La vanguardia de
la sátira es local. La eficacia del autor satírico depende de la precisión, de
la densidad circunstancial que tenga el blanco elegido. Como el caricaturista,
trabaja cerca de su objeto y aspira a que éste sea reconocido de forma
inmediata y sobresaltada. En cierto sentido la sátira aspira no solamente a la
destrucción sino también a la autodestrucción. Idealmente, consumiría su tema y
de este modo eliminaría la causa de su propia ira. El fuego muere en la ceniza
fría. Karl Kraus, de Viena, el maestro de la sátira de nuestra época, dio a su
revista el título de Die Fackel (La antorcha), pero no es el
único que ha recurrido al motivo del fuego: la llama y la sátira tienen
afinidad desde hace mucho tiempo.
En consecuencia,
pocas sátiras, verbales o pictóricas, han resultado duraderas. En Aristófanes
hay una especie de bufonada de la mente, una payasada de las ideas
maravillosamente física, que garantiza una cierta universalidad, pero buena
parte, aun de sus mejores comedias, sólo logran hacer reír después de atravesar
setos de espino de notas a pie de páginas y explicaciones eruditas. La
generalidad de los temas de Juvenal -la guerra entre los sexos, la hipocresía
religiosa, la ostentosa vulgaridad del nouveau riche , la
corrupción de la política urbana- es tal que eleva su furia a perenne tristeza
por lo que atañe al hombre. Es sorprendente, sin embargo, hasta qué punto
Juvenal resiste mejor en cita que en el texto completo. Por la claridad de su
argumentación, por la exactitud de la correspondencia entre el escenario
satírico y su contraparte político-religiosa, Historia de una bañera sigue
siendo la obra maestra de Swift. Ahora sólo los eruditos leen esta feroz
invención, precisamente porque supone un conocimiento especializado y
estrechamente referencial de la política de Iglesia y partido, de diócesis y
gabinete, en la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII. Si los Viajes
de Gulliver sobreviven como un clásico, es en buena medida a pesar de
sus propósitos satíricos especiales, nuevamente políticos, partidistas -incluso
difamatorios-, que subyacen a los relatos. Aquí, de manera casi única, el
veneno, que requería precisas identificaciones y reconocimientos, se ha
evaporado en la fantasía.
El problema con
que se enfrenta todo el que en 1986 quiera acceder a Karl Kraus en cualquier
lengua que no sea el alemán vienés o antivienés muy especial es el del
localismo, de lo que Henry James habría denominado "el espíritu del
lugar". Es el problema de la formidable densidad, del entretejimiento de
ilusión efímera, referencia interna de grupo y codificadas presunciones de
familiaridad que hay hasta en los escritos de mayor alcance y más apocalípticos
de Kraus. Viena en el cambio de siglo, en el período de entreguerras y en
víspera de la catástrofe no es meramente el escenario fijo, el polo magnético
de la realidad que tiene Kraus; es la constante diaria de su reportaje moral,
minuciosamente observador. Que había en Kraus una arcadia celosamente guardada
-un tímido y tenso amor por ciertos refugios de Bohemia y de los Alpes- es
seguro. Pero el genio de esta obra, el alimento, siempre abundante, de sus
odios líricos, fue una única ciudad, anatomizada, diseccionada, hecha crónica
en su vida política, social, artística, periodística, en un escrutinio día a
día, desde la década de 1890 hasta 1936, el año de su muerte. La Viena de Kraus
es el ámbito total de su sensibilidad, como lo es Dublín para la de James
Joyce.
