Saturday, January 7, 2017

Nuestro abominable hombre de las nieves

PABLO CINGOLANI

“No hay nada mejor que imaginar otros mundos para olvidar lo doloroso que es el mundo en que vivimos”
Umberto Eco

A “Zamba”,
también conocido como
 Juan Pastor González


Robert Bontine Cunninghame Graham, el primer diputado socialista en el Parlamento del Reino Unido, es el alter ego de José Hernández, el más argentino de los escritores argentinos del siglo XIX.

En sus memorias, Cunninghame Graham, cuenta una historia entrañable, sobre la intensidad y el fervor de la vida en su patria número dos: la historia del señor Carancho.

Hacia 1870, hablando de pulperías –los bares, los lugares de encuentro, de reunión, de alegrías y quebrantos en medio de la inmensidad de la pampa-, el anglo-argentino empezaba a contar, empezaba a contarlo así: “Me acuerdo de algo por el estilo en una pulpería del Yí: un viejo adusto, con larga cabellera gris que le cubría los hombros, saltó repentinamente hacia el centro de la estancia, y sacando el cuchillo, empezó a golpear en el mostrador y en los muros, gritando “Viva Rosas”. 

La historia, que se enciende sola, no sólo es entrañable –por varios motivos, anoto uno: hablamos del Yí, del Uruguay, o sea de un Río de La Plata aún mental y espiritualmente unido- sino que refiere y apunta con certeza a esos sentimientos populares arraigados, ese núcleo de acero que forja al pueblo como tal.

Resulta que Carancho –un Gandalf criollo- armaba flor de despelote cuando se mamaba, y su pinta era tan temible, que todos en el boliche alistaban facones y botellas por si acaso el viejo se descontrolaba. Algunos, los más precavidos, salían y empezaban a desatar caballos. El viejo, siguió recorriendo el salón al grito pelado de “Viva Rosas” y “Mueran los salvajes unitarios” (los enemigos de Rosas), golpeando mesas, espantando niños, hasta desplomarse en una silla y empezar a apagarse, lentamente. El final del relato de  Cunninghame Graham no tiene desperdicio: “Los gauchos envainaron sus cuchillos y uno de ellos dijo: es Ño Carancho: cuando está en pedo siempre se acuerda del difunto; déjenlo tranquilo”. Rosas fue obligado a exiliarse en 1852, casi dos décadas atrás. Cerré el libro y no sé por qué me acordé de la historia de “El yeti”.

Quién lo empezó a llamar así, a “El yeti”, nadie se acordaba. La cosa era que a Fermín Ferrer lo motearon tal cual en los boliches de La Quiaca. “El Yeti” de la puna: nuestro abominable (y querido) hombre de las nieves. Nadie sabía desde dónde aparecía cada vez que resucitaba en algún bar de la frontera y los viejos parroquianos –ferroviarios una mayoría, mineros, contrabandistas, ambulantes todos, la otra- lo reconocían y lo saludaban, invariablemente, invocando el nombre de la bestia temible de los Himalayas.

Fermín aportaba lo suyo. Hombre grande, macizo, un toro, un ropero, en cada resucitación, llegaba ornado con interminable cabello y barbas blancas, ponchos andrajosos, botas destrozadas. Era, sí, una versión autóctona del dichoso Yeti, al menos, para las imaginaciones de esos hombres duros, durísimos como el propio Fermín, que gastaban su tiempo libre tomando vino de cuarta y jugando a los naipes mientras una radio, lejana, vomitaba boleros sangrantes –que nadie bailaba, todos anhelaban- y, de vez en cuando, alguna canción de Leonardo Favio.

