Heredé de mi
padre una colección de estampillas. No sólo la cuidé, sino que la alimenté, la
agrandé, la honré como se debía. Gracias, Pa, por el legado.
De muy niño,
asistía al mítico ombú del Parque Rivadavia –centro geográfico de la ciudad de
Buenos Aires y donde se yergue una estatua ecuestre a Simón Bolívar-
donde viejos filatelistas, al amparo de la centenaria sombra vegetal y meta
pucho y mate, intercambian estampillas de todo el planeta. Luego adolescente,
ya conocía algún que otro escaparate –en el centro histórico de la ciudad-
especializado en el tema, digamos la “filatelia científica” (y de mercado) y
allí, además de sellos, adquiría lupas, álbumes, libros, conocimiento y
sofisticación en el asunto.
Entre mis amigos
y compañeros, era conocida mi afición, tanto que conservo una edición especial
de estampillas, impresas en ocasión de la realización del último Festival
Mundial de la Juventud y los Estudiantes realizado en la ex URSS, en 1985.
Son un recuerdo
de un mundo desaparecido: el socialismo real, la mayor potencia no capitalista
de la historia y los encuentros de solidaridad en medio de la guerra fría. Los
sellos son alegres y ecuménicos: dibujos naif de rostros asiáticos, africanos,
negros y blancos, saludando a la paz y la amistad por un mundo unido frente al
imperialismo. Juan F. me los trajo desde Moscú, como consuelo, ya que los rusos
sólo pagaron un pasaje a nuestra fuerza política, y quien suscribe, no pudo
concurrir, aunque estaba previamente invitado.
Bolivia fue un
grato renacer de mi pasión filatélica: en La Paz, en el antiguo edificio del
correo, ubicado en la calle Ayacucho (donde ahora funciona el ministerio de
culturas), podías negociar, amablemente con sus funcionarios, las estampillas
que querías comprar para franquear tu correspondencia. Muchas de ellas, a
través de las cartas que enviaba a mi madre, me las enviaba, en definitiva, a
mí mismo, ya que ella luego me entregaba los sobres y yo recuperaba las
estampillas selladas –que son siempre más valiosas, que las no utilizadas.
En un mundo
dominado, forzado, al uso del correo electrónico, el franqueo de cartas
manuscritas (o escritas a máquina, no seré escueto) con estampillas coladas en
los sobres, ha muerto.
Ahora que lo
escribo, siento el olor acre del pegamento que invadía placenteramente tu boca
cuando colabas los sellos. Siempre los pegué así: usando mi lengua, no sólo mis
dedos. La correspondencia era, como anotaba Piglia en su Respiración
Artificial -anoto de memoria-, una especia de intrépida apuesta al
futuro. Pero era también un acto personal, personalísimo, hasta donde tu saliva
entraba en juego. Vos no solamente enviabas palabras escritas en un papel (¡el
papel carta, tan delicado, tan exquisito!) dentro de un sobre, sino que las
sellabas con tu propio cuerpo, con tus propios fluidos corporales.
Ante tanta
eclosión tecnológica, hace años o décadas que abandoné el “filatelismo” activo.
Me quedan un par de álbumes perdidos en la biblioteca, que atesoro con cariño.
Son recuerdos de más mundos desaparecidos: ese donde te sentabas a escribir, de
verdad, un texto con forma de carta. Ese donde, si tenías demasiadas tachaduras
en la misiva, volvías a pasar en limpio ese texto. De ahí, el género epistolar,
cuyo cultivo era, en general, un atributo de millones y millones de personas
que jamás pensaron en la literatura como tal pero que, en sus cartas, la
estaban ejerciendo. De ahí que, con el mismo fervor, conservo muchas cartas que
me enviaron –mis padres, amigos, hasta compañeros de la escuela y desconocidos-
y sentirlas cerca, durmiendo en alguna caja (dentro de algún baño de la casa:
uso también los baños como biblioteca), me hacen sentir bien, protegido, frente
a la avalancha cibernética que está arrasando con todo: con el lenguaje, con la
belleza, con nuestra alma colectiva, en suma.
No importa: si
las cartas ya están echadas, cada cual sabrá cual debe jugar, y ni nostalgia ni
modernidad ni nada. Simplemente, diré: había una rara felicidad que se
conjugaba en el hecho de escribir y enviar una carta, lo mismo que recibirla y
leerla. Parte de esa felicidad, está condensada en los sellos postales, en las
estampillas, reliquias de mundos que pretenden ser olvidados. Ya que estamos embarcados,
anotaré algunas raras, mías o que el tiempo ya legó a los arqueólogos urbanos.