Contemplando a
Viena, Kraus fue poseído por la clarividencia. Percibió en su brillo cultural
los síntomas de la neurosis, de las fatales tensiones entre "la cultura y
su malestar". (La famosa expresión de Freud, un vidente rival, a quien
despreciaba, podría ser suya). En el lenguaje del periodismo vienés, de la
charla de salón y de la retórica parlamentaria registró algo enfermizo que
estaba invadiendo los centros vitales de la lengua alemana. Mucho antes que
George Orwell y de forma mucho más completa, Karl Kraus relacionó la
descomposición en la lucidez, en los valores de verdad, en el personal vigor
del discurso privado y público con la descomposición, más en general, de las
sociedades políticas centroeuropeas y occidentales. En las angustiadas sátiras
de Kraus sobre las falsedades, sobre las actuaciones legales determinadas por
la clase, y en particular de la justicia penal, cobra realidad un fustigador
repudio del orden burgués en su totalidad. Antes quizá que ningún otro crítico
social, Kraus identificó y analizó el trastocamiento de las ideas estéticas en
la literatura y en las bellas artes por obra del omnipotente poder de la
comercialización, de los medios de comunicación de masas, de los lanzamientos
publicitarios. Sus anatomías del kitsch aún no han sido
superadas. Y, de una manera que desafía la explicación racional -en esto se le
puede comparar con Kafka-, Kraus percibió en el crepúsculo del viejo régimen
europeo y en los demenciales horrores de la Primera Guerra Mundial la venida de
una noche todavía más tenebrosa. Al satirizar la ingenua fe en el progreso científico,
Kraus pudo establecer en 1909 la proposición, entonces enteramente fantástica
(ahora insoportable), de que el progreso de tipo científico-tecnológico
"hace monederos con piel humana".
Pero por amplias
que sean sus implicaciones, las ocasiones para la profecía que hay en Kraus,
los trampolines de su ira, siguen siendo estrictamente locales y temporales.
Sus despiadadas críticas y parodias lingüísticas arrancan de algún artículo,
con frecuencia trivial, en la prensa diaria, de alguna efímera reseña literaria,
de una nota publicitaria o un anuncio. Las diatribas contra las groseras
miopías de la ley de la burocracia tardoimperial o de entreguerras son
desencadenadas por alguna oscura acusación en los suburbios o en las zonas
deprimidas de la ciudad. Las polémicas de Kraus, sumamente ambiguas, sobre el
tema de la homosexualidad -deploraba que fuera perseguida, al mismo tiempo que
temía su clandestina influencia en la política y en las letras- hacen suponer
un íntimo conocimiento de ciertos escándalos, casos de calumnia, suicidios bajo
la presión de chantaje tanto en la Alemania de los Hohenzollern como en el beau
monde vienés. ¿Quién recuerda hoy -y mucho menos lee- a los
periodistas, a los críticos teatrales, a los publicistas o a los pedantes
académicos que Kraus seleccionó para su implacable censura? ¿Quién recuerda a
los expertos forenses, a los criminólogos cuyas complacencias con anteojeras
ridiculizó Kraus? Hasta el opus magnum de Kraus -el titánico
drama- collage sobre la Primera Guerra Mundial, titulado Los
últimos días de la humanidad y que toma como modelo, soberbiamente,
las alegorías de la Walpurgisnacht de la segunda parte del Fausto de
Goethe- exige muchas veces un conocimiento no sólo del dialecto y el slang vieneses
sino también de las minucias de los hábitos administrativos y sociales del
edificio, en pleno hundimiento del imperio austrohúngaro.