Era el año 1970. Una noche, cuando “El yeti” acababa de desfondarse en una silla, asegurando que venía desde el mismísimo Arizaro, la radio cortó la transmisión y empezó a emitir un comunicado oficial de la dictadura militar que gobernaba entonces en Buenos Aires. La voz marcial aseguraba que habían secuestrado al general Aramburu. Fermín, como arrebatado por un volcán interior que empezaba a erupcionar, empezó a gritar “Viva Perón” “Viva Perón, carajo” y sacando dos pepitas de oro de una de sus alforjas, le gritó a Manuel, el cantinero: a partir de ahora y hasta que amanezca, chupan todos a mi cuenta y a nombre de esos Montoneros que están haciendo justicia. Prosiguió el consabido “Viva Perón, carajo”, agregándole un inevitable “Montoneros, carajo”. Los concurrentes –ferroviarios de cepa, hombres de hierro y hombres del riel-, primero lo aplaudieron –seguro por el convite y su generosidad- y luego, como si la luz divina los inspirara a todos, se pusieron de pie y empezaron a entonar, a voz en cuello, la Marcha de los Muchachos Peronistas. Dicen los que lo vieron que Fermín –que era duro, extra duro, como el quebracho que aguanta los trenes-, esa noche, no pudo evitarse una lágrima de emoción rebelde.

¿Qué pude investigar sobre la vida de Fermín Ferrer? Debo decirlo: fueron años de indagación, horas y días de entrevistas, cuadernos y notas, travesías infinitas por toda la puna y también por Atacama y por el sur de Bolivia, y algo encontré. Paso a contarlo.


La Quiaca: el límite, paso a Bolivia. Cuando vino el golpe de estado contra Perón el 55, Fermín formaba parte de un grupo –que incluía nada más ni nada menos que al mismísimo Julio Troxler- que buscaba el exilio en Bolivia. Deseaban refugio contra la persecución desatada contra ellos –contra los peronistas- pero también algo esencial: buscaban contactos y pertrechos para iniciar la resistencia contra aquellos que los perseguían –los usurpadores, Aramburu, ya citado, era uno de ellos. ¿Qué mejor aguante que el que pudieran encontrar entre los mineros de Bolivia? Tres años atrás, esos mineros –duros, durísimos, más duros aún que el quebracho- habían hecho una revolución, a puro huevo y a pura dinamita.

Compañeros mineros: necesitamos dinamita para hacer la revolución en la Argentina como ustedes ya la hicieron en Bolivia, dijeron los perseguidos, emocionados, a los mineros de Quechisla, mientras el olor de la coca lo impregnaba todo. Claro, pues, ¿cómo no los vamos a apoyar? Ahora, ustedes deben saber, las minas son nuestras, la dinamita es de nosotros, será un honor compartirla con los hermanos argentinos para que revienten a su rosca, a los gorilas que llaman ustedes. Se organizó –esto lo cuenta el historiador Ernesto Salas- un sistema de introducción de dinamita desde las minas bolivianas a la Argentina, camuflada debajo de los trenes que, esas épocas de vino y rosas, hacían el servicio –de carga y pasajeros- entre La Paz y Buenos Aires, y viceversa. Por algún motivo que desconozco, Fermín Ferrer, se terminó afincando en La Quiaca.

¿Qué hizo Fermín Ferrer en La Quiaca? Cateó unas vetas por Orosmayu. Luego, abrió una librería. Algo más: trajo una imprenta. Un día la apareció en un camión destartalado que dijo venir desde Antofagasta donde Fermín la había cambalacheado por una bolsa de oro y tres Smith & Wesson calibre 38, una con culata de caoba que el mito decía que había pertenecido a The Sundance Kid y que “El yeti” se la había ganado en una partida de dados en Tupiza. La cosa que, años 60s, cuentan los memoriosos, en La Quiaca existía la muy meritoria LIBRERÍA Y EDITORIAL LA PUNA, dirección editorial de Fermín Ferrer.

En mis afanes investigativos, en la ciudad de San Salvador de Jujuy, conocí al Dr. Clemente Peralta, abogado y radical, y que supo ser funcionario de la gobernación en los tiempos de Illía. Don Clemente, achacado por los años aunque lucidísimo, conoció a Ferrer esos tiempos en unas misiones institucionales que lo llevaron hasta esos confines. Peralta poseía una biblioteca memorable que incluía verdaderas joyas como un parte de guerra firmado por el mismísimo General Belgrano, un puñado de cartas de Lamadrid desde su exilio tarijeño y unos mapas rarísimos trazados por el ex as de la aviación nazí, el coronel Rudel. El piloto tuvo su momento de fama en el ambiente local cuando en 1953 alcanzó la cima del volcán Llullaillaco.