Hablé de
estampillas soviéticas, socialistas. Una contraparte. Tengo dos colecciones de
estampillas paraguayas. Una de cuando gobernaba el eterno Stroessner y otra, del
Paraguay democrático. No recuerdo –y lo lamento, en verdad- quién me obsequió
los sellos democráticos que son, aclaro, genuinamente de colección, ya que
llevan el sello del primer día de emisión.
Apunto, disgrego
con levedad: la filatelia, como todo en este mundo, son también un negocio,
diríamos: un negocio suave. ¿No recuerdan esa magistral película argentina
titulada Nueve Reinas donde actúan Darín –el mejor Darín- y Gastón Pauls? Su
trama discurre sobre la venta (clandestina e hilarantemente hamposa) de unas
estampillas muy valiosas –un pliego de nueve ejemplares estampado con la figura
de alguna monarca, de ahí el nombre. No fueron ni son hasta hoy un negocio
millonario –como son los mapas, por asociarlas con algo que es tan artístico y
connotado como son los sellos postales- pero que mueven dinero, lo mueven. De
ahí que hay muchos países (o colonias) como Malta o Gibraltar que emiten sellos
postales como parte de los nutrientes de ese mercado filatélico que atrae y
atrapa a coleccionistas, ladrones (como en la peli) y gente que ama la historia
y la belleza. Paraguay es otro de esos países.
La colección
democrática del Correo Paraguayo, emitida el año 2003, se presenta así: “Los
primeros sellos paraguayos aquí ilustrados aparecen en agosto de 1870 y
ostentan los valores de uno, dos y tres reales, signo monetario vigente en la
época. [NdelR: los sellos, efectivamente, están impresos en el dossier de
presentación de la colección aludida]. Continúa, y esto es importante: “A más
de 130 años de la aparición de aquel primer sello –el león heráldico- la
filatelia paraguaya no descuida la divulgación de los altos valores nacionales
así como las expresiones de las más importantes manifestaciones culturales y de
la riqueza de su tierra”. Toda una declaración de principios.
Pero más aún es
este párrafo, que ennoblece al coleccionismo filatélico, y al Paraguay entero.
Dice el catálogo: “Bajo el gobierno de Carlos Antonio López, primer presidente
constitucional paraguayo (1844), creador y organizador de los servicios
públicos, se hicieron los esbozos de los primeros sellos que no llegaron a
emitirse”. Estos, los leoninos, vieron la luz después de la llamada Guerra de
la Triple Alianza, donde se inmoló el hijo de Carlos, Francisco Solano López, y
la mitad de un pueblo heroico, singular, inspirador como pocos.
No pudo imprimir
los primeros sellos pero, hay que decirlo, Carlos Antonio López, mientras el
resto de nuestros “paisitos”, al decir de Artigas, se desangraba en guerras
intestinas, fue el pionero y forjador en Latinoamérica del primer país con
ferrocarriles, flota mercante, arsenales y la famosa fundición de hierro de
Ybycuí. Por eso los poderes imperiales y sus aliados cipayos le hicieron la
guerra a ese Paraguay, a su Paraguay, desangrando a un pueblo entero. Luego,
los vencedores emitieron en sintonía con su desarraigo, el primer sello con la
imagen alienada –en el país de los jaguares- de un león.
Al grano. Mi
colección democrática de sellos paraguayos –fecha de emisión: 9 de junio de
2003, ¿quién me los trajo desde allí? Sigo sin recordarlo y me abruma bastante
haberlo olvidado, soy un ingrato- incluye una serie de sellos “estrella”
valorando la avifuana tropical de la nación guaraní, específicamente sus loros,
todos delicadamente verdes y dibujados como los hubiera dibujado un Pedro de
Angelis o un Martín de Moussy (no figura el nombre del dibujante en los sellos,
error queridos hermanos paraguayos). Anoto algunos de ellos: el loro hablador,
el maracaná de ala roja, la cotorrita. En cada caso, se incluye su nombre en
idioma guaraní y su denominación científica.
A la vez, hay un
pliego con sellos diversos: una triada de ellos conmemoran el cuadragésimo
quinto aniversario de las relaciones diplomáticas entre Paraguay y la República
de China. Traducido: Taiwán. Flanqueando una imagen del Centro Cultural Chiang
Kai-shek de la capital Taipei, hay dos sellos con fotos de árboles emblemáticos
de cada país: a la izquierda, las flores del lapacho (rojo y amarillo, en
guaraní: Taji Poty) y, a la derecha, flores de ciruelo (morado y blanco) de la
isla china.