Un segundo
obstáculo impide acceder hoy a Kraus. Los escritos completos son extensos; los
dos volúmenes de cartas íntimas a la baronesa Sidonie Nádhern´y, que fue la
gran pasión de su vida, son profundamente reveladores. Pero su genio triturador
fue al parecer más manifiesto en sus apariciones personales como
lector-recitador de sus propios textos, de sus traducciones de Shakespeare y
otros dramaturgos y de poesía, Kraus presentó unas setecientas lecturas en
solitario entre 1910 y 1936. Tenemos numerosos informes -y todos sin resuello-
recientes, en las memorias de Canetti). Una pura fuerza de pensamiento, un
carisma intelectual-histriónico del virtuosismo más singular emanaba, según
parece, de las recitaciones y lecturas de Kraus. Entre 1916 y 1936 adaptó para
su interpretación en solitario en alemán trece comedias de Shakespeare. Quienes
(aún entre nosotros) estaban entre el público hablan de una multiplicidad de
voces, de una tensión y un ritmo dramáticos no igualados en el teatro de
verdad. Las artes de Kraus para la presentación directa incluían la música: con
acompañamiento de piano, interpretaba con mímica, canto y palabras, él solo,
las operetas de Offenbach, a quien, junto con Johann Nestroy, dramaturgo vienés
del siglo XIX y Frank Wedekind, comediógrafo contemporáneo de cabaré, situó en
la vanguardia misma de la sátira literaria y social. Fue Kraus en su atril, en
su "Teatro de la poesía y del pensamiento", el que lanzó el mayor
hechizo. Como otros grandes profetas y vigilantes en la noche, tenía con el
lenguaje una relación más física, más inmediata que ninguna que se pueda fijar
escribiendo. Han quedado una o dos fotografías de aficionado de estos dramas de
la palabra. No tenemos ninguna grabación.
Son estas
distancias, con el hombre y con su medio omniconfigurador, las que hacen que el
profesor Harry Zohn, notablemente quijotesco, se esfuerce por conseguir para
Kraus un público lector anglohablante más amplio. Half-truths and
One-and-a-half Truths (Carcanet) intenta poner ante los lectores
ingleses "un mosaico de las opiniones, actitudes e ideas de Karl Kraus tal
como las revela en forma de aforismo". Ahora bien: es totalmente cierto
que Kraus podía brindar máximas lapidarias y aforismos mordaces. Pero éstos
carecen, sobre todo fuera de contexto, de la persuasiva intensidad y de la
presión de pleamar que posee su retórica. Como los poemas de Kraus, sus
aforismos se resienten en ocasiones de un deliberado manierismo, de la timidez
del sabio.
Hay momentos
intensos y sugerentes: "Las sátiras que el censor entiende son prohibidas
con toda la razón", "Uno no debe aprender más que lo que necesita
absolutamente contra la vida", "ya no tengo colaboradores. Me daban
envidia. Repelen a los lectores que quiero perder yo mismo"; el
psicoanálisis es esa enfermedad mental para la cual se considera a sí mismo una
terapia" (un golpe tan famoso como irrefutable); "no me gusta
inmiscuirme en mis asuntos privados", o el hallazgo tan en consonancia con
las máximas de La Rochefoucauld, "la ingratitud es a menudo
desproporcionada con respecto al beneficio recibido". Con harta
frecuencia, sin embargo, las máximas extraídas y agrupadas por el profesor Zohn
pueden relegarse sin más al olvido. ¿Qué hay más banal que la proposición según
la cual "se considera normal venerar la virginidad en general y ansiar su
destrucción en particular"? ¿Necesitamos que el reprobador del
sentimentalismo nos diga que "el amor y el arte no abrazan lo que es bello
sino lo que ese abrazo hace bello"? Cuán hueca es la autodramatización del
alarde de Kraus "yo y la vida: la disputa se resolvió caballerosamente.
Los adversarios se separaron sin haber hecho las paces". Cuán forzada es
la declaración "muchos comparten mis opiniones conmigo. Pero yo no las
comparto con ellos". ¿Y podría haber una generalidad más fácil de refutar
que la afirmación de que "un poema es bueno hasta que uno sabe de quién
es" (y esto lo dice un ardiente, aunque torpe, traductor de los sonetos de
Shakespeare)? Sin su contexto, ¿qué tiene que pensar el lector de algo que en
realidad no es un aforismo de Kraus sino una variación sobre la más universal
de las citas: "Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen"?
Es muy posible que
el más célebre de los dichos breves de Kraus sea también el más controvertido:
"Respecto a Hitler, no se me ocurre nada que decir". El profeta se
quedó sin habla ante la pesadilla de la realización de sus peores temores.