La formidable biblioteca atesoraba también un folleto donde se enumeraban las obras que la editorial La Puna ofrecía al público lector. Una reliquia. Lo transcribo entero porque no sólo es un dato valioso para una reconstrucción del clima cultural de aquellos días en esa región despreciada por los poderes centrales, sino porque también da gusto volver a evocarlo, imaginarlo vivo, rescatarlo del olvido.

De mi libreta de apuntes, tapas rojas, escrito de mi puño y letra, año 1982:

LIBRERÍA Y EDITORIAL LA PUNA
Ofrece a los amables lectores de La Quiaca, Bolivia y del mundo entero
Esta selecta colección de testimonios y obras fundamentales que brindaran a su mente y su corazón todo el alimento que ellos se merecen.
Avenida Belgrano, S/N, La Quiaca. Jujuy. República Argentina.
Se envían pedidos por tren y al exterior del país.

OBRAS PUBLICADAS

Memorias de Cusi Cusi.
Autor: Roque Taborga
Una sana visión sociológica en torno a los esfuerzos comunitarios por mejorar y desarrollar la ganadería camélida, baluarte económico puneño, matizados con los recuerdos y añoranzas del autor.

Por las sendas del Arizaro
Autor: Fermín Ferrer del Castillo
Una obra introspectiva, apasionada y extremadamente íntima que cualquier amante de la puna debería leer

Estrellas fugaces y el carácter puneño
Autor: Silvestre Fuentes
Sumergido en la cosmovisión ancestral del habitante autóctono de la puna, el autor traza un itinerario ontológico de lo coya, como identidad y como perspectiva en la construcción de la conciencia nacional

Rastros de nieve y arena
Autor: Soledad Quispe
La poesía que navega en nuestros desiertos encuentra un puerto fecundo en los poemas de esta joven promesa de la lírica, nacida en Abra Pampa, y que nuestra editorial se complace de lanzar al mundo

Cuentos de la frontera
Autor: Benigno Copa Hurtado
El autor es boliviano, oriundo de Villazón, nuestro pueblo hermano. Narra en catorce cuentos, su propia saga –cruel, descarnada, libre, vital- que es también la nuestra. Hay que leerlo.

Indios olvidados de Atacama
Autor: Lautaro Núñez Atencio
El autor es chileno –nació en Iquique- y una joven promesa de los estudios de la historia y de la geografía. Su reivindicación de nuestro espacio geo-estratégico común merece ser valorado, y leído.

Próximamente se editarán las siguientes obras:

Vientos que me han hablado, poemario de Hermógenes Cayo

Secretos entre los cactus, coplas y dichos de Gregorio Lipán

Memorias del último sobreviviente de la batalla de Quera, por Lucero Ocampo

Historias de soledades y trenes, por José Manuel Ríos Salvatierra

Viajes por los desiertos del centro sur de Sudamérica, por Bera Solberg (Noruega)

Directivas para la resistencia peronista en la Puna, por John William Cooke (folleto hallado en San Antonio de los Cobres y cedido gentilmente a la editorial para su publicación por don Nemesio Ruiz Usín)


El folleto cerraba con una elocuente y sintética declaración de principios:

Amigos, vecinos, compañeros de La Quiaca:
La puna no necesita que la condenen o no. La puna necesita que la defiendan.
La lectura de estas obras es una manera efectiva de hacerlo.
Fdo. Fermín Ferrer, editor

Culminaba con una enigmática sentencia

DIOS NOS LIBRE DE LAS ALIMAÑAS Y DEL VIENTO BLANCO

El doctor Clemente me convidó coñac. Bebimos. Le pregunté, ansioso: ¿y usted, doctor, no guarda ninguno de estos libros? No, me lanza como hachazo. Sólo conservo el folleto pero… -se levanta del señorial sillón de cuero donde estaba sentado, y me arroja en el rostro, cantándole a todo ese mundo perdido, y al mundo que sigue su ruta, estos versos:

Pájaro de la inspiración
No te me vueles

Pájaro de la memoria
Deja que llegue

Pájaro de la esperanza
Nunca te vayas

Pájaro de las arenas
Tráeme a casa

Encendido, copa de coñac en mano, los ojos gastados pero bondadosos, aligerados por la confesión, me alerta: así escribía “la Sole”, resbala, la Soledad Quispe. ¿Se imagina, Pablo –arrastra las palabras, está levemente embriagado, yo también lo estoy- lo que era esta niña? Atardece en Jujuy. Un rayo de luz de ámbar se cuela entre la hiedra que tapiza la ventana y explota justo en el centro de la biblioteca.

Tratando de reconstruir la historia de Ferrer, sabía que el testimonio de Peralta era clave. Juan Azurduy, casi nonagenario, en La Quiaca, me había advertido: vaya a Jujuy y búsquelo a Peralta, él lo ayudó a escapar, allí empezó a nacer la leyenda de “El yeti”. Nueva ronda de coñac. Contemplamos de pie y absortos la puesta del sol sobre la serranía de Yala. Peralta se sienta, se apoltrona, se dispone a contar:

Resulta que, por un lado, aparecen esos guerrilleros en Orán, ¿se recuerda? Eran las guerrillas de ese periodista, amigo del Che, uno que apellidaba Masetti. Resulta también, por el otro lado, que los milicos de La Casualidad, la mina de azufre que administraba Fabricaciones Militares, siempre lo tuvieron a Fermín entre ceja y ceja, porque ellos no querían intrusos, y menos que menos peronistas como “El Yeti”.

La cosa es que llegó a mi despacho la noticia de que la gendarmería iba a rastrillar todo el NOA –el Noroeste Argentino- en busca de guerrilleros y de simpatizantes y apoyos y el intendente de Humahuaca me pasó el chisme: dice que en el pueblo se habían reunido a beber unos milicos y que, entre copa y copa, empezaron a hablar de más y clarito, se escuchaba, doctor, me decía don Guido –Guido Antelo, así se llamaba el mandamás municipal de Humahuaca- y yo, como sin querer queriendo pegué mi oído a la conversa de los ebrios, y ¡zas! escuché que hablaban de “El yeti” y decían ya va a ver ese peronista de mierda  y esa librería que sólo vende libros comunistas. Decían, doctor: se los vamos a hacer comer, se los vamos a meter en el… usted ya sabe doctor en dónde, me decía don Guido, pudoroso.

Fue entonces que lo despedí a don Guido, le dije que no dijera a más nadie de nuestra charla, y con el jeep de un amigo, me fui volando hasta La Quiaca: dieciocho horas sin parar, salvo en Humahuaca, donde cargué gasolina y donde los milicos seguían la farra, tres días chupando ya estaban.

Llegué a La Quiaca esa misma noche. “El yeti” andaba lo más pancho comiendo arroz con pollo en un restaurante que había cerca de la estación. Fermín se alegró al verme y me ofreció un vaso de vino y soda para que refrescara. ¿Por qué tan agitado, doctor? ¡Parece que hubiera visto al diablo montado en algún peñasco!, me lanzó con su alegría de siempre. Le conté lo que estaba pasando con los muchachos del Ejército Guerrillero del Pueblo –me acordé: así se llamaba la guerrita del periodista- y que los militares estaban furia con los rojos y querían limpiar de bolcheviques y anarcos todo el noroeste y, de paso, voltearlo a Illía –como sucedió, ¿se acuerda? tras esa maldita batalla que hubo en la pampa de Quera contra los coyas, contra todos los coyas. La historia se repite, la historia es lo mismo de siempre.

“El yeti”, primero se rió, y luego, al ver que mi preocupación no cedía, me dijo, con calma: ya te entendí, doctor, ya te entendí. Vos te viniste rajando hasta acá –cosa que agradeceré siempre- para avisarme que los milicos me van a venir a buscar, incendiar la librería y luego, me van a achurar, despacito, como les gusta a ellos, y por último, van a tirar mis huesos en el medio de la puna. Si, si, si, Fermín: tenés que escaparte, cuanto antes. Esos milicos que se emborrachaban en Humahuaca, cuando se les pase la resaca, seguro son los que van a venir y vos no podés estar aquí cuando ellos lleguen.

