cinco soles.
Habla.
No contestas. Él
sigue buscando fantasmas alrededor.
—Te vaceas en mi
boca. Si quieres te fío porque eres nuevo, pero después me pagas.
No contestas.
—Me pagas, ah,
conchetumare. Yo chupo pinga rico, pero no entro en huevadas…
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De ANFIBIA
Premio NUEVAS
PLUMAS
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