Anotada a finales de la primavera o principios del verano de 1933, esta
abstención del discurso, esta despedida de la elocuencia, revela un terrible
hastío. Los cientos de representaciones públicas, los treinta y siete volúmenes
de Fackel, la atormentada salida y marginal regreso de Kraus al
judaísmo (la cuestión sigue envuelta en la oscuridad) habían sido inútiles. Un
zafio infierno estaba a punto de engullir a la civilización europea y, más
especialmente, a la lengua alemana, que Kraus había amado y por la que había
luchado. "La lengua es la única quimera cuyo ilusorio poder es infinito,
algo inagotable que impide que la vida se empobrezca", había escrito.
"Que los pobres aprendan a servir a la lengua." Ahora, el instrumento
elegido de Kraus, la única vara de zahorí de la verdad que el hombre pensante
tiene a su alcance, se convertiría en estridente megáfono de lo inhumano. Ante
Hitler, un antimaestro de la palabra más despiadado que él -un actor, un
recitador más hipnótico-, Kraus se quedó callado. En algún nivel muy profundo
de su semiconciencia tal vez percibió en Hitler la imagen, monstruosamente
distorsionada pero también paródica, de sus propios talentos. Ahora se
encontraba a sí mismo entre la bola de cristal y el espejo y enmudecía.
En realidad el
gas mefítico del nazismo había empezado a burbujear en Austria. Fue en las
calles de Viena, antes de 1914, donde Adolf Hitler se nutrió hasta saciarse de
las teorías raciales, los histéricos resentimientos y el antisemitismo que
habrían de componer su demonología. Cuando el nazismo volvió a Viena, en la
primavera de 1938, la acogida que le fue dispensada excedió en fervor incluso a
la recibida en Alemania. Unas formas fantasmales de nacionalsocialismo, un
latido apenas atenuado de antisemitismo y una singular infusión de
oscurantismo, en parte eclesiástica, en parte rural, siguen caracterizando el
clima de conciencia en la Austria de Kurt Waldheim. Es este caldero de brujas
el que provoca las implacables acusaciones y las sátiras de Thomas Bernhard.
A diferencia de
Kraus, Bernhard es principalmente un escritor de ficción: de novelas, relatos y
obras para radio. Prolífico y desigual, en sus mejores momentos es el artesano
más destacado de la prosa alemana después de Kafka y Musil. Amras (todavía
no traducida al inglés), The Lime Works (traducida por Sophie
Wilkins y recientemente reeditada por la Unversity of Chicago Press, que ha
sacado también otras dos novelas de Bernhard) y la aún no traducida Frost crearon
un paisaje angustioso tan detallado, tan precisamente imaginado, como ningún
otro en la literatura moderna. Los bosques tenebrosos, los torrentes
precipitados pero con frecuencia contaminados, las aldeas empapadas y malignas
de Carinthia -la misteriosa región de Austria en la que Bernhard vive su vida
totalmente privada- se transmutaron en el escenario de un infierno de poca
monta. Aquí, la ignorancia humana, los aborrecimientos arcaicos, la brutalidad
sexual y el fingimiento social prosperan como víboras. Increíblemente, Bernhard
llegó a extender esta visión nocturna, fríamente histérica, a las mayores
alturas de la cultura moderna. Su novela sobre Wittgenstein, Correction (disponible
en tapa blanda en Vintage), es uno de los logros más sobresalientes de la
literatura de posguerra. Su Der Unterghe r (no traducido al
inglés), un relato centrado en la mística y el genio de Glenn Gould, trata de
descubrir los poderes frenéticos de la música y el enigma de un talento para la
suprema interpretación. La musicología, la obsesión erótica y la tónica de
autodesprecio característica de Bernhard confieren fuerza persuasiva a la
novela Concrete (otro de los volúmenes de la Universidad de
Chicago). Entre estas cimas hay demasiados relatos y guiones que se imitan a sí
mismos, automáticamente sombríos. Sin embargo, incluso cuando Thomas Bernhard
es inferior a sí mismo es inconfundible el estilo. Heredero de la pureza
marmórea de la prosa narrativa de Kleist y de la vibración del terror y el
surrealismo de Kafka, Bernhard ha convertido en un instrumento totalmente
adecuado a sus propósitos de severa censura la frase corta, una sintaxis
impersonal, aparentemente oficiosa, y el despojamiento de las palabras
concretas hasta dejarlas en sus huesos radicales. Las primeras novelas de
Beckett darán al lector inglés alguna aproximación a la técnica de Bernhard. Pero
incluso en lo más desolado de Beckett hay risa.