“El yeti” sirvió esta vez dos vasos de vino y soda. El suyo, se lo tomó de un sorbo, largo y sentido, disfrutándolo hasta el final. ¡Salud, Clemente! ¡Cuando volveré a tomarme uno igualito, eh, doctor! ¡Venga, me dijo, acompáñeme! Tengo que hacer un par de cosas y luego nos vamos, usted de vuelta a Jujuy y yo, de nuevo, ¡al carajo! –y se reía el hombre que contagiaba. Era de verse.

Fuimos caminando y fumando hasta la librería. Frente a la puerta, estacionado, había un rastrojero bastante baqueteado pero macha la chata: “El yeti” juraba que un día habían subido juntos por los faldeos del Acay.

En un santiamén, “El yeti” agarró unas pilchas, un par de borceguíes recién estrenados, una damajuana de vino, un cuadro con una foto de Evita, toda su provisión de yerba mate, dos termos, un bidón que, previamente, cargó con agua, una caja de herramientas, toda la ferretería que tenía en la casa –a mí, vivo, doctor, no me agarran estos cosos- , dos carpetas con papeles amarillentos –al preguntarle, me exclamó: estas son las memorias de “El claro”, ¿quién era “El claro”? hasta hoy me sigo preguntando…- y, cuando todo eso, y algunos recuerdos más –una Virgen de Lujan de yeso y de medio metro, entre ellos- , estuvo acomodado en el rastrojero, empezó a cargar libros, ayúdeme, doctor, me decía, y yo empecé a cargar libros, decenas de libros, centenas de libros, todos los que terminaron de entrar en la camioneta.

Fue entonces, cuando agotados por la faena, terminamos los dos sentados en el cordón de la vereda. “El yeti” que no se podía estar nunca quieto, se levantó de nuevo, como si saltara un tigre, y me pide: espérese, doctor, esto hay que celebrarlo, así que ahora vuelvo. Y regreso con un porrón de ginebra Bols, esos marrones, ¿se acuerda? y me lo extendió diciendo: brindemos por la vida, doctor, y porque esos milicos sigan chupando!- y se largó a reír tan fuerte que una luz se encendió en la casa de al lado.

Yo me inquieté por lo sucedido, y lo advirtió, así que me calmó diciendo: es mi compadre Juan, que siempre se despierta cuando huele licor. Beba usted un trago largo y deme ese coso, que ya vuelvo. Se dirigió a la casa del tal Juan, entró –nadie cerraba la puerta de su casa esos días- y al rato volvió y me dijo: se quedó feliz con la ginebra y con la llave de mi casa. Le pedí que mañana, convoque al pueblo y agarre los libros que quedan y los regale a todos. Eso sí, diciendo: lo vas a leer, compañero mirá que si no “El yeti” se va a enojar.

Ante tamaño desprendimiento, se me ocurrió preguntarle que iba a hacer con los libros que cargamos al rastrojero, si los iba a vender por ahí, para subsistir. Me contestó, rotundo: no, que va, doctor. Los libros no deberían ser vendidos. Son sagrados los libros. Son la cultura de un pueblo. Nunca vendí mis libros. Los cambiaba por tamales y flores, por un vaso de vino (Me acordé del oro, aclaró Peralta) ¿Sabe qué? Estos que subimos al rastrojero los voy a esconder. ¿Los va a esconder?, repetí, sorprendido. Sí, los voy a esconder en una cueva que conozco por los lados de…. Mejor no le digo, cuidado que los milicos se enteren de lo que hizo usted y me lo lastimen y me lo torturen.