Recuerdo una
conversación que tuve con Rogelio García Lupo (Q.E.P.D.), uno de los más
brillantes periodistas de investigación de la historia mundial, en un café de
la Avenida de Mayo, en el Buenos Aires neoliberal y “convertivilizado” a dólar
de los noventa: quería explorar una de sus graves denuncias. La existencia de
un grupo empresarial supra territorial denunciado por él y denominado GEICOS
–Grupo Empresarial de Integración del Centro Oeste Sudamericano.
Recuerdo que, a
raíz de las denuncias de “Pajarito” García Lupo, estando yo en Bolivia –una de
las cuatro patas del grupo económico que incluía también al NOA argentino, el
Norte Grande chileno y el Paraguay, aún en manos de Alfredo Stroessner. En
Bolivia, el epicentro no era otro que Santa Cruz de la Sierra- , quise publicar
un artículo sobre el tema en una revista local y, amablemente (dentro de un
ascensor, me acuerdo como si fuera hoy), el director de la publicación me
pidió, me clamó, que ni siquiera lo presentara al jefe de redacción para su
consideración (el jefe de redacción, en sus juventudes, había sido trotskista,
en la Universidad de La Plata, en los setenta, donde había acudido a estudiar
economía política). Hablo del año 88. Año duro. Justo aparecieron por aquí los
llamados “narco videos” y el propietario del medio donde publicaba –es más:
estaba formalmente a cargo de la sección de internacionales de la revista y me
pagaban 250 dólares al mes, lo cual, para mí, era un reverenda fortuna-, era, a
la vez, el concesionario boliviano de algo fundamental para muchos menesteres:
los holandeses aviones Fokker.
Dije: me acuerdo
como si fuera hoy. Digo: la escena del ascensor. La anoto: en ese espacio
estrecho que son los ascensores, todos los ascensores, mientras bajábamos, le
comenté a X. que estaba preparando una nota sobre el dichoso grupo GEICOS. Él
se puso blanco. Como si hubiera escuchado la voz del oráculo o una maldición.
Me disparó: ¿y vos de dónde conoces eso? Le respondí, mientras seguíamos
descendiendo, Illimani abajo: las denuncias de un periodista argentino, el
maestro Rogelio García Lupo. Nervioso estaba: Te pido, por favor, que no lo
publiques, ni siquiera se la presentes a Javier (el jefe de redacción). Yo, 24
años, quería saber (ahora, a veces, quiero saber; otras veces, me importa un
carajo). Le pregunté el porqué. Me explicó, y la verdad: se lo sigo
agradeciendo. Dijo: yo les vendo Fokkers a todos esos tipos. Insistí, en mi
arrogancia: che, ¿pero son o no son narcos todos esos señores? X, en la puerta
del ascensor, allá afuera se divisaban los coches que transitaban por la
Avenida Arce, me respondió: yo sólo les vendo Fokkers, ¿te quedó claro? Alguien
dirá: ¿y la ética periodística? No sé: yo siempre fui un militante.
Cuando le contaba
a Pajarito esta historia, se cagaba de risa, mientras tomábamos el noveno café
de la tarde, fumando el décimo octavo cigarrillo. ¡Son todos narcotraficantes!,
me decía mientras se reía, calmado. Y hablamos de la (por llamarla así) “conexión
taiwanesa”. Eso era lo que yo quería hablar con él. ¿Por qué me recuerdo de
todo esto hablando de filatelia paraguaya? Porque había leído en un libro de
García Lupo que esa amistad –que conmemora el sello postal que tengo conmigo, y
que no recuerdo, pucha, quién me lo entregó- paraguayo-taiwanesa, forjada
por la CIA y su agente supremo en la nación del Guayrá, el excelentísimo y
generalísimo Alfredo Stroessner Matiauda, era la que había erguido el único
monumento a Chiang Kai-Shek fuera de la isla –en Asunción, ¿seguirá ahí?- y,
además, había introducido en Sudamérica el cultivo de amapola –materia prima de
la heroína-, mucho antes de cualquier otra denuncia de su existencia, en
Colombia, ya en el marco de la política imperialista de asociar narco con guerrillas,
en el llamado “narco-terrorismo”.
Todo es verdad,
Pablo, me afirmó el sentencioso setentoso (por la edad) Rogelio García Lupo.