Nacido en 1931,
Bernhard pasó su infancia y su adolescencia en la Austria prenazi y nazi. La
fealdad, la chillona mendacidad de aquella experiencia han marcado la totalidad
de su visión. De 1975 a 1982, Bernhard publicó cinco estudios autobiográficos.
Cubren la época que se extiende desde su nacimiento hasta sus veinte años.
Recogidos ahora en una secuencia continua, estos recuerdos constituyen Gathering
Evidence (Knopf). Narran los primeros años de un hijo ilegítimo
recogido y criado por unos excéntricos abuelos. Son la crónica de los odiosos
años escolares de Bernhard bajo un sistema sádicamente represivo, dirigido
primero por sacerdotes católicos, luego por nazis, después nuevamente por
sacerdotes; queda bien patente que no hay gran diferencia entre unos y otros.
La sección titulada "The Cellar" narra con paralizante detalle las
experiencias del joven Bernhard en Salzburgo cuando la ciudad estaba siendo
bombardeada por las Fuerzas Aéreas aliadas. Los años de la inmediata posguerra
fueron un oasis para Bernhard, que pasó a trabajar como aprendiz y dependiente
con un tendero vienés y fue testigo de la temporal turbación de los nazis,
ahora de forma tan repentina y sorprendente convertidos a la democracia.
Mientras hace recados para su abuelo moribundo, el viejo tigre anticlerical y
anarquista al que Bernhard quería como no había querido a nadie cercano a él,
el joven, de dieciocho años, cae enfermo. Es confiado a un pabellón
hospitalario para seniles y moribundos. (Estos pabellones se harán perennes en
sus novelas posteriores y en el inspirado libro -en parte realidad, en parte
invención- El sobrino de Wittgenstein). En el hospital, Bernhard
contrae la tuberculosis. En el umbral de la vida adulta, se encuentra
sentenciado a muerte. Esperando constantemente el cumplimiento de esa sentencia
y a la vez desafiándola, escapará a la ciudadela armada de su arte.
Escrupulosamente
traducido por David McLintock, que también tradujo Concrete ,
este retrato del artista como niño torturado y como joven acosado por la muerte
no constituye una lectura poco exigente. Hay una nota de dolor y aborrecimiento
nunca mitigados:
Pronto se vio
confirmada mi sospecha de que nuestras relaciones con Jesucristo no eran en
realidad distintas de las que habíamos tenido con Adolf Hitler seis meses o un
año antes. Cuando consideramos las canciones y coros que se cantan para el
honor y la gloria de cualquier personaje tildado de extraordinario, sea quien
sea -canciones y coros como ésos, cantábamos durante la época nazi y después-,
nos vemos obligados a admitir que, con ligeras diferencias de formulación, los
textos son siempre los mismos y se cantan siempre con la misma música. Todo en
esas canciones y coros es simplemente una expresión de estupidez bajeza y falta
de carácter por parte de quienes los cantan. La voz que se oye en esas
canciones y coros es la voz de la inanidad, de una universal y mundial
inanidad. Todos los crímenes de la educación perpetrados contra los jóvenes en
los establecimientos de enseñanza de todo el mundo son perpetrados en nombre de
algún personaje extraordinario, se llame Hitler, Jesucristo o de cualquier otra
manera.