Prosiguió, tan entusiasmado que daba gusto: es una cueva hermosa, escondida, en un cerro más hermoso aún, igual de escondido, domina toda la pampa y si uno aguza el ojo puede ver hasta el Pacífico. Es una cueva noble: allí escondí unas armas que trajimos desde Bolivia, unos fusiles viejos que nos regalaron los mineros del Chorolque. También están guardados dos cajones de malta que una vez me traje desde Iquique y que los tuve que dejar allí porque se me murió una mula, pobrecita.

Noche cerrada. Prosigue Peralta: Ya perdido, ya casi olvidado por todos –no, por mí, ¿me sigue?- “El yeti” me hizo llegar una carta. El portador de la misiva explicó que a él se la había dado un arriero de sal que había estado cargándola por los lados de Antofalla, un tal Basilio Buenaventura, bello nombre. Y que a Basilio, a su vez, se la había entregado un contrabandista de Copiapó, un tal Lucas.

Tomó de un estante de su biblioteca un ejemplar encuadernado de La historia de la eternidad de Borges, lo abrió sin dudar –como sólo se abren ciertos libros, La Biblia, por ejemplo- y me mostró un manojo de papeles avejentados. Me estiró los folios, y me proclamó solemne, mientras buscaba la botella para derramar más coñac en nuestras copas: He ahí la carta, por favor, léela. Léela, Pablo.

Siempre me emocionaron las cartas. Escondían muchos, otros mundos entre sus palabras, anhelos de futuro, anhelos de esperanza, deseos genuinos de que la comunicación suceda. Es lógico, por eso, que ésta que ahora tenía entre mis manos, me emocionara más aún. Así que tomé un sorbo intempestivo de coñac, carraspeé y aclaré mi voz y me lancé, con fervor, al río del pasado. Decía la carta:


Desde algún lugar, un día cualquiera de 1968

Mi muy querido doctor Clemente:

Tres años han pasado desde aquella noche de despedida en La Quiaca y se imaginará usted cuanto lo añoro, más con el gesto que tuvo conmigo, sin el cual hoy ya sería polvo y olvido.

Era verdad, según me anotició mi compadre, toda la conjetura: esos milicos beodos de Humahuaca venían a por mí y la librería.

Llegaron dos días después de nuestra partida. Un día antes, Juan, mi compadre, como quedó pactado, repartió los libros entre los quiaqueños, se llevó dos macetas de malvones a su casa, y tiró la llave de la mía a un potrero.

Los uniformados entraron a las patadas y a los gritos y no encontraron nada, ni una taza, salvo un obsequio que les había dejado encima de la tapa del inodoro: una foto de Uriburu. No se ría. Demasiado.

Yo me fui en el rastrojero, ¿se acuerda? La camioneta anduvo bien pero se me plantó cuando cruzaba un río –omito nombres, usted ya sabe- y estaba a punto de abandonarla –con pena, claro- cuando, de la nada, se me apareció un paisano. Y no estaba solo: iba con dos burros. Me salvaron. Quise pagarle el favor pero no quiso recibir un peso, sólo aceptó, por mi insistencia, unos sorbos de agua que compartió con las bestias. Despidiéndonos –él seguía para los lados del volcán, de los más hostiles que recordaba de mis andares de siempre- y yo no sabiendo cómo agradecerle, le dije: al menos, dígame su gracia, así recuerdo con gratitud el nombre de mi salvador.

¿Sabe, doctor, lo que me respondió, sabe, doctor, cómo se llamaba el hombre? No me lo va a creer pero se llamaba Jesús. Cuando me dijo su nombre, allí advertí de su facha y de sus pelos y otra vez, no me crea, pero eran iguales a los del Nazareno. Con todo esto que le cuento, no quiero decirle que me encontré con Él en el medio del desierto, pero sí que supe que era buena señal, en mi huida, haber sido ayudado por un aparecido así nomás de los eriales con la traza y el mismo nombre de Cristo. En fin, usted sabe: esto sólo pasa por aquí, ya no hay milagros en las ciudades, ni tampoco nadie que se los crea.