Los taiwaneses, prosiguió, son tan anti comunistas y tan odiadores de Mao y sus
seguidores, que están ensayando una nueva Guerra del Opio, como la que les
hicieron a los chinos, a ellos mismos, los ingleses en el siglo XIX. Pregunté:
pero, hermano, ¿por qué en el continente de la cocaína, la CIA, la DEA, todos
esos hijos de puta que vos has denunciado siempre, meten amapola en el corazón
de América? ¿No es contradictorio?
No –me respondió
tajante RGL mientras sorbíamos el onceavo café y el treintavo cigarrillo
(rubios, los dos). Eran los días cuando Pablo Escobar Gaviria no sólo era el
rey absoluto de la fabricación de cocaína, sino que estaba invadiendo los
mismísimos EE.UU. para ser el rey del mercado de la droga. Anoto, disgrego
también con levedad. La tercera invasión a USA. La primera: las huestes navales
de Bolívar a las islas y playas de La Florida. La segunda: el inmortal y
decidido de Pancho Villa, mejicano de huevos, no como este señor encubridor de
43 asesinatos de jóvenes estudiantes de magisterio de Ayotzinapa, ¿cómo se
llama? Ah, sí, Peña Nieto…Ah, ¿y un tal Trump? ¿Les suena? Y un muro o algo de
eso. Fin de la digresión.
No –me respondió
tajante RGL mientras sorbíamos el doceavo café y el treinta y un primer
cigarrillo (rubios, los dos). La CIA es la CIA y, como Dios, está en todas
partes pero atiende en Washington –se rió, de su propio chiste- y a la CIA, que
es la CIA, le da lo mismo la merca que la heroína, le da lo mismo Stroessner
que un gobierno democrático. El asunto es el control del mundo. Ahora que se
acabó la URSS –remember mis estampillas del Festival Mundial de la
Juventud, Moscú forever, Moscú no cree en lágrimas, 1985-, van por
los chinos, sentenció Pajarito, profético, lucidísimo. Esos años, la China
roja, ya tenía un sello (ya que hablamos de estampillas), un nombre, una marca:
Deng Xio Ping. El artífice de volver al monstruo argoniano comunista de la
China maoísta en una bestia unidireccional: la China capitalista, bajo el
férreo control político del mismo PCCh. Todo un milagro (cristiano) y ningún
cuento (chino). Ah, ¿y un tal Trump? ¿Les suena? Y una guerra comercial o algo
de eso. Fin del fin de la digresión.
El resto de la
colección paraguaya de estampillas “democráticas” la completan una con una foto
de la flor de mburucuyá, la fruta de la pasión, y dos en homenaje al
centenario del nacimiento de Josefina Plá, la musa del Paraguay. Esta poeta,
Ella, la Diosa Blanca a lo Graves, Josefina del alma de nuestros pueblos,
que escribió: “Caminito escondido/ Caminito escondido/ que te embozas en
sombra/ y con grama te alfombras,/y al silencio haces nido:/ Caminito
escondido:/ eres humilde y breve,/y tu surco es muy leve/ entre el bosque
tupido”.
Dirán huevadas de
Plá (y de mí) los “poetas” de la vanguardia: yo me quedo con ella, y con Martí,
con María Elena Walsh, con la Gabriela Mistral: con los que sintieron que a
nuestro corazón había que suturarlo y engrandecerlo desde esa infancia
artística que nos negó el colonialismo que nos condenó a la mina y a la
hacienda, al sufrimiento y a la locura, para volvernos adultos, a la fuerza y a
palos, desde pequeños. Los pueblos que abandonan su edad primera, su virtud, su
frescura, su inocencia y su gracia, están condenados a desaparecer porque han
descreído de lo mejor de nuestra especie: esa magia, indomable, llamada niñez.
¡Humildes y
breves! ¡Bravo Josefina! Así vamos a triunfar: cuando seamos todos, humildes y
breves, como el camino escondido en la selva. Ese es el valor que nos negamos a
rescatar, que nos atemoriza asumir, que nos olvidamos de recuperar. Nosotros,
como vos, los sudamericanos, los latinoamericanos, los últimos niños del mundo,
al único muro que debiésemos enfrentar es al que nos separa a nosotros de
nosotros mismos, de nuestros ríos, de nuestras montañas, de nuestras sangres,
de nuestras pieles, de nuestros mártires, de nuestra esencia.
El día que
dejemos de mirar al norte, a la decrepitud asfixiante, de mirar más allá de
nuestras llanuras y nuestras cordilleras, el día que decidamos de corazón
vernos sólo en nuestro espejo –nuestro rostro niño, indio, moreno, negro,
antillano, cimarrón, criollo, andino, gaucho, cerriles, aislados, nuestro-, ese
día, ese señalado día, dejaremos de temer y nos dejaremos de joder con tanta
hipocresía y tanta vergüenza que nos procuramos, lacerados, heridas que se
perpetuán en el tiempo, por nosotros mismos.