Los médicos son
torturados con licencia no menos que profesores. Su desprecio por la vida
interior del paciente, por las complejas necesidades de los moribundos, guarda
una proporción exacta con su arrogancia, con sus afirmaciones altivas pero
huecas de poseer un conocimiento de experto. La detallada descripción que hace
Bernhard de cómo casi se asfixia mientras le ponen inyecciones de aire en el
pecho es intencionadamente insoportable. Representa una larga alegoría del
estrangulamiento: por obra de las circunstancias familiares, de la educación,
de la servidumbre política. Escribe: "El profesor se presentó
inmediatamente en el hospital y me explicó que lo que había ocurrido no era nada
fuera de lo corriente. No dejaba de repetir esto de forma categórica,
excitado y con una expresión maligna en su cara que dejaba entrever claramente
una amenaza. Mi neumotórax se había frustrado ahora, gracias a la discusión del
profesor sobre su menú del almuerzo, y había que idear algo nuevo". Sigue
una intervención peor, todavía más brutal.
Dentro de esta
"inanidad mundial", la inanidad de Austria es con mucho la más
detestable. Bernhard arremete contra el untuoso entierro de su pasado
enteramente nazi, contra el megalómano provincianismo de la cultura vienesa,
contra la ciénaga de superstición, intolerancia y avaricia en que el campesino
o el habitante de las montañas austríacas llevan sus asuntos. Bernhard
anatematiza un país que tiene por norma sistemática ignorar, humillar y
desterrar a sus más grandes espíritus, ya se trate de Mozart o de Schubert o de
Webern; un establishment académico que se niega a honrar a
Sigmund Freud, aun póstumamente; un odio crítico-literario que exilia a Broch y
a Canetti y reduce a Musil casi al hambre. Hay numerosos entornos de infierno,
trazados por la estupidez, la venalidad y la codicia humanas. Sólo en la
provincia de Salzburgo, cada año, dos mil seres humanos, muchos de ellos
jóvenes, intentan suicidarse. Un récord europeo, pero apenas, si hemos de creer
a Bernhard, ajustado a los motivos: "Los habitantes de la ciudad son
totalmente fríos; la mediocridad es su pan de cada día y el cálculo sórdido su
rasgo característico". En una novela muy reciente, Maestros
antiguos , se otorga la palma de la infamia, sin derecho a la
apelación, a la "más estúpida", a la "más hipócrita" de
todas las ciudades, que es Viena.
El problema del
odio es que le falta aliento. Cuando el odio genera una inspiración
verdaderamente clásica -en Dante, en Swift, en Rimbaud- lo hace a rachas,
cubriendo distancias cortas. Prolongado, se convierte en una sierra monótona y
embotada que zumba y chirría sin cesar. La obsesiva e indiscriminada
misantropía que hay en Bernhard, las filípicas día y noche contra Austria
amenazan frustrar sus propios fines. No admite la fascinación y el genuino
misterio del caso. El país, la sociedad, que con tanta razón censura por su
nazismo, por su fanatismo religioso, por su risible autosatisfacción, da la
casualidad de que es también la cuna y el escenario de gran parte de lo más
fértil, más relevante de toda la Modernidad. La cultura que produjo a Hitler
también engendró a Freud, Wittgenstein, Mahler, Rilke, Kafka, Broch, Musil, el Jugendstil y
lo más importante de la música moderna. Eliminen ustedes del siglo XX
Austria-Hungría y la Austrias de entreguerras y no tendrán lo más demoníaco, lo
más destructivo de esa historia, pero tampoco sus grandes fuentes de energía
intelectual y estética. No tendrán las intensidades mismas, la autodesgarradora
violencia de espíritu que produjeron un Kraus y un Bernhard. Lo que antaño fue
esencial para Europa se tornó esencial para la civilización occidental. Hay
muchas maneras evidentes en las que la cultura urbana estadounidense de hoy, en
especial la cultura urbana judía estadounidense, es un epílogo de la Viena fin-de-siècle y
de esa dínamo de genio y neurosis definida por el triángulo
Viena-Praga-Budapest. Para ese núcleo, el mero odio es un guía tuerto.
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De LA NACIÓN,
07/11/2009
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