La cosa es que, antes de que partiera, recordé que por los lados de donde venía el tipo con sus burros, había un pueblo, uno que yo había conocido trayendo unos encargos de Perú, y le pregunté, che, Jesús, decime: xxx ¿sigue ahí? Sí, me dijo, pero toda la gente se fue después que un terremoto tiró abajo la mitad de las casas. Sin embargo, ve si quieres porque se han quedado dos ancianos. Ellos no partieron. Son mis padres, me aclaró. Fue entonces que yo, gracioso, le dije que ya sabía sus nombres: eran María y José. Jesús me miró fijo y me indicó que él no tenía idea de quiénes serían esas personas y que su madre se llamaba Eulogia y su padre se llamaba Santiago. Que les hablara fuerte, porque eran medio sordos. Luego, se marchó hacia el oeste, hacia el volcán xxx, con sus dos burros.

Eulogia y Santiago me recibieron alborozados: doce años hacía que no veían a ningún forastero. Vivian solos con un gato y una jauría de perros, medio cerriles. Santiago cazaba chinchillas, a veces alguna vicuña, Jesús llevaba las pieles, las vendía y volvía con harina, con papa, con alguna botella de aguardiente. No daba nada por esos lados. Imagínese, doctor, el lugar más desierto del desierto, el corazón del desierto, allí vivían Eulogia y el Santiago, y allí me quedé, con ellos, dos veranos.

Era un destierro agradable. Un destierro compartido con la madre y el padre de todos los desterrados y de Jesús, que era su único hijo. Santiago contaba, era boliviano, y según él, había estado de chango tiroteándose con los chilenos que invadieron su pueblo, Calama. Al principio, yo no le creí pero después me comencé a acostumbrar y le terminé creyendo. Ahí, en el corazón del erial, ¿qué más daba si él me hubiera dicho que era descendiente de un soldado de Bolívar o de Alejandro Magno? ¿Qué más daba si me afirmaba que era un nieto perdido del músico Mozart? (a todo esto, le diré, doctor: tocaba el bombo y la quena, y te estremecías más hondo y más fuerte que viendo despertar al Socompa)

Alguien que sabe ha dicho, algo así: la memoria depende bastante de lo mágico y sólo acepta los ingredientes que le convienen. Es como hacer un buen pan: uno debe saber la cantidad de sal y la cantidad de grasa que debe agregarle sino el pan, se malogra. Allí, en el medio de la nada, en el centro de algo que no alcanzo a definir -¿algo cósmico?-, mientras la Eulogia justamente amasaba pan o empanadas (las suyas de carne de guanaco y huacataya son las mejores de la puna), Santiago dale que dale con sus remembranzas, dale que dale con sus memorias, y ahora lo sé, ahora que lo anoto, lo sé: eso era pura magia, pura magia encendida, pura magia narrada, como deber ser, además, mojada a ratos con sorbitos de vino añejo o dispersándose a los vientos en compañía del humo de un cigarro (en la cueva, a donde llevé los libros, ¿se acuerda? también encontré dos cajas, ¡otro milagro!).

La historia, por su parte, decía ese que sabe, es lo contrario de la memoria. Es crítica, es análisis, es intelectual. ¿Y dígame, doctor, a usted le parece que en estos desiertos, a donde el diablo perdió el poncho, vamos a andar con semejantes excentricidades?

La memoria es la desbandada y es la unidad, es la tragedia y la fiesta, la memoria es el pájaro que aquella vez cantó anunciando desgracias, es la lluvia redentora, es el cerro que ampara. La historia sin fin ni destino, no es nada. Es esa larga e interminable sucesión de crímenes y de injusticias de las cuales lo mejor es olvidarse. ¿Se acuerda, doctor, tantas noches desvelándonos allá en los fondos de la librería, tratando de sentir estas verdades que ahora le escribo, que ahora le cuento? ¿Se acuerda de los ecos de esa baguala que cantaba el negro Luna y que imploraba yo sin la tierra/soy nada/pero sin memoria/no me acuerdo quién seré/ a mis pagos/ los recuerdos/ siempre volveré, siempre volveré?

