PABLO CINGOLANI
La capitanía fue
abandonada.
El motivo no lo
sé: escuché alguna voz previa sobre una arremetida de indios o una invasión de
portugueses o de vaya a saber quién. Que me importa. A mí no me interesa. Lo
que sí celebro es que se hayan ido: dejaron la capitanía para mí solo. Yo que
no tengo nada: apenas una mochila donde guardo mis libros.
Ahora dispongo de
una casa, un muelle y hasta de un lujo que siempre sospeché merecer: un faro.
Hoy tomé posesión sensible y momentánea de todo eso, tras que los vi alejarse
detrás de los médanos. Seguí la huella para comprobar que efectivamente se iban
y, en el trayecto, encontré algunos tesoros que, con esfuerzo, traje conmigo
hasta mis nuevos e imprevistos dominios.
Entre las arenas,
descubrí un amasijo de mapas. Había uno, de bello trazado, de la isla Serena,
que se divisa, siempre invicta, desde estas costas. Otro, señalaba las rutas
hasta el Paraguay y de allí, mi dios, hasta el mismísimo Potosí. Recordé la
historia de Alejo García y supuse que esa cartografía lo honraría. Tras
enrollar el lienzo, miré al mar y agradecí estar allí, a sus orillas.
También encontré
un cuchillo con empuñadura de nácar. Me sirvió para abrir las almejas con las
cuales me atraqué en un almuerzo inesperado, por su regadura con un vino de un
tonel que también olvidaron en su fuga. El vino, supongo de Chile -supongo que
ha viajado tras las cordilleras, y eso lo vuelve, algo único, algo mágico-, me
acompaña ahora mientras escribo estas palabras, a la luz de la luna y también
de unas velas que dejaron en su precipitación por escapar, los torreros.
Al faro, le
calculo catorce metros de altura. Hay una enorme cantidad almacenada de
barriles de aceite de ballena –su olor me recordó el Cabo de Hornos- para
que funcione pero no será mi misión hacerlo, no esta noche, al menos. Quiero creer
que nadie se estrellará contra los arrecifes de San Joao, ni menos desembarcará
en Serena, por error, donde aseguran que los caníbales no perdonan a nadie. A
decir verdad, tampoco es mi problema.
La capitanía,
contaban, estaba a cargo de esos menesteres, aunque en realidad los navales
nunca entendieron bien sus labores y se dedicaban a embriagarse, al abigeato y
a saquear naufragios y a cosas peores como ir a robar mujeres al poblacho de
San Félix. Mejor que se hayan ido. Ahora se podrá volver a pescar en la
albufera y las damas de la comarca no deberán temer a esos bandidos. De paso, a
mí me quedaron la casa, el muelle y el faro. Siento un poderoso orgullo de
vagabundo por mi establecimiento provisional en estos reductos.
Ya me encargué de
una limpieza necesaria: armé una linda fogata, una poderosa hoguera, con los
cuadros de los almirantes que estaban colgados en las paredes de la casa y los
carteles que indicaban nombre y propiedad de la capitanía. Ahora este sitio son
sólo piedras alzadas y maderos que se internan en el mar, sin pertenencia, sin
marca. No son de nadie, ni menos míos.
Cuando culmine de
leer los libros que cargo en la mochila –la historia de un marinero de York náufrago
en una isla perdida es uno de ellos y es muy bueno-, buscaré una cueva,
esconderé los libros y me marcharé de aquí, con lo que llevo puesto y si queda
vino, con el vino que me quede. Eso no hay porque desecharlo: eso lo aprendí en
el camino.
Seguiré hacia el
sur, hacia donde me dirigía, antes que unos asuntos que no referiré –por pudor-
me retuvieran entre estos pajonales que limitan con el mar y dan de frente y a
prudente distancia con la isla Serena, que ya me cautiva. Pensé en llegar
nadando a sus vergeles –que diviso, sin esfuerzo, con un catalejo que hallé en
el faro: su flora es asombrosa, veo sus helechos, helechos gigantes entre sus
brumas- pero, tal vez, ese cuento chino de los comedores de gente, devoradores
de hombres, sea nomás así, y la verdad, no quiero ser puchero de nadie. Una
cosa es ser valiente y otra cosa, bien distinta, es ser temerario.
Eso lo leí en un
libro de un tal Gengis Kan. Lo citaba otro testimonio, lanzado al mar desde
Venecia. Recuerdo siempre a Venecia: es la ciudad de Fray Mauro, el mejor de
todos los cartógrafos, una ilusión que comparto, una idea, mi metáfora
indomable y mi ídolo cautivo entre tanta travesía y, a veces, tanta soledad.
Esto que escribo,
lo encerraré bien cerrado en una botella y lo arrojaré al mar, al infinito mar,
desde el muelle de la capitanía, tan bello él, alfombrado de algas, caracoles y
percebes. Fue así que un día, me lancé al destino. Encontré en otra playa, otra
botella, otra historia, otro destino, encerrado dentro de ella. Dejavús de
albahaca, jengibres y ron, ron de la mismísima Cayena: no lo resistí.
Al leerlo, sentí
el mismo impulso, la misma pasión, similar fuerza, ese fervor que no comulga
nada más que con el instante, la belleza pura e irredenta, el camino por
delante, la vida dura pero plena, la vida misma. Sentenciaba –me sentenciaba el
mensaje escrito en esa botella: si lo sientes, haz lo mismo.
Una treintena de
mares, diez océanos, nueve continentes, ocho desiertos, he recorrido, y hago lo
mismo.
Toda la esperanza
del mundo está contenida en estas palabras, toda la fe en un destino cierto, en
una vida verdadera, están aquí adentro.
Si la encuentras,
ya lo sabes: haz lo mismo.
[Transcripción
textual de un escrito encontrado en una botella de color verde, pequeña, sin
ninguna identificación visible, hallada en la playa de Sauce Grande, provincia
de Buenos Aires, República Argentina, el 17 de octubre de 1979. Sin firma, ni
fecha, aunque los datos contenidos en el Testimonio hacen suponer que se trata
de algún lugar de la actual costa atlántica uruguaya entre los años 1810 y
1825, a pesar que no exista ninguna isla frente a esas orillas, lo cual parece
ser un deseo o un ensueño del autor de esas palabras]
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Imagen: Edward A. Turner
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