Este es un texto
sobre filatelia, así que vuelvo al cauce inicial.
Sobre mis
estampillas soviéticas, diré algo más: otro asistente al Festival Mundial de la
Juventud, además del compañero que me trajo los sellos, en otra de sus
versiones, fue el mismísimo Javier Heraud, el poeta y guerrillero peruano, que
humilde y breve, como ninguno y como quería Josefina Plá, hizo su caminito, su
camino, nuestro camino en el bosque, en la selva.
De la dictadura
del general Stroessner, para completar lo anotado sobre la filatelia paraguaya,
tengo una colección magnífica de estampillas con dibujos de naves y barcos que
participaron de un hecho fundacional y que también hay que reivindicar, porque
no somos mezquinos ni menos ignorantes, aunque muchos nos crean así: conmemoran
el segundo centenario de la independencia de los Estados Unidos de
Norteamérica, hecho sucedido en 1776. En medio del horror del Plan Cóndor,
Paraguay lanzaba esas estampillas al mundo: puro negocio y puro aparataje de la
CIA (y sus socios taiwaneses)
Sin embargo,
filatélica, política, selvícola, infantil y armoniosamente, queda algo más que
decir: esas estampillas, más allá de toda circunstancia deleznable, afirman un
hecho fundamental: cuando, por primera vez, constitucionalmente, se instauró el
derecho a la felicidad que tenían, tenemos, todos los seres humanos. Jefferson,
Franklin, George Washington.
Los ecos de ese
deseo infinito, perpetuo y omnipresente, llegaron, en ese momento clave de la
historia humana, desde el norte hacia el sur, hasta los oídos de un tal José
Gabriel Condorcanqui –un tal Túpac Amaru- y allí empezó una nueva historia, la
nuestra, la historia de nuestra rebeldía, la historia por ser –como los
americanos del norte-, una vez más, nosotros mismos.
¡Gracias Pa, por
tus estampillas! Dijo el poeta: hay otros mundos pero todos, todos, están en
este mundo. (Paul Eluard)
Río Abajo, 29 de enero de 2017
Post scriptum:
salgo afuera a tomar aire, tanto aire como pueda para terminar de corregir y
cerrar y despedir este texto. Mientras subo hacia la carretera, el sol cayendo
a pico, hachazos a tu cerebelo en medio de las montañas, empiezo a escuchar, a
lo lejos, los acordes de algo así como la marcha triunfal de Aida en ritmo de
huayno. Cuando termino de trepar, los veo. Son doscientos indios viniendo hacía
a mí. Las trompetas siguen sonando, Veo a la distancia, los veo venir: es un
entierro. Los espero: la curiosidad me pica como un tábano, quiero saber quién
es el muerto, despedido por la mitad de la población de Jupapina, el lugar
donde vivo. Las mujeres, con sus polleras, de cholas rebeldes. Los hombres, con
sus trajes negros: a uno de ellos, le pregunto por el occiso. Me responde: es
uno de los hermanos del templo. Agrega: estamos yendo a enterrarlo al
cementerio. Debo anotar: el cementerio de Jupapina –del cual la Carolina sacó
unas fotos bellísimas- es como quería Josefina: es humilde y es breve. No hay muchos
muertos en la comarca, aún –la mayoría- queremos vivir. Y debo agregar: el
cementerio, por lo visto, es mixto. Es para los evangélicos y también para los
católicos. Y acaso también para algún borracho que perdió la fe. Y pienso: en
este entierro que veo pasar, tan alegre –nadie lloraba, decía Cazuza, y él
sabía de qué se trataba muriéndose de SIDA, ¿para qué llorar con las
despedidas?-, tan autóctonamente nuestro: he ahí el espejo. Y me vuelvo a subir
a la casa con las trompetas de fondo que despiden de la tierra al cielo a aquel
que ha partido a esos destinos, y lo pienso a Facundo traca traca traca
aproximándose en bus al Cusco –atravesando los territorios de la rebelión
tupacarista- y miro el cielo celeste, celeste puro, celeste invicto, desde la ventana
donde escribo, y sé, y siento, lo siento de corazón, que en buena hora, y
gracias a todos los Apus, los dioses, a Dios, puedo dar por concluido este
texto. Que sea en buena hora, cósmica, infantil y filatélicamente hablando. P.C.
_____
Imagen: Serie postal chilena sobre los pueblos originarios de Tierra del Fuego
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