Un día supe que me tenía que ir, y me fui. No hubo despedidas. Simplemente, me fui. (Cómo despedirse de Eulogia y Santiago: eso es imposible. Los llevo en el alma, tan amarrados que ni todo el viento del mundo podrá desanudar esos lazos) Terminé en un pueblo, dos serranías al poniente, cuatro vados, un vallecito lleno de cabras y molles y comí queso dos semanas seguidas hasta que casi me voy en diarreas. En el pueblo, había un hombre, uno de muchos ganados y que asaba el chivito mejor que ninguno, y que había vivido un año en Córdoba –no más porque me aburría, me confesó una noche de piscos- y de allí, se había traído una radio. ¡Era la única radio conocida a quinientos kilómetros a la redonda! Allí, otra noche de piscos, escuché una noticia que me paralizó: lo habían matado al Che Guevara, lo habían desgraciado en Bolivia.

Desde que me enteré de eso infausto, es que quería escribirle. Pensé y pensé esta carta mil veces, hasta que la escribí, y ahora –yo sé- algún día llegará a sus manos. ¿Sabe, doctor, porque? ¿Sabe, doctor, porque deseaba escribirle? Porque ya creo que es momento de volver, de ir volviéndome, de dejar atrás el destierro, el desierto, de regresar, sacar los libros de la cueva y volver a…

No siga –me interrumpió, sin preaviso, el doctor Peralta. No siga, joven, por favor. Su voz era tan amable que no tuve más remedio que acatarla. Devuélvame esos papeles, por favor. Hice lo propio. El doctor, para sorpresa mía, prosiguió leyendo el mismo, contrapunteando el texto de la carta con sus propios dichos:

¡Estoy en lo más profundo, doctor! –me clamaba este hombre desde vaya a saber dónde y ese clamor yo lo leía como el de un náufrago, una especie de Rimbaud perdido entre las arenas de Toconao adentro o más allá o más adentro aún, quien sabe, ¿quién podía saberlo? Es cierto: cada vez que se machaba, gritaba ¡Viva Perón, carajo!, gritaba y se reía, gritaba y a veces, con la confusión de sentimientos que provoca el trago, terminaba llorando. No lloraba como niño: lloraba quedamente, casi en silencio, como si llorara para adentro, vaya a saber uno desde donde lloraba. ¡Estoy en lo más profundo, doctor! La carta, Pablo, terminaba así: venga, doctor, venga a buscarme. Usted sabrá dónde encontrarme. Yo fui.

El doctor Clemente Peralta falleció en su natal Jujuy a finales de 1975. “El yeti” fue uno de los oradores en su entierro. El más sensible, el más sentido. Despedía a un amigo pero también, a su manera, despedía a un compañero. “El yeti” habló desde su corazón –como lo lucía siempre- pero también a nombre del Partido Peronista Auténtico. El doctor Bidegain estuvo también presente. Tres meses después, hubo otro golpe de estado. El más miserable y sangriento de todos.

La última vez que alguien pudo dar noticia sobre Fermín Ferrer, me testimonió lo siguiente: “El yeti andaba, como siempre, con su rastrojero, era una carcasa inservible pero seguía andando el muy fiero. Detrás llevaba un montón de libros y sobresalían unos cuantos fierros, armas largas, toda una ferretería. Cargó gasolina en Abra Pampa. Allí lo vi. Me dijo: cuidate Joaquín, que estos vienen a masacrarnos, a matarnos a todos. Igual que en Quera. Acordate lo que te contaba tu abuelo y cuidate, escondete, rajá de aquí. ¿Y vos, Yeti? –le pregunté y le hice señas por las armas que llevaba encima. A mí no me agarran vivo, pibe, me contestó. Encendió el motor de la camioneta, giró y puso rumbo hacia el oeste. Cuando se estaba yendo, sacó medio cuerpo por la ventanilla, y lo oí gritar, clarito lo oí: ¡Viva Perón, carajo! ¡Cuidate Joaquín! Nunca más lo vi. Nunca más lo vio nadie por ninguna parte. A veces lo sueño. Es un sueño bueno, como era él. Debe andar por ahí “El Yeti”… debe andar por ahí.”.

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Fotografía: Guerrilleros del EGP

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